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– ¿En qué puedo ayudarle? -le dijo.

Mirando el mostrador de madera, evitando el contacto visual, se concentró en un dispensador de plástico lleno de solicitudes de American Express.

– ¿En qué puedo ayudarle? -volvió a preguntarle la recepcionista.

– Mmm, bueno, sí. -Miró más intensamente las solicitudes, sintiéndose aún más indignado ahora que estaba aquí-. ¿Puede decirme en qué habitación está el señor Smith?

– ¿El señor Jonas Smith? -contestó la mujer tras consultar una pantalla de ordenador.

– Mmm, sí.

– ¿Le está esperando?

«Sí, claro que sí, coño.»

– Mm, sí.

– ¿Me dice su nombre, señor? Llamaré a su habitación.

– Mm, John Frost.

– Un momento, por favor, señor Frost. -Descolgó un auricular y marcó un número. Unos momentos después dijo al teléfono-: El señor John Frost está en la recepción. ¿Puedo dejarle subir? -Tras una breve pausa, dijo-: Gracias. -Colgó el auricular. Luego volvió a mirar al Hombre del Tiempo-. Habitación 714, séptima planta.

Mirando las solicitudes de American Express se mordió el labio inferior y asintió con la cabeza.

– Mm, vale, sí -dijo.

Cogió el ascensor hasta la séptima planta, recorrió el pasillo y llamó a la puerta.

Le abrió el albanés, cuyo verdadero nombre era Mik Luvic, pero a quien el Hombre del Tiempo tenía que llamar Mick Brown; en su opinión, todo formaba parte de una ridícula farsa en la que todos, incluido él, tenían que llamarse por nombres falsos.

El albanés era un hombre musculoso de treinta y tantos años y rostro delgado, duro y de expresión chulesca. Era rubio y llevaba el pelo de punta. Vestía una camiseta negra con reflejos dorados, pantalones anchos azules y mocasines blancos; lucía una cadena gruesa de oro alrededor del cuello. Tenía los fuertes hombros y antebrazos llenos de tatuajes y mascaba chicle con unos incisivos pequeños y afilados que al Hombre del Tiempo le recordaron a una piraña que había visto en el acuario de la ciudad.

– Oh, hola. Vengo a ver al señor Smith -dijo el Hombre del Tiempo mirando la alfombra color verde lima.

El albanés, que en su día se había ganado la vida con la lucha ilegal a puño limpio y con la cage fighting, pero que ahora tenía un «curro» más cómodo, lo miró varios segundos en silencio, mascando sin parar con la boca abierta. Luego le señaló una gran suite que apestaba a puro y estaba decorada con muebles forrados de felpa imitación de la época de la Regencia y cerró la puerta deprisa cuando hubo entrado. Señalando con indiferencia la puerta abierta, el albanés dio la espalda al Hombre del Tiempo, cruzó la habitación con andares chulescos, se sentó en una silla y siguió viendo un partido de fútbol en televisión.

El Hombre del Tiempo ya había visto al albanés varias veces y todavía no le había oído hablar. A veces se preguntaba si era sordomudo, pero no lo creía. Cruzó la puerta como le habían indicado y entró en una habitación mucho mayor, en el centro de la cual el obeso señor Smith estaba sentado en el sofá, de espaldas a las cristaleras que daban al mar, concentrado en una hilera de cuatro pantallas de ordenador que tenía delante sobre la mesa del café; se mordía una uña como si royera un hueso de pollo.

Llevaba una camisa hawaiana abierta hasta el ombligo que dejaba al descubierto pliegues de piel pálida y sin vello que hacían que pareciera que tenía pechos. La parte superior de los pantalones azules se extendía por sus piernas rechonchas del tamaño del tronco de un árbol maduro. En comparación, sus minúsculos pies, calzados con unas zapatillas Gucci de terciopelo, sin calcetines, parecían delicados, como los pies de una muñeca. Su cabeza, con el pelo ondulado, inmaculadamente plateado y recogido en una coleta corta, aún era más desproporcionada, como si perteneciera a alguien con un cuerpo veinte veces menor. Tenía tantas barbillas que hasta que abrió la boca diminuta y los músculos de alrededor entraron en juego, el Hombre del Tiempo tuvo dificultades para ver dónde terminaba la cara y dónde comenzaba el cuello.

– ¿Quieres almorzar, John? -dijo Jonas Smith, con un fuerte acento de Luisiana que no transmitía ni pizca de calidez. Señaló el carrito del servicio de habitaciones, lleno de platos de sándwiches y tapas de aluminio de comida, con un dedo porcino, y la piel de alrededor de las uñas en carne viva en algunas partes.

– En realidad, llevo un sándwich -dijo el Hombre del Tiempo mirando a la alfombra color verde lima.

– Ah. ¿Quieres beber algo? Pídete algo de beber y siéntate.

– Gracias. Mm, sí, bien. No necesito…, mm, beber nada. Yo…, mm… -El Hombre del Tiempo miró la hora.

– Pues, entonces, siéntate, joder.

El Hombre del Tiempo dudó un momento, contuvo su ira y se dirigió a la silla más cercana. El americano siguió mordiéndose la uña y clavó sus ojitos redondos y brillantes en el Hombre del Tiempo, quien se quitó la mochila y se sentó en el borde de la silla; sus ojos examinaban el pelo de la alfombra como si buscara un dibujo que no estaba allí.

– ¿Una coca-cola? ¿Quieres una coca-cola?

– Mm, en realidad, mm… -El Hombre del Tiempo volvió a mirar la hora-. Tengo que volver a las dos.

– Volverás cuando yo te lo diga, joder.

El Hombre del Tiempo estaba furioso. Pensó en el sándwich de tofu y soja que llevaba en una caja de plástico en la mochila, pero el problema era que no le gustaba mucho que la gente le viera comer. Respiró hondo y cerró los ojos, para mitigar la ira.

– Fisher, golfo de Helgoland, suroeste fuerza cuatro o cinco, rolando a noroeste, arreciando de fuerza seis a ocho. Chubascos. Moderados o abundantes.

Al abrir los ojos de nuevo, se fijó en un cenicero de cristal, en el que había un puro a medio fumar, apagado, sobre la mesa junto al sofá.

– ¿Qué es eso? -dijo el señor Smith-. ¿Qué has dicho?

– El pronóstico marítimo. Puede que lo necesite.

El americano, cuyo verdadero nombre era Carl Venner, se quedó mirando al freak, bien consciente de que por un lado era un genio y por el otro le faltaban dos chips en la placa base. Un pequeño idiota hostil con un enorme problema de actitud. Podía encargarse de él; se había encargado de cosas peores en su vida. La cuestión era recordar que ahora mismo era útil, y cuando dejara de serlo, nadie le echaría de menos.

– Te agradezco que hayas venido, tras avisarte con tan poco tiempo de antelación -dijo Venner, esbozando una breve sonrisa, pero sin afabilidad en la voz.

– Mm, sí.

– Tenemos un problema, John.

– Vale, sí -dijo el Hombre del Tiempo asintiendo con la cabeza.

Se produjo un largo silencio. Notó que había alguien detrás de él, así que volvió la cabeza y vio que el albanés había entrado en la habitación y estaba en la puerta, con los brazos cruzados, mirándole. Dos hombres más se habían unido a él, flanqueándole. El Hombre del Tiempo supo que eran rusos, aunque no se los habían presentado nunca.

Parecían surgir de la nada en todas las reuniones que tenía con Venner, pero no se explicaba dónde encajaban. Eran adustos, flacos, de facciones angulosas, llevaban el pelo cortado geométricamente y elegantes trajes negros; serían una especie de socios de negocios. Siempre hacían que se sintiera incómodo.

– Me dijiste que nuestra web era inmune a los piratas informáticos -dijo el señor Smith-. ¿Quieres explicarnos entonces al señor Brown y a mí cómo puede ser que anoche alguien entrara en el sistema?

– Tenemos cinco cortafuegos. Nadie puede entrar en el sistema. Recibí una alerta automática a los dos minutos porque alguien estaba accediendo de manera ilegal y le desconecté.