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– ¿Tenemos un molde de las huellas? -dijo dirigiéndose al detective Nicholl.

– Lo están sacando.

– No es suficiente -dijo Grace, un poco irritado-. En la reunión de esta mañana he dicho que quería a dos agentes recorriendo las tiendas de la zona con los moldes para ver si encontrábamos una correspondencia. Lo más probable es que alguien comprara las botas para la ocasión. Si así fue, puede que lo grabara una cámara de seguridad. No puede haber tantas tiendas por la zona que vendan botas gruesas. Aseguraos de darme un informe en la reunión de las seis y media.

El detective Nicholl asintió y descolgó de inmediato el teléfono.

– Lleva ya dos días sin ponerse en contacto con él -insistió Branson.

– ¿Quién? -dijo Grace distraídamente.

– Teresa Wallington. Vive con su prometido. No parece que haya ninguna razón para que no se presentara.

– ¿Y las otras cuatro de nuestra lista?

– Hoy tampoco ha aparecido ninguna -admitió a regañadientes.

Aunque tenía treinta y un años, Branson sólo llevaba seis siendo policía, después de un comienzo en falso en la vida como segurata de discoteca.

A Grace le caía muy bien; era listo y generoso, y tenía grandes corazonadas. Las corazonadas eran importantes en el trabajo policial, pero tenían un inconveniente: podían hacer que la policía se precipitara en sus conclusiones, no analizara de manera adecuada otras posibilidades y, luego, subconscientemente, seleccionara pruebas que encajaran con sus corazonadas. A veces, Grace tenía que frenar el entusiasmo de Branson por su propio bien.

De todos modos, en estos momentos, no le necesitaba en el caso sólo por su corazonada, sino por algo claramente extracurricular.

– ¿Quieres dar un paseo hasta el depósito de cadáveres conmigo?

Branson lo miró con las cejas levantadas.

– Mierda, tío, ¿es ahí adonde llevas a todas tus citas?

Grace sonrió. Branson tenía más razón de lo que creía.

Capítulo 15

Tom Bryce estaba sentado en la sala de juntas, larga y estrecha, de la planta baja de un pequeño edificio de oficinas situado en un polígono industrial cercano al aeropuerto de Heathrow, tan cercano que parecía que el jumbo que veía por la ventana seguía una ruta de vuelo que lo llevaría a aterrizar justo en medio de la habitación. El aeroplano pasó por encima del techo con un gran estruendo, los alerones y el tren de aterrizaje bajados, como la sombra de un pez gigante, a unos pocos centímetros, parecía.

La sala era hortera. Tenía las paredes de terciopelo marrón decoradas con pósteres enmarcados de películas de terror y ciencia ficción, una mesa de reuniones de bronce para veinte personas que parecía sacada de un templo tibetano y sillas de respaldo alto tremendamente incómodas, diseñadas, sin duda, para acortar las reuniones.

Su cliente, Ron Spacks, era un ex promotor de conciertos de rock de unos sesenta años que respiraba con dificultad. Lucía un peluquín que parecía no haberse colocado bien y una dentadura demasiado perfecta para su edad, y tenía el rostro devastado por el consumo de drogas. Spacks estaba sentado enfrente de Tom, vestido con una camiseta de Grateful Dead muy desvaída y gastada, vaqueros y sandalias; hojeaba el catálogo BryceRight y murmuraba «Sí» para sí mismo cada pocos momentos, cuando algo despertaba su interés.

Tom dio un sorbo a su taza de café y esperó pacientemente. Gravytrain Distributing era uno de los mayores distribuidores de DVD del país. El medallón de oro que colgaba del cuello de Ron Spacks, los anillos de estrás de sus dedos, el Lamborghini negro en el aparcamiento, todo ello constituía una prueba de su éxito.

Spacks, como le había contado a Tom lleno de orgullo en otras ocasiones, había comenzado con un puesto cerca de Portobello Road, vendiendo diversos DVD de segunda mano cuando nadie sabía siquiera lo que era un DVD. Tom albergaba pocas dudas de que aquel hombre había construido su imperio sobre la piratería, pero no estaba en situación de hacer juicios morales sobre sus clientes. En el pasado, Spacks había realizado grandes pedidos y siempre había pagado puntualmente.

– Sí -dijo Spacks-. Verás, Tom, mis clientes no quieren nada lujoso. ¿Qué novedades tienes este año?

– Posavasos de cartón de carátulas de CD, en la página cuarenta y dos, creo. Pueden ir sobreimpresos.

Spacks volvió la página.

– Sí -dijo, en un tono de voz que decía todo lo contrario-. Sí -repitió-. Entonces, ¿a cuánto saldrían cien mil? Los rebajas a menos de una libra, ¿verdad?

Tom se sintió perdido sin su ordenador. Lo tenía en el despacho, Chris Webb lo estaba resucitando una vez más. Todos los cálculos de los costes para sus productos estaban en ese aparato y sin ellos no se atrevía a comenzar con los descuentos, en especial con un posible pedido de esta envergadura.

– Tendremos que volver a hablarlo. Puedo mandarle un e-mail más tarde.

– Tiene que ser una libra como máximo, sí -dijo Spacks, y abrió una lata de Coca-Cola-. En realidad, busco algo en torno a los setenta peniques.

A Tom le sonó el móvil. Miró la pantalla, vio que era Kellie y le dio a la tecla de finalización de llamada.

Setenta peniques era imposible, eso lo sabía seguro -le habían costado más-, pero decidió no decírselo a Spacks de momento.

– Creo que será complicado -dijo con tacto.

– Ya. Te diré qué más me interesa. Unos veinticinco Rolex de oro, sí.

– ¿Rolex de oro? ¿Auténticos?

– No quiero ninguna basura de imitación, los auténticos. Los quiero grabados con un logotipo. ¿Puedes darme un precio? Los necesito deprisa. Para mediados de la semana que viene.

Tom intentó no mostrar sorpresa, sobre todo después de que Spacks le hubiera dicho que no quería nada lujoso. Ahora hablaba de relojes que costaban miles de libras cada uno. Entonces volvió a sonar el teléfono.

Era Kellie otra vez, y Tom se preocupó; normalmente, habría dejado un mensaje. ¿Quizás uno de los niños estaba enfermo?

– ¿Le importa que conteste? -le dijo a Spacks-. Es mi mujer.

– Hay que contestar a la que hay que obedecer. El Oyster… Es el Rolex clásico, ¿verdad?

– Sí, eso es -contestó Tom, que sabía tanto del mundo de los Rolex de oro como de la cría de pollos en los Andes. Luego, asintiendo a Spacks cogió el teléfono y aceptó la llamada-. Hola, cielo.

Kellie parecía extraña y vulnerable.

– Tom, siento molestarte, pero he recibido una llamada que me ha asustado.

Tom se puso en pie y se alejó de Spacks.

– Cariño, ¿qué ha pasado? Cuéntame.

– He salido a hacerme la manicura. Unos cinco minutos después de volver, ha sonado el teléfono. Un hombre me ha preguntado si era la señora Bryce y yo… he dicho que sí. Luego me ha preguntado si era la señora Kellie Bryce y yo he dicho que sí. Y entonces ha colgado.

Fuera, el día era húmedo, lloviznaba y el aire acondicionado enfriaba innecesariamente la habitación. Pero, de repente, algo mucho más frío se retorció en su interior, unos dedos helados que le agarraron con fuerza el alma.

¿La amenaza de anoche? La amenaza recibida en esos segundos antes de que se borrara la memoria de su ordenador. ¿Estaba relacionada esta llamada con el mensaje que había recibido?

Si informa a la policía de lo que vio o si intenta acceder otra vez a la página, lo que está a punto de pasarle a su ordenador le pasará a su mujer, Kellie, y a su hijo, Max, y a su hija, Jessica.

Salvo que, por supuesto, no había informado a la policía, tampoco había intentado acceder de nuevo a la página. Intentó estudiar detenidamente las posibilidades.