– ¿Has intentado hacer una rellamada? ¿Marcar el uno cuatro siete uno?
– Sí. Era un número oculto.
– ¿Dónde estás ahora, cielo? -le preguntó.
– En casa.
Miró la hora y vio que le temblaba la mano. Eran poco más de las doce.
– Escucha, seguramente no será nada, seguramente se habrán equivocado. No lo sé. ¿Quizás era alguien que comprobaba un reparto de eBay o algo? Podría haber un montón de razones -dijo, intentando transmitirle tranquilidad, pero no le sirvió para convencerse a sí mismo: en su cabeza, lo único que veía era a la preciosa joven de pelo largo en la habitación, y al hombre apuñalándola-. Estoy en una reunión. Te llamo en cuanto pueda.
– Te quiero -dijo ella.
Mirando a Spacks, que estaba pasando más hojas del catálogo dijo:
– Yo también. Tardaré cinco minutos, diez como máximo.
– ¡Mujeres! -dijo Spacks con compasión cuando colgó.
Tom asintió.
– Nunca están contentas.
– No -coincidió Tom.
– Bueno. Los Rolex. Necesito un precio para veinticinco Rolex de oro, de hombre. Con un pequeño grabado. Entrega para finales de la semana que viene.
Tom estaba tan preocupado por Kellie que apenas se percató del valor potencial del pedido.
– ¿Qué clase de grabado?
– Un micropunto. Muy pequeño.
– Déjemelo a mí. Me pondré en contacto con usted. Le conseguiré el mejor precio.
– Bien.
Capítulo 16
A Roy Grace siempre le había puesto nervioso la forma de conducir de Glenn Branson, pero desde que su amigo había realizado un curso de conducción avanzada de la policía, como parte de su solicitud de traslado a la Brigada Nacional de Investigación Criminal, se moría de miedo. Para empeorar las cosas, Branson siempre sintonizaba una emisora de rap en la radio del coche, con el volumen tan alto que a Grace le parecía tener el cerebro en una licuadora.
El curso de conducción avanzada permitía a los conductores participar en persecuciones a gran velocidad, así que para hacer alarde de su destreza, Branson había elegido la única ruta que los llevaba por un tramo de carretera donde no sería complicado sufrir un accidente gravísimo a toda pastilla. Era un tramo de dos kilómetros y medio con dos carriles y que discurría como una columna vertebral por campo abierto en los Downland; quedaba entre el polígono industrial donde se encontraban las oficinas del Departamento de Investigación Criminal y el centro de Brighton.
Era como un circuito de carreras. Grace veía delante un kilómetro y medio de carretera: dos curvas suaves, la recta, la curva pronunciada de derecha al final y luego ochocientos metros de curva cerrada a la izquierda donde hacía menos de una semana se había producido un accidente mortal. Avistó un camión que se dirigía hacia ellos y luego miró a Branson, con la esperanza de que hubiera advertido que llegarían a la curva de derecha aproximadamente al mismo tiempo. Pero Branson estaba concentrado en la amplia curva de izquierda que se acercaba.
El indicador de velocidad marcaba la cifra ilegal de 150 kilómetros por hora… y aumentando. Gotitas de lluvia salpicaban el parabrisas.
– ¡Lo ves, tío! -gritó Branson por encima de la voz atronadora de Jay-Z-. Te desplazas a la derecha y tienes mejor visión de la curva, luego rozas el vértice. Así es como lo hacen en la Fórmula 1.
Grace silbó entre dientes mientras rozaban el vértice además de un pedazo de barro, hierba y ortigas del arcén. El coche dio un bandazo alarmante. Tenía la camisa toda sudada.
El camión estaba cada vez más cerca.
Grace comprobó que llevaba el cinturón bien ajustado, luego miró el indicador de velocidad. El Vectra camuflado de la policía iba ahora a 175 kilómetros por hora. Se planteó preguntar si su compañero pensaba frenar antes de llegar a la curva de noventa grados de derecha que ahora estaba sólo a unos cientos de metros, pero le inquietaba que sus palabras distrajeran a Branson. A su izquierda, en una loma azotada por el viento, Grace vio a dos hombres tirando de carritos de golf.
Se preguntó si pasaría sus últimos momentos en la Tierra entre los restos destrozados de un Opel de la policía que olía a hamburguesas rancias, tabaco y sudor de otras personas, mientras dos viejos inútiles vestidos de golfistas lo miraban boquiabiertos por el parabrisas roto y un rapero al que no conocía le lanzaba improperios.
– Bueno, mi corazonada… -dijo Branson, justo en el vértice de la curva, con la parte delantera del enorme camión justo a cien metros de ellos.
Grace se agarró al asiento.
Desafiando todas las leyes de la física, el coche consiguió superar la curva de algún modo, y siguió en la dirección correcta. Ahora sólo quedaba una curva peligrosa más y luego estarían en una zona de velocidad limitada a 65 kilómetros por hora y relativamente segura.
– Soy todo oídos.
– Lo único que oigo son los latidos de tu corazón -dijo Branson sonriendo.
– Tengo suerte de que siga latiendo.
Grace bajó el volumen de la radio. A modo de respuesta, Branson redujo la velocidad.
– Teresa Wallington. Vive con su prometido, ¿vale? Organizan una fiesta de compromiso en el restaurante Al Duomo para el martes por la noche, tiene que ser entre semana porque le dan turnos raros en el trabajo. Vienen parientes y amigos de todo el país, ¿vale?
Grace no dijo nada. Aunque navegaban por aguas más tranquilas con un límite de 65 kilómetros por hora, todavía no estaban fuera de peligro. Mientras Branson hablaba, y toqueteaba la radio al mismo tiempo, el coche fue desviándose de la carretera y se metió en el carril de un autobús que venía de frente. Justo cuando Grace iba a agarrar el volante despavorido, Branson pareció ver el autobús y maniobró tranquilamente para llevar el coche al carril izquierdo de la carretera.
– Y entonces ella no se presenta -dijo Branson-. Ni llama ni manda un mensaje, nada de nada.
– ¿Así que su prometido la asesinó?
– Va a venir esta tarde. He pensado meterle en la sala, echarle un vistazo.
Había una pequeña sala de interrogatorio de testigos en Sussex House que podía monitorizarse desde una habitación adyacente a través de una cámara. Su propósito principal era hablar con testigos vulnerables. Observándolos y grabándolos, los agentes podían estudiar su lenguaje corporal y, por lo general, evaluar su credibilidad. Pero, a veces, a Grace le parecía un lugar útil para realizar el primer interrogatorio a alguien que podría acabar siendo un sospechoso: la mitad de las veces el marido o amante de una víctima de asesinato.
Era más probable que alguien revelara algo en los cómodos sillones rojos de la sala de interrogatorio de testigos que en las viejas sillas rectas y duras de las lúgubres salas de interrogatorios de la comisaría de policía de Brighton. En algunos casos, podían dar las cintas de vídeo a un psicólogo para que realizara un perfil. Era por esta misma razón por la que sacaban en televisión tan pronto como era posible a los esposos, compañeros o amantes de víctimas de asesinato: para ver cuál era su lenguaje corporal.
– Entonces, ¿has descartado a la abogada en prácticas? Creía que te gustaba -se burló Grace.
– Hablé con su mejor amiga. Me dijo que lo ha hecho otras veces, desaparecer durante un par de días, sin dar ninguna explicación. Lo único distinto es que nunca había faltado al trabajo.
– ¿Quieres decir que es rara?
– Eso parece -contestó el sargento, toqueteando la radio otra vez.
Grace se preguntó si Branson había visto que el tráfico estaba detenido en un semáforo, y que se dirigían, demasiado deprisa, hacia la parte de atrás de un camión de la basura. Esta vez sí hizo algo.
– ¡¡Glenn!!
La reacción de Branson fue pisar a fondo el freno, lo que provocó el chirrido de los neumáticos traseros. Grace volvió la cabeza y vio que un coche rojo pequeño frenaba en seco y quedaba a unos centímetros de golpearles por detrás.