En muchos sentidos, pensó, su vida seguía una pauta cada vez más clara: cagada tras cagada en el despacho, deudas crecientes en casa y una erección permanente.
Comenzó a prepararle a Kellie una bebida grande mientras ella removía la cazuela del pollo, y la observó, con admiración, mientras levantaba la tapa de una sartén llena de patatas a la vez que miraba algo que estaba en el horno. Se manejaba en la cocina de un modo que quedaba totalmente fuera del alcance de las capacidades de Tom.
– ¿Jess ya está bien?
– Hoy va de princesita, eso es todo. Está bien. Le he dado algo que me recetó el médico para aliviarle el dolor. ¿Qué tal el día?
– Ni preguntes.
Kellie le cogió la cara entre las manos y le dio un beso.
– ¿Cuándo fue la última vez que tuviste un buen día?
– Lo siento, no pretendo quejarme.
– Bueno, cuéntame. Soy tu mujer. ¡Puedes hablarme de ello!
Tom la miró, le cogió la cara entre las manos y le dio un beso en la frente.
– Mientras cenamos. Estás guapísima. Cada día estás más guapa.
Ella negó con la cabeza, sonriendo.
– Qué va, son tus ojos, pasa con la edad. -Luego retrocedió un paso y se señaló el cuerpo-. ¿Te gusta?
– ¿Qué?
– El peto.
Por un momento, el pesimismo lo envolvió de nuevo.
– ¿Es nuevo?
– Sí, ha llegado hoy.
– No parece nuevo -dijo.
– ¡Es así! Es de Stella McCartney. Chulo, ¿verdad?
– ¿La hija de Paul?
– Sí.
– Creía que su ropa era cara.
– Normalmente sí. Esto es una ganga.
– Claro.
Tom siguió preparando la copa, esta noche no quería discutir.
– He estado mirando en Internet ofertas para las vacaciones. Tengo las fechas de los días en que mamá y papá pueden quedarse con los niños, la primera semana de julio. ¿Te iría bien?
Tom sacó la Palm del bolsillo y consultó el calendario.
– Tenemos una exposición en el Olympia la tercera semana de julio, pero a principios de mes estaría bien. Pero tendrá que ser algo muy barato. Deberíamos quedarnos por Inglaterra.
– ¡Los precios en Internet son increíbles! -dijo Kellie-. ¡Podríamos pasar una semana en España a mejor precio que si nos quedáramos en casa! Mira alguna de las páginas, las he anotado. Échales un vistazo después de cenar. Holly, la vecina del final de la calle, tiene una amiga que consiguió en Internet una semana en Santa Lucía por doscientas cincuenta libras. ¿No sería genial ir al Caribe?
Tom dejó la Palm, la abrazó y le dio un beso.
– Tenía pensado darle descanso al ordenador esta noche y concentrarme en ti.
Ella le devolvió el beso.
– No soportaría pensar en el síndrome de abstinencia que sufrirías. -Le sonrió picaronamente-. Y ponen un programa de Jamie Oliver que quiero ver. A ti no te gusta. Serías mucho más feliz si pasaras media hora arriba con tu maquinita.
– ¿Adónde preferirías ir si pudiéramos permitírnoslo? -le preguntó Tom mientras le pasaba la copa.
– A donde sea que no haya niños gritones.
– ¿De verdad no te importa dejarlos aquí? ¿No has cambiado de opinión? ¿Estás segura? -Kellie nunca había querido separarse de los niños.
– Ahora mismo, los vendería encantada -dijo, y se bebió la mitad de su brisa marina de un trago.
Una hora más tarde, poco después de las nueve, Tom subió a su pequeño estudio con vistas a la calle. Aún era de día; le encantaban las largas tardes de verano y, durante unas semanas más, seguirían alargándose. Alcanzaba a ver un pequeño triángulo azul del lejano canal de la Mancha, entre dos tejados de los pisos encima de las tiendas que había enfrente. Arriba, una bandada de estorninos cruzó el cielo y desapareció con la misma rapidez. El olor de la barbacoa de un vecino entró flotando por la ventana, tentándolo a pesar de que acababa de comer.
Dentro del gimnasio, vio a un pobre desgraciado haciendo pesas con el entrenador al lado. Le recordó que salvo sacar a Lady a dar un corto paseo por la manzana, llevaba meses haciendo muy poco ejercicio. Demasiadas comidas de negocios, demasiadas copas y ahora alguna prenda de su ropa preferida le quedaba demasiado estrecha. Kellie siempre le decía que era tonto por vivir enfrente de un gimnasio y no utilizarlo. Pero era un gasto más.
Quizá sacaría a pasear a Lady más tiempo durante estas magníficas tardes de verano. Tal vez volvería a nadar. Jugar a golf una vez a la semana no le rebajaba la cintura; no soportaba ver a todos esos hombres con barrigas cerveceras en los vestuarios del club de golf; se sentía incómodo al ser consciente de que le quedaba poco para ser como ellos. Como señalándose a sí mismo, se golpeó el estómago con los puños. «¡Voy a convertirte en una tableta de chocolate antes de que nos vayamos de vacaciones!»
Bebió un sorbo de su tercer vodka; ahora se sentía tranquilo, las preocupaciones del día se habían adormilado con el agradable aturdimiento causado por el alcohol. Dejó el vaso a su lado, miró la webcam en su soporte en la mesa, a través de la cual se comunicaba de vez en cuando con su hermano en Australia, luego tecleó una orden en su portátil y repasó su bandeja de entrada. Casi de inmediato, vio un mensaje de su antiguo jefe en Motivation Business, Rob Kempson, con el que seguía teniendo amistad:
Tom:
¡Mira qué melones tiene ésta!
Rob
En lugar de hacer clic, Tom sacó de su maletín el CD que el capullo se había dejado en el tren y lo insertó en su portátil. Su programa antivirus se puso en marcha, pero cuando al fin el icono del CD se estabilizó en el escritorio, seguía sin haber ninguna pista sobre su identidad. Hizo doble clic sobre él.
Unos momentos después, el escritorio se quedó en blanco. En la pantalla apareció una pequeña ventana con el mensaje:
¿Es correcta esta dirección de Mac?
Clique SÍ para continuar. NO para salir.
Dando por sentado que era un típico problema de compatibilidad entre Windows y Mac, Tom hizo clic en «SÍ». Al cabo de unos momentos, apareció otro mensaje.
Bienvenido, suscriptor. Está conectándose.
Luego, aparecieron las palabras:
Una producción de Escarabajo.
Casi al instante, desaparecieron. Al mismo tiempo, la pantalla se iluminó progresivamente hasta formar una imagen granulada en color de un dormitorio, como si estuviera viéndola a través de una cámara de seguridad.
Era una habitación grande, femenina, con una cama de matrimonio pequeña cubierta con un edredón y cojines esparcidos encima, un tocador sencillo, un espejo largo y antiguo de madera que podría estar sacado de la tienda de un modisto, una cómoda de madera a los pies de la cama, un par de alfombras de pelo largo y estores bajados. Dos lámparas de mesita de noche iluminaban el cuarto y había otra fuente de luz que salía por la puerta del baño parcialmente abierta. En las paredes colgaban un par de fotografías de desnudos en blanco y negro de Helmut Newton. Enfrente de la cama había puertas de armario con espejos, y reflejada en ellos se veía una puerta que llevaba, supuso, a un pasillo.
Una mujer joven y esbelta salió del baño, ajustándose la ropa, mirando el reloj, parecía algo nerviosa. Era elegante y guapa, tenía el pelo largo y rubio, llevaba un vestido negro ceñido y un collar de perlas, y sostenía un bolso de mano como si fuera de camino a una fiesta. A Tom le recordó un poco a Gwyneth Paltrow y, por un instante fugaz, se preguntó si era ella; entonces, la chica volvió la cabeza y vio que no, aunque se le parecía bastante.
La joven se sentó en el borde de la cama y, para sorpresa de Tom, se quitó de una patada los zapatos de tacón; al parecer, desconocía por completo la presencia de la cámara. Luego, se levantó y comenzó a desabotonarse el vestido.
Al cabo de unos momentos, la puerta de la habitación se abrió detrás de la mujer y un hombre bajito, de complexión fuerte, que llevaba un pasamontañas y vestía completamente de negro, entró y cerró la puerta con la mano enguantada. La mujer o bien no le había oído, o bien pasaba de él. Mientras el hombre caminaba por el cuarto hacia ella, la chica comenzó a desabrocharse el collar de perlas.