Lo haría bien; de algún modo iba a conseguirlo. Al fin y al cabo, había nacido en una familia de actores de teatro. Lo llevaba en la sangre; los padres de su madre fueron artistas de music hall antes de jubilarse y comprar una pensión en Brighton, cerca del mar.
Mientras levantaba las cejas y veía la siguiente colina desplegándose delante de ella a lo largo de kilómetro y medio más, y tierras de labranza anchas a cada lado rotas tan sólo por algunos árboles solitarios y alambradas, no vio rastro de Nero. Soplaba una fuerte brisa, que doblaba las colzas y los tallos verdes y largos del trigo.
– ¡Nero! Ven aquí, chico. ¡Nero! -gritó juntando las manos en torno a la boca.
Al cabo de unos momentos, vio una onda amplia entre las colzas, algo que se movía en zigzag, Nero siempre parecía incapaz de correr en línea recta. Luego, salió a la superficie y se acercó a ella saltando, llevaba algo blanco colgando en la boca.
Un conejo, pensó al principio, y esperó que al menos la pobre criatura estuviera muerta. No soportaba que trajera a un animalillo vivo, herido, y lo dejara caer con orgullo a sus pies, donde se retorcía y chillaba asustado. A Nero le encantaba hacer eso.
– Vamos, chico, ¿que llevas ahí? ¡Suéltalo! ¡Suéltalo!
Entonces, se quedó boquiabierta.
Mientras daba un paso adelante, mirando al objeto blanco inmóvil en el suelo, un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Y empezó a gritar.
Capítulo 6
A Roy Grace no le gustaba celebrar ruedas de prensa, pero era muy consciente de que la policía era un servicio público remunerado y, por lo tanto, los ciudadanos tenían derecho a estar informados. Lo que no soportaba era la interpretación que hacían los periodistas de todo. Le parecía que no estaban interesados en informar a los ciudadanos; que su trabajo era vender periódicos o atraer telespectadores u oyentes. Querían coger las noticias y presentar artículos tendenciosos, cuanto más sensacionalistas mejor.
Y si no había nada de sensacionalista en la historia, ¿por qué no tomarla con la policía? Pocas cosas captaban tanto la atención de la gente como un tufillo a negligencia policial, racismo o ineptitud. Una persecución de coches que se torcía era un tema recurrente últimamente, sobre todo si algún ciudadano resultaba herido o muerto por una maniobra de conducción temeraria de la policía. Como ayer, cuando dos sospechosos perseguidos por la policía que iban en un coche robado se habían despeñado por un puente y se habían ahogado en un río.
Y ésa era la razón por la que se encontraba ahora aquí, en la sala de prensa, delante de una mesa rectangular abierta en el centro sin sillas suficientes para todos los periodistas presentes, de espaldas a una pizarra grande, elegante y curvada, en la que estaban expuestas artísticamente cinco placas policiales sobre fondo azul, con www.crimestoppers.co.uk impreso en un lugar prominente debajo de cada una.
Calculó que habría unas cuarenta personas de medios de comunicación apretujadas en la sala -periodistas de prensa, radio y televisión, fotógrafos, cámaras y técnicos de sonido-; la mayoría le resultaban familiares, entre ellos había algunos rostros jóvenes nuevos que trabajaban para la prensa local e informaban a los medios nacionales, esperando su gran oportunidad, y algunos viejos y cansados, que sólo esperaban poder salir de ahí e irse a un pub.
A su lado, más para demostrar que la policía estaba tomándose el asunto en serio que para contribuir verdaderamente a la rueda de prensa, estaban la subdirectora, Alison Vosper, una mujer guapa pero de aspecto duro, de cuarenta y cuatro años y pelo rubio muy corto, que sustituía al director, Jim Bowen -que estaba en una conferencia-, y el superior inmediato de Grace, Gary Weston, el inspector jefe.
Weston era un hombre de Manchester de treinta y nueve años, de aspecto relajado y encanto carismático, que había sido compañero de Grace cuando ambos patrullaban las calles; todavía eran buenos amigos. Aunque tenía casi la misma edad que Grace, Weston había jugado a la política, había cultivado amistades con influencias, con los ojos puestos firmemente en labrarse una carrera como director de policía y, dadas sus aptitudes, quizás incluso el puesto más alto en la Met, pensaba Grace con un dejo de admiración, pero sin envidia.
Como era políticamente astuto, Gary Weston no iba a intervenir hoy, mejor dejar que fuera Roy Grace quien hablara, para ver si el comisario se hundía aún más en el barro.
Una reportera joven y mordaz a quien ninguno de los policías había visto antes realizó su pregunta:
– Detective Grace, tengo entendido que resultaron heridos primero una mujer en un accidente en Newhaven, luego un anciano en un choque en la carretera de circunvalación de Brighton y que, unos minutos después, un agente de policía cayó de su moto. ¿Puede explicarnos sus razones para permitir que la persecución siguiera adelante?
– El accidente de Newhaven se produjo antes de que la policía comenzara la persecución -respondió Grace, que eligió con cuidado las palabras-. Los sospechosos secuestraron un Land Rover justo después del accidente. Luego, chocaron en un túnel con un Toyota sedán conducido por un anciano y secuestraron su vehículo. Sabíamos que al menos uno de los sospechosos iba armado y era peligroso, y que la vida de un miembro inocente de la comunidad dependía de que los capturáramos, y me pareció que los ciudadanos corrían más peligro si los dejábamos escapar, razón por la cual tomé la decisión de no perderles la pista.
– ¿A pesar de que eso acabara con sus vidas? -siguió la periodista.
Su tono le enfureció y tuvo que contener el fuerte impulso de insultarla, de decirle que los dos muertos eran unos monstruos, que al haberse ahogado en un río turbio se hacía más justicia con las personas a las que habían engañado y hecho daño, con las que habían matado; era mejor que sentenciarlos a una condena patética dictada por un juez liberal de gran corazón. Pero también debía andarse con mucho cuidado y no dar a la multitud allí congregada algo que pudieran tergiversar y convertir en un titular sensacionalista.
– La investigación judicial establecerá la causa de la muerte a su debido tiempo -dijo Grace, mucho más tranquilo de lo que se sentía.
Su respuesta provocó un murmullo de enfado, un aluvión de manos levantadas y unas treinta preguntas formuladas a la vez. Mirando el reloj, aliviado al ver que el minutero había avanzado, se mantuvo firme.
– Lo siento -dijo-, hoy no hay tiempo para más.
De vuelta en su pequeño despacho casi nuevo, en el enorme edificio art déco de dos plantas, recientemente reformado, que se había construido en la década de los cincuenta como hospital para enfermedades contagiosas y que ahora albergaba la central del Departamento de Investigación Criminal de Sussex, Grace se sentó en su silla giratoria. Como casi todo el mobiliario de la sala, estaba recién salida de su envoltorio y aún no estaba familiarizado ni se sentía cómodo allí.
Se movió en la silla un momento, jugueteó con las palancas, pero seguía sin estar cómodo. Le gustaba mucho más su antiguo despacho en la comisaría de policía de Brighton. La habitación era mayor, los muebles viejos, pero se encontraba en el centro de la ciudad y había mucha actividad. Estas nuevas instalaciones se hallaban en un polígono industrial a las afueras de la ciudad y eran frías e impersonales. Kilómetros de pasillos largos, silenciosos, recién enmoquetados y pintados, despacho tras despacho llenos de muebles nuevos ¡y sin cafetería! No se podía conseguir una taza de té en ningún lado, a menos que te la prepararas tú mismo o la compraras en una puta máquina expendedora. No se podía conseguir un sándwich, había que caminar hasta el hipermercado Asda que había al otro lado de la carretera. Bravo por las comisiones de diseñadores.