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Durante un momento, contempló con cariño su preciada colección de tres docenas de mecheros clásicos agrupados en una repisa que había entre su mesa y la ventana, y pensó que hacía semanas que su trabajo le impedía llevar a cabo uno de sus pasatiempos preferidos, algo que compartía con su mujer, Sandy y en lo que ahora encontraba un gran consuelo: recorrer los mercadillos de antigüedades y los maleteros de los coches en busca de viejos chismes.

Dominando la pared que tenía detrás, estaba el gran reloj redondo de madera que había formado parte del atrezo de la comisaría de ficción de The Bill que Sandy había comprado en tiempos más felices en una subasta, para su vigésimo sexto cumpleaños.

Debajo, montada en cristal, había una trucha marrón de tres kilos trescientos gramos que había adquirido en un puesto de Portobello Road. El lugar que ocupaba debajo del reloj no era casuaclass="underline" le permitía utilizar un chiste viejo y manido cuando instruía a los nuevos detectives sobre la paciencia y los peces gordos.

El resto del espacio lo ocupaban un televisor y un vídeo, una mesa redonda, cuatro sillas y pilas de papeles sueltos, su bolsa de deporte con su equipamiento para la escena del crimen y pequeñas montañas de carpetas.

Cada carpeta en el suelo correspondía a un asesinato sin resolver. Se quedó mirando un sobre verde, una de cuyas esquinas estaba oscurecida por pelusilla de la alfombra. Representaba una pila de unas veinte cajas de carpetas amontonadas en un despacho, o rebosando de un armario, o encerradas, cogiendo polvo, en un garaje húmedo de la policía en una comisaría de la zona donde había tenido lugar el homicidio. Era el caso sin resolver de un veterinario gay llamado Richard Ventnor, asesinado a palos en su consulta hacía doce años.

Contenía fotografías de la escena del crimen, informes forenses, bolsas de pruebas, declaraciones de testigos, transcripciones; todo separado en fajos ordenados y atados con lazos de colores. Formaba parte de su competencia actual, hurgar en los asesinatos sin resolver del condado, actuar de enlace con la división del Departamento de Investigación Criminal donde había tenido lugar el delito, en busca de algo que hubiera podido cambiar con el transcurso de los años que pudiera justificar reabrir el caso.

Se sabía la mayoría del contenido de cada carpeta al pie de la letra: una ventaja de la memoria que lo había llevado a superar examen tras examen tanto en el colegio como en el cuerpo de policía. Para él, cada fajo representaba algo más que el fin trágico de una vida humana y que un asesino siguiera en libertad. Simbolizaba algo muy próximo a su propio corazón. Implicaba que una familia había sido incapaz de enterrar su pasado porque quedaba un misterio por resolver, porque no se había hecho justicia. Y sabía que como algunas de estas carpetas tenían más de treinta años, seguramente él era la última esperanza que les quedaba a las víctimas y a sus familiares. Ahora mismo, sólo había un caso en el que estuviera progresando realmente: el de Tommy Lytle.

Tommy Lytle era el caso sin resolver más antiguo de Grace. Cuando tenía once años, hacía ahora veintisiete, Tommy había salido del colegio una tarde de febrero, en dirección a su casa. Nadie había vuelto a verlo. En su momento, la única pista que se tuvo fue una furgoneta Morris, vista por un testigo que había tenido el aplomo de anotar la matrícula, pero no había podido relacionarse con la desaparición al propietario, un bicho raro y solitario con un historial de delitos sexuales contra menores. Y ahora, hacía dos meses, por pura coincidencia, la furgoneta había aparecido en el radar de Grace cuando la policía paró al propietario actual del vehículo, un entusiasta de los coches clásicos, por conducir borracho.

Los avances de la ciencia forense en veintisiete años eran mayúsculos. Con las modernas pruebas de ADN, los científicos forenses de la policía alardeaban, no sin razón, de que si un ser humano había estado alguna vez en una habitación, por muchos años que hubieran pasado, y si se les daba tiempo, podían encontrar las pruebas que lo demostrarían. Tan sólo una célula epidérmica que hubiera escapado a la aspiradora, o un cabello, o una fibra de tejido. Quizás algo cien veces más pequeño que la cabeza de un alfiler. Habría un rastro.

Y ahora tenían la furgoneta.

Y el sospechoso original seguía vivo.

Los forenses habían examinado la furgoneta con microscopios, pero, de momento, como concluía un informe decepcionante del laboratorio que Grace había leído la noche anterior, no habían encontrado nada que relacionara la furgoneta con el desaparecido. El equipo forense de la escena del crimen había encontrado un cabello humano, pero el ADN no coincidía.

No obstante, hallarían algo en esa maldita furgoneta, Grace estaba decidido, aunque tuviera que inspeccionar el vehículo milímetro a milímetro él mismo con unas pinzas.

Bebió un sorbo de su botella de agua mineral e hizo una mueca al notar el sabor -o la falta de sabor-, la pura insipidez, ligeramente metálica, del líquido que bebía para intentar deshacerse del habitual galón de café que ingería al día. Luego, enroscó el tapón y se quedó mirando las nubes de lluvia que estaban formándose, compactas como el sebo, suspendidas sobre el bloque gris del tejado del Asda que había al otro lado de la calle y que ocupaba gran parte de la vista. Pensaba en mañana.

Mañana era jueves y tenía una cita -no como la última cita a ciegas desastrosa con una psicópata, concertada a través de una agencia de Internet-, sino una cita real con una mujer hermosa. Estaba deseándolo y a la vez nervioso. Estaba inquieto por qué ponerse, adonde llevarla, por si tendría suficiente que decirle.

Y estaba preocupado por Sandy, por lo que pensaría sobre que saliera con otra mujer. Sabía que era absurdo tener aquellos pensamientos después de casi nueve años, pero no podía evitarlo. Igual que tampoco podía evitar preguntarse, casi a cada momento de su vida, dónde estaba, qué le había sucedido. Si estaba viva o muerta.

Cogió la botella de Evian y bebió otro trago, después miró, por encima de los fajos de papeles descontrolados que tenía sobre la mesa, a la pantalla del ordenador y, luego, bajó la vista al fajo de periódicos de aquella mañana. El titular del que estaba encima del todo, el rotativo local Argus, le gritó: «Dos muertos en persecución policial».

Tiró los periódicos al suelo y repasó el último aluvión de mensajes de correo electrónico. Aún intentaba cogerle el tranquillo al nuevo software Vantage para el sistema informático del cuerpo, que era mucho más fácil de utilizar que el Green-Screen al que había sustituido. Grace se sentó frente al ordenador del registro de incidentes para ver qué había ocurrido durante la noche, algo que normalmente habría hecho a primera hora, pero hoy había tenido que preparar la rueda de prensa.

No había nada fuera de lo normal, sólo los residuos de siempre de una noche y una mañana de mediados de semana en Brighton. Un puñado de atracos, allanamientos, robos de coches, un asalto a una tienda de ultramarinos que abría toda la noche, una pelea en un pub, una discusión doméstica, unos cuantos accidentes de coche -sin víctimas mortales-, un aviso en una tierra de labranza cerca de Peacehaven para investigar un objeto sospechoso. Ningún incidente grave, ningún delito importante, nada que captara su interés.

Bien. Apenas había estado en el despacho la semana anterior, aparte de unas horas que había tenido que dedicar a preparar el juicio contra un maleante de la ciudad, y necesitaba unos días para ponerse al día con el papeleo.

Sincronizó su Blackberry con el ordenador y consultó la agenda. Aún estaba despejada. Eleanor Hodgson, su secretaria -o ayudante de apoyo a la gestión, como dictaba ahora la corrección política-, había cancelado todas sus citas para dejar que se concentrara en su caso y en el juicio. Pero sabía, para su pesar, que pronto se le llenaría bastante la agenda.

Casi de inmediato llamaron a la puerta, que se abrió. Eleanor entró. Correcta y nerviosa, de cincuenta y tantos años, parecía la típica inglesa que Grace imaginaba que podía encontrarse tomando el té en casa del párroco, y no es que él hubiera ido alguna vez. Después de tres años trabajando para él, Eleanor seguía siendo indefectiblemente cortés y un poco formal, como si le diera miedo molestarle, aunque a Grace no se le ocurría por qué.