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La linterna cayó al suelo. Tom sólo pudo ver al hombre tambaleándose hacia atrás y agarrándose la cara. ¡Tenía que abalanzarse sobre él! ¡Tenía que cogerle antes de que se alejara demasiado!

Tenía que hacerlo.

Tom atacó, lanzándose hacia delante a modo de bloqueo de rugby, consciente de que debía de haber ácido en el suelo, pero ya no le importaba. Era su única oportunidad. De algún modo, con los brazos casi desencajados, consiguió agarrar al hombre por el tobillo derecho justo antes de que la cadena se tensara y lo detuviera con una sacudida. Luego, con una fuerza que ni él mismo sabía que tenía, tiró del tobillo hacia él.

El hombre cayó de espaldas, retorciéndose, gritando, dando alaridos lastimosamente, agarrándose la cara con las manos. Kellie también chillaba.

– ¡Tom! ¡Tom! ¡Tom!

– ¡¡¡Socorro!!! -gritó el ruso-. ¡¡¡Socorro, socorro, socorro, por favor, socorro!!! Luego, se puso a gritar desesperadamente, agarrándose la cara y retorciéndose al mismo tiempo, intentando zafarse de Tom.

El hombre había ido a buscarlos, lo cual, comprendió Tom, implicaba que tenía que llevar encima las llaves de los grilletes. Cogió la linterna y, con todas sus fuerzas, golpeó con ella al hombre en la cabeza. Se oyó un tintineo de cristales y la luz se apagó. El hombre dejó de gritar, de moverse, y, por un instante, el único sonido que se oyó en la habitación fue el espantoso silbido que salía de la cabeza del hombre, acompañado por un olor nuevo, un hedor repugnante a carne y pelo quemados. A Tom le dieron arcadas; el ácido parecía llenar el aire con una bruma cáustica invisible. Oyó que Kellie también tosía.

Encontró la Palm, la encendió y hurgó en los bolsillos del hombre. Casi de inmediato, encontró una cadenita con sólo dos llaves y la sacó. Se levantó, temblando de horror y de miedo, sin saber si en cualquier momento iba a aparecer alguien. Se arrodilló y utilizó la luz de la Palm para encontrar el ojo de la cerradura. Pero le temblaba tanto la mano que no conseguía introducirla.

«¡Dios mío, vamos, por favor!»

Por fin la metió…, pero no giraba. Se dio cuenta de que debía de ser la otra. Sin saber cómo, consiguió introducir la segunda llave al primer intento; la giró. La cerradura se abrió y unos segundos después se dirigía renqueante hacia Kellie. Ahora le escocían muchísimo las manos, pero no tenía tiempo de pensar en eso.

Se agachó a su lado y le dio un beso.

– Te quiero -le susurró.

Kellie lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos, casi paralizada por la escena que acababa de vivir. Abrió la cerradura de su grillete, luego empezó a deshacer el nudo fuerte de la cuerda que le ataba las piernas. Le temblaban las manos otra vez; el nudo estaba muy fuerte, muy, muy fuerte, joder. No cedía. Volvió a intentarlo. Y otra vez más.

– ¿Estás bien, cariño?

Kellie no dijo nada.

– ¿Cariño?

Nada.

Luego, en un tono que provocó que un escalofrío recorriera cada centímetro de su piel, Kellie dijo en voz baja:

– Tom, está entrando alguien.

Alzó la vista. Directamente hacia la luz procedente de la puerta. Entonces oyó la voz increpante del estadounidense obeso.

– Es usted estúpido, señor Bryce. Muy tonto, sí.

La luz se alejó de la cara de Tom y recorrió la habitación. Dentro de unos segundos, encontraría al ruso en el suelo. Tom, con los nervios de punta, tomó una decisión rápida; no tenía ni idea de cuál sería el resultado, pero no podía ser peor que esperar aquí, agachado, a que se acercara el estadounidense.

Se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta, en dirección al hombre de la camisa morada. Simplemente corrió, con la cabeza gacha, gritando a voz en cuello:

– ¡¡¡Cabrón de mierda!!!

Apenas vio que el hombre intentaba sacar algo de su bolsillo. Algo negro, metálico. Una pistola.

Luego, corriendo como un poseso, dio un cabezazo al americano en la tripa. Fue como golpear un cojín enorme. Escuchó un grito ahogado, notó un dolor intenso y vibrante en el cuello; le siguió un momento de oscuridad. El americano se desplomó hacia atrás, Tom cayó con él y aterrizó en el suelo con la cabeza entre las piernas del hombre.

Entonces, una mano le agarró del cuello por detrás, una mano fría y dura que parecía más una tenaza metálica que carne humana. Le soltó el cuello y una milésima de segundo después lo agarró del pelo, le levantó la cabeza, y Tom sintió un dolor atroz. Luego, lo puso boca arriba, le presionó la nuca contra el suelo y lo inmovilizó.

Tom levantó la vista y se encontró con el cañón corto y grueso de una pistola y la mirada glacial que había detrás.

El hombre era bajo, fornido, musculoso y tenía el pelo rubio de punta engominado y los brazos llenos de tatuajes. Llevaba una camiseta blanca, un medallón de oro colgado de una cadena que casi tocaba la cara de Tom, y olía a sudor. Mientras lo miraba inexpresivo, mascaba chicle, aplastándolo con unos incisivos pequeños y muy blancos que a Tom le recordaron a los de una piraña.

El americano se levantó tambaleándose.

– ¿Quieres yo matar?

– No -dijo el americano jadeando, resoplando y respirando con dificultad.

– Oh, no. No vamos a ponérselo tan fácil…

De repente, Tom oyó un alboroto a lo lejos.

– ¡¡Policía!! ¡¡Tire el arma!! -gritó una voz de hombre.

Tom notó que le soltaban el pelo. Vio que su agresor se giraba horrorizado, luego, sin dudarlo un instante, levantaba el arma y disparaba varias veces seguidas. El ruido era ensordecedor; a Tom se le taponaron los oídos un momento; el hedor a cordita le llenó la nariz. Luego, su agresor y el americano se esfumaron.

Al cabo de un instante, oyó una voz distinta, inglesa.

– Me han dado. ¡Dios mío, joder, me han dado!

Capítulo 86

Tras salir del gran ascensor, Grace cruzó una puerta entreabierta en la que había un cartel grande de advertencia amarillo y negro: «llevar ropa protectora pasado este punto». Glenn Branson, que salió primero del ascensor, dobló una esquina y Grace le oyó gritar:

– ¡¡Policía!! ¡¡Tire el arma!!

Al cabo de unos momentos, oyó cinco disparos seguidos. Entonces, Glenn chilló.

Al doblar la esquina, vio a su compañero en el suelo, agarrándose la tripa, las manos manchadas de sangre, los ojos en blanco.

– Soy el comisario Grace. ¡Tenemos un hombre herido! -gritó por radio-. ¡Necesitamos una ambulancia! Que entre la unidad de tiradores. Y todas las demás unidades.

Se detuvo, debatiéndose por un instante entre quedarse con su compañero o salir tras el responsable de aquello. En el exterior del edificio esperaban dos furgonetas de agentes uniformados, un equipo de asalto del Departamento de Operaciones Policiales, un equipo de antidisturbios con escudos y balas de goma, además de un equipo de tiradores.

Se volvió hacia Nick Nicholl y Norman Potting, que estaban justo detrás de él.

– ¡Norman! -gritó-. ¡Quédate con Glenn!

Entonces salió corriendo. Delante vio que se cerraba una puerta pesada metálica: «Salida de emergencia». La cruzó, luego subió por una escalera de piedra, saltando los peldaños de dos en dos. Oía a Nicholl corriendo detrás de él. Dobló una esquina. Luego otra.

Al girar la siguiente, vio al hombre de la camiseta y los vaqueros y el pelo de punta que Derry Blane del Departamento de Huellas había identificado como Mik Luvic.

– ¡¡Policía!! ¡¡Deténgase!! -gritó Grace.

El hombre se detuvo, se dio la vuelta y le apuntó con lo que parecía una pistola. Grace, que se pegó a la pared y frenó a Nick Nicholl con el brazo, vio un fogonazo, oyó un silbido y luego notó que unos fragmentos de polvo de cemento le golpeaban la cara. El hombre desapareció.

Grace esperó unos segundos, luego subió corriendo las escaleras, totalmente ajeno al peligro, sólo estaba enfadado, y decidido a coger a ese cabrón, a cogerle y a destrozarle con sus propias manos. Dobló otra esquina y se detuvo. Ni rastro de Luvic. Subió otro tramo de escaleras, con el corazón desbocado, y dobló otra esquina. Volvió a detenerse, avanzando con cautela. Seguía sin haber rastro de él.