Tenían que estar cerca del último piso.
Subió más escaleras y dobló otra esquina. Más escaleras. Otra esquina. Luego, vio que se cerraba una puerta metálica delante de ellos con un gran cartel rojo que decía «Salida». Jadeando, Grace aceleró el paso, hacia la puerta, luego se volvió hacia Nicholl.
– Cuidado.
El joven detective asintió.
Oyeron el rugido de un motor, el tableteo de los rotores. El helicóptero que había visto en el tejado, comprendió Grace.
Empujó la puerta para abrirla. Un hombre muy obeso, con coleta, a quien reconoció de inmediato como Carl Venner por la fotografía que Derry Blane había conseguido, estaba en el asiento del piloto del helicóptero negro. Era un aparato pequeño, un Robinson de cuatro plazas. Luvic estaba desatando de un amarradero metálico una cuerda sujeta a uno de los patines de aterrizaje del helicóptero.
– ¡¡Alto!! ¡¡Policía!! -gritó Grace abriendo la puerta de golpe.
El albanés levantó la pistola. Grace se lanzó al suelo al ver el fogonazo. Soplaba un viento fuerte, más impetuoso aún por la corriente descendente de las palas del rotor. Protegiéndose del viento y de la pistola del albanés detrás de una estructura que tenía al lado, la parte superior de la caja del ascensor -imaginó Grace-, oyó un crujido cerca de su oreja.
Había contado siete disparos. ¿Cuántos quedarían en el cargador?
La cuerda se soltó del amarradero. Luvic corrió hacia el otro lado del helicóptero. Grace se volvió hacia Nicholl y gritó:
– ¡Quédate ahí!
Entonces empezó a arrastrarse por el suelo, buscando a su alrededor con la mirada algo que pudiera utilizar como arma. A poca distancia, a su derecha, vio varias bolsas de cemento y una pila de ladrillos. Pelo Pincho estaba desatando la segunda cuerda. Grace se puso de rodillas y se lanzó a por él.
Luvic levantó el arma. Grace se echó a un lado justo al ver el fogonazo, deseando con todas sus fuerzas haber tenido la sensatez de ponerse un chaleco antibalas. Al cabo de un instante, oyó el estallido de la pistola. El hombre volvió a apretar el gatillo.
Esta vez no pasó nada.
Grace se abalanzó sobre él. Lo siguiente que vio fueron los pies del albanés volando hacia él. Le alcanzaron de lleno debajo de la barbilla. Grace salió catapultado y cayó de espaldas en el suelo de brea del tejado, sin respiración y aturdido.
Oyó que el rugido del motor aumentaba. Rodó por el suelo, parpadeando, todavía un poco confuso, y vio los tejados, la chimenea alta de lo que había sido la central eléctrica de Shoreham en la distancia. Sintió que el viento arreciaba. Luvic había subido a bordo. Los patines de aterrizaje se habían levantado del tejado.
Desesperado, se lanzó a la pila de ladrillos. Entonces, vio el poste de un andamio al lado. Lo cogió y lo arrojó con todas sus fuerzas. El poste dibujó un arco hacia el rotor de cola.
Por un instante, pareció volar por el aire a cámara lenta. Creía que lo había lanzado desviado. Pero, para su asombro, dio en el blanco, justo en pleno rotor.
Se oyó un chirrido metálico y hubo una lluvia de chispas. El helicóptero dio un bandazo.
Entonces pensó que, al fin y al cabo, había fracasado, porque el aparato se levantó bruscamente varios metros en el aire, antes de comenzar a girar, de repente, sobre su propio eje. Grace vio que el rotor de cola había desaparecido.
El helicóptero giró una vez, dos y, luego, vertiginosamente, una tercera. Viró directamente hacia él, el motor chillando, y tuvo que pegarse al suelo para evitar que los patines de aterrizaje le golpearan. El viento amenazaba con arrancarle la chaqueta de la espalda y el pelo de la cabeza. Grace oyó un estrépito fortísimo y, al momento siguiente, le llovieron trozos de metal y mampostería cuando el helicóptero chocó contra el lateral de la caja del ascensor. Como un escarabajo enorme enloquecido por un insecticida, el aparato se inclinó, casi de lado, y parte de una de las principales palas del rotor repiqueteó a unos centímetros de Grace, que rodó sobre sí mismo hacia un lado para quitarse de en medio.
Alcanzó a ver a Venner con su camisa morada en los controles, vio el miedo en su rostro mientras maniobraba, vio la cara de Luvic, pálido y paralizado por el horror.
El helicóptero cayó de lado y realizó un giro completo, seguido de otro, en dirección al borde del tejado. A Grace le recordó uno de esos juguetes baratos que vendían los vendedores ambulantes de Brighton con un peso dentro y que giraban una y otra vez, propulsados por su propio impulso.
Y, de repente, percibió un olor a carburante de aviación en el aire.
El aparato siniestrado se estrelló contra la caja del ascensor por segunda vez, volcó, el motor seguía funcionando, hasta que la cabina quedó colgando del borde del tejado. Lo único que impidió que cayera al vacío fue que la cola se quedó enganchada a la base de la estructura.
El motor se paró.
Grace se puso en pie con dificultad y corrió hacia el aparato.
El helicóptero estaba tambaleándose, columpiándose en el borde. Luvic estaba inconsciente, boca abajo contra el cristal de la cabina. Venner maniobraba, también boca abajo, suspendido en su arnés. El helicóptero caería en cualquier momento.
– ¡Ayúdame! -imploró el hombre de la coleta, sacando una mano por la puerta, que estaba abierta y balanceándose-. Por favor, por el amor de Dios, ¡ayúdame, hombre!
Grace, a quien no le gustaban las alturas, se arrodilló y miró el aparcamiento abajo en la distancia. El viento amenazaba con despeñarle. Agarró al hombre por la muñeca, grasienta y gruesa como un jamón.
El helicóptero dio un bandazo. El hedor a combustible era terrible. Grace notó que algo se le clavaba en la mano. Era el reloj de muñeca del hombre. Agarró la carne rechoncha justo por encima y se encontró con los ojos minúsculos, aterrorizados del hombre, mirándolo. Suplicándole.
– ¡Ayúdame! ¡Sácame de aquí! -El medallón le colgaba por encima de la cabeza.
El helicóptero dio otro bandazo. Grace salió impulsado hacia delante. Unos centímetros más y caería al vacío. Se dio cuenta de qué tenía que hacer.
– ¡El cinturón! ¡Desabróchese el cinturón!
El pánico no dejaba pensar al hombre.
– ¡Ayúdame! -chilló.
– ¡¡¡Desabróchese el puto cinturón!!! -le gritó Grace.
Hubo un chirrido. El helicóptero dio otro bandazo hacia delante. Iba a caer. Sólo quedaban unos segundos.
– ¡¡¡Desabróchese el cinturón, el arnés!!!
De repente, Grace notó que el brazo casi se le desencajaba. Se agarró con todas sus fuerzas, pero no servía de nada. Siguió agarrado. Agarrado.
Agarrado.
Vio esos ojos diminutos, desesperados, una vez más.
Entonces, vio a Nick Nicholl a su lado, alcanzando el interior del helicóptero. Grace oyó un tenue clic. Luego, como en un sueño, el helicóptero cayó del revés, alejándose de él. Como un juguete enorme. Hasta que chocó contra el suelo, aterrizando en los techos de un Mercedes negro y un pequeño Fiat blanco. Casi al instante, se levantó una enorme bola de fuego.
El peso muerto de Venner, retorciéndose y petrificado, quedó suspendido debajo de él, colgado del tejado, sostenido sólo por las manos de Grace y Nicholl que lo agarraban de las muñecas, la correa metálica del reloj de Venner se le clavaba dolorosamente en la mano.
Venner soltó un gemido largo y ahogado. El calor quemaba la cara de Grace. Venner se estaba escurriendo. Tenía que sujetarle. Quería a ese asqueroso vivo; la muerte era algo demasiado bueno para él. De algún modo, no sabía de dónde, sacó fuerzas; Nicholl pareció encontrarlas también, al mismo tiempo. Y al momento siguiente, como un pez enorme y fofo, subieron al hombre gordo de la coleta por el borde del tejado y lo pusieron a salvo.