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– ¿Y si hiciera más frío de lo normal, qué dirían? -preguntó Brunetti.

– Oh, dirían lo mismo, que era señal de que tendríamos un invierno malo -respondió ella, imperturbable. Los dos eran venecianos y comprendían el sentido de aquella aparente contradicción.

– Somos un pueblo pesimista, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

– Tuvimos un imperio. Ahora… -dijo ella repitiendo el ademán que abarcaba la Basílica, el campanile y, debajo, Sansovino's Loggetta-, lo único que tenemos es esta Disneylandia. Creo que eso justifica el pesimismo.

Brunetti asintió, pero no dijo nada. No estaba de acuerdo. Eran momentos que se daban muy de tarde en tarde, pero para él las glorias de la ciudad aún pervivían.

Se despidieron al pie del campanile, y ella se fue a casa de su paciente, que vivía en Campo della Guerra y él, hacia Rialto, a casa, a almorzar.

8

Aún estaban las tiendas abiertas cuando Brunetti llegó a su barrio, entró en la tienda de comestibles de la esquina y compró cuatro botellas de agua mineral en envase de vidrio. En un momento de debilidad y conciencia ecologista había accedido a secundar el boicot familiar a los envases de plástico y, al igual que su esposa e hijos -eso había que concedérselo-, había adquirido la costumbre de entrar en la tienda cada vez que pasaba por delante, a comprar unas cuantas botellas. A veces se preguntaba si el resto de la familia se bañaba en agua mineral a espaldas suyas, por la rapidez con que desaparecía.

Al llegar al cuarto piso dejó la bolsa de las botellas en el último escalón y sacó las llaves. Dentro se oía el boletín de noticias de la radio, que seguramente hablaba a un ávido auditorio acerca del caso Trevisan. Abrió la puerta, introdujo las botellas y cerró. Sonaba en la cocina una voz monótona: «… niega todos los cargos presentados contra él e invoca veinte años de leales servicios prestados al partido cristianodemócrata en prueba de su dedicación a la justicia. Desde su celda de la prisión Regina Coeli, no obstante, Renato Mustacci, confeso asesino de la Mafia, mantiene que seguía órdenes del senador cuando él y otros dos hombres mataron a tiros al juez Filippo Preside y a su esposa, en Palermo, en mayo del año pasado».

El solemne sonsonete del locutor fue seguido por una canción que anunciaba un detergente, sobre la que se oyó la voz de Paola, que hablaba consigo misma, con frecuencia, su interlocutora predilecta.

– Cerdo asqueroso, embustero como todos los de su calaña. Dedicación a la justicia. Dedicación a la justicia… -Siguió uno de los más contundentes epítetos del idioma que, curiosamente, su esposa solía utilizar únicamente cuando hablaba sola. Al oírle andar por el pasillo se volvió hacia él-: ¿Has oído, Guido? ¿Tú has oído eso? Los tres asesinos dicen que él les encargó que mataran al juez y él habla de su dedicación a la justicia. Tendrían que sacarlo a la plaza y colgarlo. Pero es parlamentario, y no se le puede tocar. Habría que encerrarlos a todos. Meter a todo el Parlamento en la cárcel. Así nos ahorraríamos tiempo y complicaciones.

Brunetti cruzó la cocina y se agachó para guardar las botellas en el armario bajo situado al lado del frigorífico. Sólo quedaba una de las cinco que había subido la víspera.

– ¿Qué hay para almorzar?

Ella dio un paso atrás y le apuntó al corazón con un índice acusador.

– La República se hunde y él sólo piensa en la comida -dijo dirigiéndose al oyente invisible que durante más de veinte años había sido mudo testigo de su matrimonio-. Guido, esos canallas nos destruirán a todos. Quizá ya nos han destruido. Y tú quieres saber qué hay para almorzar.

Brunetti reprimió el comentario de que una persona que usaba prendas de cachemir de Burlington Areade no era la más indicada para lanzar soflamas revolucionarias y sólo dijo:

– Dame de comer, Paola, para que pueda mantener mi propia dedicación a la justicia.

Esto bastó para recordar a Paola el caso Trevisan, que era lo que pretendía Brunetti, e inmediatamente abandonó sus diatribas políticas para preguntar con interés, apagando la radio:

– ¿Te lo han dado a ti?

Brunetti asintió mientras se ponía de pie.

– Él ha dicho que como ahora yo no tenía nada que hacer de particular, podía encargarme de eso. Le ha llamado el alcalde, así que no te cuento cómo está. -No había necesidad de especificar quién era «él».

Tal como Brunetti esperaba, Paola olvidó momentáneamente todas sus consideraciones sobre la justicia y la ética política.

– La noticia que he leído sólo decía muerto por disparos. En el tren de Turín.

– Llevaba billete de Padua. Estamos tratando de averiguar qué había ido a hacer allí.

– ¿Una mujer?

– Quizá. Aún es pronto para hacer conjeturas. ¿Qué hay para almorzar?

– Pasta fagioli y cotoletta.

– ¿Ensalada?

– Guido -dijo ella frunciendo los labios y mirando al techo-, ¿puedes decirme cuándo no hay ensalada con las chuletas?

En lugar de contestar, él preguntó a su vez:

– ¿Queda todavía dolcetto de aquel tan bueno?

– No sé. Abrimos una botella la semana pasada.

Él musitó algo entre dientes y volvió a arrodillarse delante del armario bajo. Detrás del agua mineral había tres botellas de vino, pero todo, blanco. Al levantarse de nuevo, él preguntó:

– ¿Dónde está Chiara?

– En su cuarto. ¿Por qué?

– Quiero pedirle un favor.

Paola miró su reloj.

– Es la una menos cuarto, Guido. Las tiendas estarán cerradas.

– Puede ir a Do Mori. No cierran hasta la una.

– ¿Vas a pedirle que vaya hasta allí sólo para que te traiga una botella de dolcetto?

– Tres -dijo él saliendo de la cocina y alejándose por el pasillo en dirección a la habitación de Chiara. Llamó a la puerta y a su espalda oyó otra vez la radio.

– Avanti, papà -gritó Chiara.

Él abrió la puerta y entró en la habitación. La cama en la que su hija estaba echada tenía un dosel con volantes blancos. En el suelo había unos zapatos, una bolsa de libros y una chaqueta. Los postigos estaban abiertos y la luz de mediodía caía sobre los osos y otra fauna de trapo que compartían la cama con su dueña. Chiara se apartó de los ojos un mechón de pelo rubio ceniza y le dedicó una sonrisa que rivalizaba con la luz que entraba por la ventana.

– Ciao, dolcezza -dijo él al entrar.

– Llegas temprano, papá.

– No, justo a tiempo. ¿Estabas leyendo?

Ella asintió mirando otra vez el libro.

– Chiara, ¿querrías hacerme un favor?

Ella observó a su padre por encima del libro.

– Di, Chiara.

– ¿Adónde? -preguntó ella.

– A Do Mori.

– ¿Qué es lo que se nos ha acabado?

– Dolcetto.

– Oh, papá, ¿por qué no bebes otra cosa con el almuerzo?

– Porque quiero dolcetto, tesoro.

– Voy si me acompañas.

– Para eso, voy solo.

– Pues ve, papá.

– Es que no quiero ir, Chiara. Por eso te pido que vayas tú.

– ¿Por qué tengo que ir yo?

– Porque yo trabajo mucho para manteneros a todos.

– Mamma también trabaja.

– Sí, pero con mi dinero pagamos la casa y las cosas de la casa.

Ella dejó el libro abierto boca abajo encima de la cama.

– Mamma dice que eso es chantaje capitalista, y que cuando lo utilizas no tengo que ceder.

– Chiara -dijo él en voz muy baja-, tu madre es una agitadora subversiva resentida.