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En lo alto de la escalera había una puerta abierta y, en el vano, un hombre de cabello gris con un abdomen considerable, sabiamente disimulado por el buen corte del traje. Cuando Brunetti llegaba a lo alto de la escalera, el hombre preguntó, sin ofrecerle la mano:

– ¿El comisario Brunetti?

– Sí. ¿El signor Lotto?

El hombre asintió, pero tampoco ahora le dio la mano.

– Pase. Mi hermana lo espera.

Aunque Brunetti llegaba tres minutos antes de la hora, el hombre hablaba como si hubiera hecho esperar a la viuda.

Las paredes de uno y otro lado del recibidor estaban cubiertas de espejo, lo que creaba la ilusión de que el pequeño espacio estaba lleno de duplicados de Brunetti y del hermano de la signora Trevisan. El reluciente suelo a cuadros blancos y negros hizo pensar a Brunetti que él y su reflejo se movían sobre un tablero de ajedrez y que el otro hombre era el adversario.

– Estoy muy agradecido a la signora Trevisan por haber accedido a recibirme -dijo Brunetti.

– Yo le aconsejé que no lo recibiera -dijo el hermano de la viuda hoscamente-. No debería ver a nadie. Esto es terrible. -La mirada que el hombre dirigió a Brunetti hizo que éste se preguntara si hablaba del asesinato o de la presencia de Brunetti en la casa mortuoria.

Cortando por delante de Brunetti, el hombre lo llevó por un pasillo y abrió una puerta a la izquierda. Resultaba difícil adivinar cuál era la utilidad de aquella habitación: no había libros ni televisor, sólo cuatro sillas, una en cada ángulo. Las dos ventanas tenían cortinas verde botella. Entre las dos, una mesa redonda con un jarrón de flores secas en el centro. Nada más, ningún indicio sobre el objeto o función de la pieza.

– Espere aquí -dijo Lotto saliendo de la habitación.

Brunetti se quedó quieto un momento, luego se acercó a una ventana y apartó la cortina. Frente a él estaba el Gran Canal, que relucía al sol y, a la izquierda, el Palazzo Darío. Las piezas doradas del mosaico que cubría su fachada reflejaban el reverbero de la luz en el agua, lo desmenuzaban y lo devolvían al canal. Pasaban embarcaciones y, con ellas, los minutos.

Brunetti oyó abrirse la puerta a su espalda y se volvió para saludar a la viuda Trevisan, pero la que había entrado en la habitación era una muchacha con una melena oscura hasta los hombros que, al ver a Brunetti junto a la ventana, salió tan aprisa como había entrado, cerrando la puerta. Unos minutos después volvió a abrirse la puerta, y entró una mujer de unos cuarenta años. Llevaba un sencillo vestido de lana negra y zapatos de tacón alto que la elevaban casi hasta la estatura de Brunetti. La forma de su rostro era igual a la del de su hija y el pelo, también hasta los hombros, tenía el mismo tono castaño, aunque con indicios de ayuda química. Sus ojos, muy separados como los de su hermano, tenían una expresión inteligente y un brillo más de curiosidad, pensó Brunetti, que de lágrimas.

La mujer cruzó hasta Brunetti y le tendió la mano.

– ¿Comisario Brunetti?

– Sí, signora. Siento que tengamos que conocernos en estas circunstancias. Le agradezco que haya accedido a recibirme.

– Deseo hacer cuanto pueda para ayudarle a encontrar al asesino de Carlo. -Tenía la voz suave y un ligero acento de Florencia. Miró en derredor, como sí viera la habitación por primera vez-. ¿Por qué le ha traído aquí Ubaldo? -preguntó y agregó volviéndose hacia la puerta-: Venga conmigo.

Brunetti la siguió al pasillo, donde ella giró hacia la derecha y abrió otra puerta. La habitación en la que entraron era mucho mayor que la primera y tenía tres ventanas, que daban a campo San Maurizio. Parecía un despacho o una biblioteca. La mujer lo llevó hacia dos mullidas butacas, se sentó en una y ofreció la otra a Brunetti con un ademán.

Brunetti se sentó, fue a cruzar las piernas, pero se dio cuenta de que la butaca era muy baja como para que resultara cómoda la postura. Apoyó los codos en los brazos y juntó las manos frente al estómago.

– ¿Qué desea saber, comisario? -preguntó la signora Trevisan.

– Me gustaría que me dijera si, durante las últimas semanas, o quizá meses, su marido parecía preocupado o nervioso, o si su conducta había cambiado de algún modo extraño.

Ella esperó hasta cerciorarse de que él había terminado la pregunta, luego reflexionó y dijo:

– No, que yo recuerde. Carlo estaba siempre muy absorbido por su trabajo. Con los cambios políticos de los últimos años y la apertura de nuevos mercados, estaba muy ocupado. Pero no, durante estos últimos meses no me ha parecido especialmente nervioso, no más de lo que normalmente justificaría su trabajo.

– ¿Le había hablado de algún caso en el que estuviera trabajando o quizá de algún cliente que le preocupara especialmente?

– No, nada de eso.

Brunetti esperaba.

– Tenía un cliente nuevo -dijo ella al fin-. Un danés que quería abrir un negocio de importación, quesos y mantequilla, según creo, y que tenía dificultades con las normas de la Unión Europea. Carlo estaba tratando de encontrar la forma de que él pudiera transportar su mercancía a través de Francia en lugar de Alemania. O quizá era al revés. Estaba muy atareado con esto, pero no disgustado.

– ¿Y en el bufete? ¿Cómo eran sus relaciones con sus empleados? ¿Normales? ¿Amistosas?

Ella juntó las manos en el regazo y se las contempló.

– Creo que sí. Desde luego, nunca dijo tener problemas con el personal. De haberlos tenido, estoy segura de que me lo hubiera dicho.

– ¿Es cierto que la firma era suya en su totalidad, que los otros abogados eran simples asalariados?

– ¿Cómo dice? -Ella le miraba ahora con extrañeza-. No entiendo la pregunta.

– ¿Los otros abogados participaban de los beneficios del bufete o eran empleados?

Ella levantó la mirada de las manos y la posó en Brunetti.

– Lo siento, pero no puedo responder a eso, dottor Brunetti. No sé casi nada de los asuntos profesionales de Carlo. Tendrá que hablar con su apoderado.

– ¿Y quién es el apoderado, signora?

– Ubaldo.

– ¿Su hermano?

– Sí.

– Comprendo -respondió Brunetti. Después de una pausa, prosiguió-: Me gustaría hacerle unas preguntas acerca de su vida personal, signora.

– ¿Nuestra vida personal? -repitió ella, como si nunca hubiera oído la expresión. En vista de que él no decía nada, la mujer movió la cabeza de arriba abajo, para indicarle que podía empezar.

– ¿Cuánto tiempo llevaban de matrimonio?

– Diecinueve años.

– ¿Cuántos hijos tiene, signora?

– Dos. Claudio, de diecisiete años y Francesca, de quince.

– ¿Van a la escuela en Venecia?

Ella le miró fijamente.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Yo tengo una hija de catorce años, Chiara, y he pensado que a lo mejor se conocen -respondió él con una sonrisa, para demostrar la inocencia de la pregunta.

– Claudio estudia en Suiza, pero Francesca está aquí, con nosotros, quiero decir conmigo -rectificó ella, pasándose la mano por la frente.

– ¿Diría usted que el suyo era un matrimonio feliz, signora?

– Sí -respondió ella inmediatamente, con mucha más rapidez de la que hubiera contestado Brunetti a esta misma pregunta, aunque hubiera dado la misma respuesta. De todos modos, ella no se extendió en explicaciones.

– ¿Podría decirme si tenía su marido amigos íntimos o socios?

Ella levantó la mirada, pero volvió a bajarla a sus manos.

– Nuestros amigos más íntimos son los Nogare, Mirto y Graziella. Él es arquitecto y viven en campo Sant'Angelo. Son los padrinos de Francesca. De socios no sé nada, tendrá que preguntar a Ubaldo.