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– ¿Otros amigos, signora?

– ¿Para qué necesita saber todo esto? -dijo ella levantando la voz con sequedad.

– Me gustaría saber más cosas de su marido, signora.

– ¿Por qué? -La pregunta saltó de su garganta, casi a pesar suyo.

– Mientras no sepa qué clase de persona era, no podré comprender por qué ha ocurrido esto.

– ¿Un robo? -preguntó ella, casi con sarcasmo.

– No fue robo, signora. Lo mataron deliberadamente.

– Nadie podía tener motivos para matar a Carlo -insistió ella. Brunetti, que había oído esto más veces de las que deseaba recordar, no dijo nada.

De pronto, la signora Trevisan se puso de pie.

– ¿Tiene usted más preguntas? Si no es así, me gustaría volver junto a mi hija.

Brunetti se levantó y extendió la mano.

– De nuevo, muchas gracias por haber accedido a hablar conmigo, signora. Comprendo el doloroso trance por el que atraviesan usted y su familia, y le deseo que encuentre el valor necesario para superarlo. -Aún no había acabado de hablar cuando comprendió que sus palabras eran los formulismos que se utilizan cuando no se percibe un dolor verdadero, como ocurría en este caso.

– Gracias, comisario -dijo ella imprimiendo en su mano un leve apretón y yendo hacia la puerta. La sostuvo abierta mientras él salía y lo acompañó al recibidor. Los otros miembros de la familia no daban señales de vida.

Brunetti saludó a la viuda con una inclinación de cabeza y empezó a bajar la escalera mientras a su espalda la puerta se cerraba con suavidad. Parecía extraño que, al cabo de casi veinte años de matrimonio, una mujer no supiera nada de los negocios del marido. Y más extraño todavía cuando su propio hermano era el apoderado. ¿De qué hablaban durante las comidas familiares? ¿De fútbol? Todas las personas que Brunetti conocía detestaban a los abogados. Brunetti detestaba a los abogados. Por lo tanto, no podía creer que un abogado no tuviera enemigos, especialmente si era famoso y rico. Al día siguiente hablaría de esto con Lotto, que quizá fuera más explícito que su hermana.

10

Mientras Brunetti estaba en el apartamento de Trevisan, el cielo se había encapotado y la tarde había refrescado. Por su reloj, aún no eran las seis, y hubiera tenido que volver a la questura, pero tomó el camino de su casa, por el puente de Accademia. Durante el trayecto entró en un bar y pidió un vasito de vino blanco. Tomó uno de los pretzels que había en la barra, pero al primer mordisco lo echó al cenicero. No era el vino mejor que el pretzel, por lo que también lo dejó y siguió hacia casa.

Mientras caminaba trataba de evocar la expresión que había visto en la cara de Francesca Trevisan cuando la muchacha había aparecido en el vano de la puerta, pero no recordaba más que unos ojos grandes, brillantes y secos. La muchacha se parecía a su madre tanto por el corte de sus facciones como por su fría resignación. No había pena en aquellos ojos sino sólo sorpresa. ¿Esperaba ver allí a otra persona?

¿Cómo reaccionaría Chiara si lo mataran a él? ¿Y Paola? ¿Sería capaz su mujer de contestar a un policía preguntas sobre su vida personal? Desde luego, Paola no podría decir, como la signora Trevisan, que ella no sabía nada de los asuntos profesionales de su difunto esposo. Esta pretendida ignorancia resultaba a Brunetti, más que chocante, inverosímil.

Cuando abrió la puerta de su casa, el radar afinado durante muchos años le dijo que no había nadie. Fue a la cocina, y vio la mesa cubierta de periódicos y lo que parecían los deberes de Chiara, hojas con números y signos matemáticos que no tenían ningún sentido para él. Tomó una de las hojas y contempló las largas series de cifras trazadas con la escritura inclinada y pulcra de su hija, que, si no le fallaba la memoria, desarrollaban una ecuación de segundo grado. ¿Cálculo? ¿Trigonometría? Las matemáticas nunca fueron su fuerte y, además, al cabo de tanto tiempo, casi no recordaba nada. No obstante, tenía que haberlas estudiado durante cuatro años.

Brunetti apartó los papeles de Chiara y repasó los diarios, en los que el asesinato de Trevisan competía por la atención con otro caso de soborno de otro senador. Habían transcurrido años desde que el juez Di Pietro había formulado la primera acusación formal, y los granujas seguían gobernando el país. Todas, o casi todas, las figuras políticas que habían ocupado los cargos de mayor responsabilidad desde que Brunetti era niño habían sido acusadas una y otra vez y hasta habían empezado a acusarse mutuamente, sin que ninguna llegara a ser juzgada y sentenciada, a pesar de haber vaciado las arcas del Estado. Hacía décadas que se llenaban los bolsillos, pero nada -ni la repulsa popular, ni un desbordamiento de indignación nacional- había podido apartarlos del poder. Volvió la página y vio las fotos de los dos peores, el chepa y el cerdo calvorota, y dobló el diario con asco y cansancio. Nada cambiaría. Brunetti sabía no pocas cosas de aquellos escándalos, sabía adonde había ido buena parte del dinero y sabía quién sería señalado con el dedo a continuación, pero también sabía con absoluta certeza que todo seguiría igual. Lampedusa estaba en lo cierto: tenía que parecer que todo cambiaba, para que todo siguiera igual. Habría elecciones, caras nuevas y nuevas promesas, pero la única diferencia sería que en las arcas se meterían otras manos.

Y en los discretos bancos privados de Suiza se abrirían otras cuentas.

Brunetti conocía bien -y casi temía- este estado de ánimo, esta convicción que a veces lo asaltaba de la futilidad de su trabajo. ¿Por qué preocuparse por meter en la cárcel a un revientapisos, si el que ha estafado miles de millones a la Sanidad nacional es nombrado embajador en el país al que ha estado desviando los fondos desde hace años? ¿Y qué sistema judicial podía imponer una multa a la persona que dejaba de pagar el impuesto por la radio del coche, si el fabricante de ese coche, que reconocía haber pagado miles de millones a los jefes de los sindicatos para que impidieran a sus afiliados pedir mejoras laborales, podía seguir en libertad? ¿Por qué arrestar a nadie por asesinato, o por qué preocuparse en buscar a la persona que había asesinado a Trevisan, si el que durante décadas había sido el político más relevante del país estaba acusado de ordenar el asesinato de los pocos jueces honrados que habían tenido el valor de investigar a la Mafia?

La llegada de Chiara interrumpió esta lúgubre reflexión. La niña cerró con un portazo y entró con mucho ruido y un montón de libros. Brunetti la vio meterse en su habitación, de donde salió a los pocos momentos sin los libros.

– Hola, ángel -la saludó-. ¿Te apetece comer algo? -Y cuándo no le apetecía, se preguntó el padre.

– Ciao, papà -respondió ella, que venía por el pasillo batallando con la manga de la chaqueta, que había vuelto del revés, en su empeño por liberar la mano, aprisionada en el puño. Él observó cómo su hija tiraba ahora de la manga rebelde con la otra mano. Desvió la mirada Un momento y al volverse de nuevo vio que la chaqueta estaba en el suelo y que Chiara se agachaba a recogerla.

La niña entró en la cocina y puso la mejilla para recibir el beso que él le daba. Fue a la nevera, la abrió, se agachó a mirar en su interior, metió una mano y sacó un paquete de queso. Se enderezó, tomó un cuchillo del cajón y cortó una gruesa loncha.

– ¿Pan? -preguntó su padre, bajando una bolsa de panecillos de encima del frigorífico. Ella asintió y le dio un trozo de queso a cambio de dos panecillos.

– Papá -empezó ella-, ¿a cuánto cobran la hora los policías?