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La palabra soez que musitó Della Corte denotaba claramente sus sentimientos hacia la oficina de impuestos, pero no delataba sentimiento alguno de compañerismo.

– Sí, al parecer era lo bastante bueno hasta para eso. Su lista de clientes haría enfermar de envidia a la mayoría de sus colegas.

– ¿Incluía a Medi-Tech? -preguntó Brunetti, nombrando a la mayor de las empresas implicadas en el escándalo de fijación de precios.

– No; al parecer, él no tenía nada que ver con sus tratos con el ministerio, y su trabajo para el presidente se circunscribía a su patrimonio personal.

– ¿Así que no estaba implicado en el escándalo? -preguntó Brunetti, cada vez más interesado.

– No que nosotros sepamos.

– ¿Alguna otra razón para…? -Brunetti buscaba la palabra adecuada-. ¿…su muerte?

Della Corte no contestó inmediatamente.

– No hemos encontrado nada. Estaba casado. Desde hacía treinta y siete años. Felizmente, al parecer. Cuatro hijos, todos ellos licenciados universitarios y ninguno, problemático.

– ¿Así pues, asesinato?

– Probablemente.

– ¿Lo dirá a los periódicos?

– No; por lo menos, hasta que podamos decirles algo más, a no ser que alguno descubra lo del informe del forense -respondió Della Corte, dando la impresión de que él podría impedir durante algún tiempo que tal cosa sucediera.

– ¿Y cuando se enteren? -Brunetti recelaba de la prensa y de las muchas libertades que se tomaba con la verdad.

– Ya me preocuparé cuando llegue el momento -dijo Della Corte ásperamente-. ¿Me tendrá informado si averigua algo en el bar?

– Por supuesto. ¿Puedo llamarle a la questura?

Della Corte le dio el número de la línea directa de su despacho.

– … y, Brunetti, si descubre algo, no dé la información a cualquier otra persona que pueda contestar al teléfono, ¿de acuerdo?

– Descuide -dijo Brunetti, aunque la petición no dejó de sorprenderle.

– Si volvemos a tropezamos con el nombre de Trevisan, le llamaré. Trate de descubrir si había alguna relación entre ellos. Un número de teléfono no es mucho.

Brunetti se mostró de acuerdo, pero era algo y, por lo que al caso Trevisan se refería, mucho más de lo que tenían ellos.

La despedida de Della Corte fue brusca, como si lo reclamaran asuntos más importantes.

Brunetti colgó el teléfono y se arrellanó en su sillón, tratando de adivinar qué relación podía existir entre un abogado de Venecia y un gestor de Padua. Uno y otro debían de moverse en los mismos círculos sociales y profesionales, por lo que nada tendría de particular que se conocieran ni que el teléfono de uno apareciera en la libreta del otro. Pero era curioso que estuviera anotado sin nombre y con la insólita compañía de dos teléfonos públicos y otros números de lugares desconocidos. Y más extraño todavía era que el número apareciera en la libreta de direcciones de un hombre que había sido asesinado la misma semana que Trevisan.

12

Brunetti llamó a la signorina Elettra para preguntar si la SIP había facilitado ya lista de todas las llamadas telefónicas de Trevisan durante los seis meses últimos que él había pedido, y ella le respondió que la lista estaba encima de la mesa del comisario desde la víspera. Él colgó y empezó a revolver papeles, apartando los informes de personal que había estado demorando revisar desde hacía dos semanas y una carta de un antiguo compañero de Nápoles, que temía leer porque sabía que lo deprimiría.

Allí estaba la lista de llamadas, treinta hojas de impresora en una carpeta. En la primera hoja sólo había llamadas de larga distancia, hechas desde el despacho y desde el domicilio. Los números estaban dispuestos en columnas, con el prefijo de la ciudad o el país correspondiente, la hora de la llamada, duración y, por último, el nombre de la ciudad o el país. Hojeó rápidamente las listas y vio que sólo indicaban las llamadas hechas desde aquellos teléfonos, no las recibidas. Quizá éstas no se habían solicitado o quizá la SIP tardaba más en localizarlas. O quizá se había inventado una nueva traba burocrática para el trámite de esta petición, que demoraba su llegada.

Brunetti repasó la columna de la derecha, correspondiente a las ciudades. En las primeras páginas, no se apreciaba una pauta pero, a partir de la cuarta, pudo observar que Trevisan -o quienquiera que utilizara sus teléfonos- llamaba a tres números de Bulgaria con cierta regularidad, por lo menos, dos o tres veces al mes. Otro tanto ocurría con números de Hungría y de Polonia. Recordó que Della Corte había mencionado el primero de estos países, pero no los otros. Intercaladas había llamadas a Holanda e Inglaterra, éstas, motivadas quizá por la especialidad profesional de Trevisan. La República Dominicana no aparecía en la lista, y las llamadas a Austria y Holanda, los otros países mencionados por Della Corte, no parecían frecuentes.

Brunetti ignoraba en qué medida podían despacharse por teléfono los asuntos de un bufete jurídico, por lo que no sabía si la lista que tenía delante reflejaba un número exagerado de llamadas.

Descolgó el teléfono y pidió a la centralita que le pusieran con el número que le había dado Della Corte. Cuando el otro policía contestó, Brunetti se identificó y pidió los números de Padua y de Mestre que figuraban en la libreta de Favero.

Cuando Della Corte se los hubo leído, Brunetti dijo:

– Tengo delante una lista de las llamadas de Trevisan, pero sólo las de larga distancia, así que los números de Mestre no saldrán. ¿Quiere esperar un momento, mientras compruebo si aparece el número de Padua?

– Pregúnteme si quiero morir en los brazos de una quinceañera y recibirá la misma respuesta.

Brunetti lo tomó por una afirmación y empezó a repasar la lista, deteniéndose cada vez que encontraba el 049, prefijo de Padua. Las tres primeras páginas no revelaron nada, pero en la quinta y de nuevo en la novena vio el número. Éste desaparecía temporalmente, para reaparecer en la página 14, tres veces la misma semana.

La respuesta de Della Corte cuando Brunetti le comunicó su hallazgo fue un gruñido.

– Creo que vale más que ponga a alguien en ese teléfono.

– Y yo enviaré a alguien al bar, a echar un vistazo -dijo Brunetti, ahora interesado, deseando saber qué clase de bar era y quién lo frecuentaba, pero deseando sobre todo conseguir una lista de las llamadas locales de Trevisan y ver si en ella aparecía el número del bar.

Los largos años de servicio y la dura experiencia habían destruido toda la fe que Brunetti pudiera haber tenido en la casualidad. No podía ser casualidad que dos hombres que habían sido asesinados con pocos días de diferencia conocieran un mismo número de teléfono. Aquel número de Padua significaba algo, aunque Brunetti no podía adivinar qué, y de pronto tuvo la convicción de que el número del bar de Mestre estaría en la lista de las llamadas locales de Trevisan.

Después de prometer a Della Corte que tan pronto como averiguara algo acerca del teléfono de Mestre se lo comunicaría, Brunetti soltó la tecla de la línea exterior de su aparato y marcó el número de la extensión de Vianello. Cuando el sargento contestó, Brunetti le pidió que subiera a su despacho.

Minutos después entraba Vianello.

– ¿Trevisan? -preguntó, mirando a Brunetti a los ojos con franca curiosidad.

– Sí. Acabo de recibir una llamada de la policía de Padua acerca de Favero.

– ¿El gestor que trabajaba para el ministro de Sanidad? -preguntó Vianello. Cuando Brunetti movió la cabeza afirmativamente, Vianello estalló con vehemencia-: ¡Todos tendrían que hacer eso!