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Brunetti lo miró con asombro.

– ¿Hacer qué?

– Matarse, todo ese hatajo de sinvergüenzas. -Con la misma brusquedad con que se había sulfurado, Vianello se calmó y se sentó en la silla situada frente al escritorio de Brunetti.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Brunetti.

Por toda respuesta, Vianello se encogió de hombros y agitó una mano frente a sí.

Brunetti aguardaba.

– Es el editorial del Corriere de esta mañana -explicó Vianello al fin.

– ¿Qué dice?

– Que hay que compadecer a esos pobres hombres, que se ven empujados a quitarse la vida por la vergüenza y el sufrimiento que se les impone, que los jueces deberían dejarles salir de la cárcel para que pudieran volver junto a sus familias. He olvidado el resto. Leer eso sólo ya me ha puesto enfermo. -Como Brunetti no dijera nada, Vianello prosiguió-: Cuando el que roba un bolso va a la cárcel, no leemos editoriales, por lo menos, en el Corriere, pidiendo la excarcelación o compasión para ellos. Y sólo Dios sabe los millones que han robado estos cerdos. Sus impuestos, comisario. Los míos. Miles y miles de millones. -Al darse cuenta de que estaba alzando la voz, Vianello repitió el ademán como si desechara su indignación, y preguntó moderando el tono-: ¿Qué hay de Favero?

– Que no se suicidó -dijo Brunetti.

La expresión facial de Vianello era de franca sorpresa.

– ¿Qué ocurrió? -preguntó, aparentemente olvidada ya su explosión.

– Tenía tantos barbitúricos en el cuerpo que no podía haber conducido.

– ¿Qué cantidad? -preguntó Vianello.

– Cuatro miligramos -y, antes de que Vianello le dijera que ésta no era una dosis fuerte, puntualizó-: De Rohipnol. -Vianello sabía, al igual que Brunetti, que cuatro miligramos de Rohipnol harían dormir durante un día y medio a cualquiera de ellos dos.

– ¿Qué relación hay con Trevisan? -preguntó Vianello.

Hacía tiempo que Vianello, al igual que Brunetti había dejado de creer en las coincidencias, y se mostró atento al dato de que ambas víctimas tenían anotado un mismo número de teléfono.

– ¿En la estación de Padua? -preguntó Vianello-. ¿Y un bar de Via Fagare?

– Sí. El bar Pinetta. ¿Lo conoce?

Vianello miró hacia un lado y luego asintió.

– Me parece que sí, si es el que imagino. ¿A la izquierda de la estación?

– Eso no lo sé -contestó Brunetti-. Dicen que está cerca de la estación, pero nunca había oído hablar de él.

– Sí, me parece que es el Pinetta.

Brunetti asintió y esperó a que Vianello continuara.

– Si es el que supongo, es bastante malo. Muchos norteafricanos, de esos del tú comprar que hay por todas partes. -Vianello se interrumpió, y Brunetti se preparó para oír un comentario despectivo sobre los vendedores callejeros que infestaban Venecia con sus bolsos Gucci de imitación y sus tallas africanas. Pero Vianello lo sorprendió al decir-: Pobres tipos.

Hacía tiempo que Brunetti había abandonado toda esperanza de descubrir coherencia política en sus conciudadanos, pero le pilló desprevenido la simpatía que manifestaba Vianello por aquellos vendedores sin licencia, generalmente los más despreciados de los cientos de miles de inmigrantes que inundaban Italia con la esperanza de recoger unas migajas de la riqueza del país. Sin embargo, Vianello, que no sólo votaba por la Lega Nord sino que afirmaba con convicción que había que dividir a Italia por el norte de Roma y, en sus momentos de mayor exaltación, incluso abogaba por la construcción de una muralla para detener a los bárbaros, es decir, los africanos, porque para él, al sur de Roma todos eran africanos, ese mismo Vianello los llamaba ahora «pobres tipos», y su compasión parecía sincera.

Aunque la observación desconcertó a Brunetti, éste prefería no hablar de eso ahora, y se limitó a preguntar:

– ¿Tenemos a alguien que pudiera ir allí por la noche?

– ¿Para hacer qué? -preguntó Vianello, no menos deseoso que Brunetti de eludir el otro tema.

– Tomar unas copas. Charlar con la clientela. Ver quién usa el teléfono. Quién contesta cuando suena.

– ¿Quiere decir alguien que no tenga pinta de policía?

Brunetti asintió.

– ¿Puccetti? -sugirió Vianello.

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– Demasiado joven.

– Y, probablemente, demasiado limpio -convino Vianello inmediatamente.

– Pues bonito lugar debe de ser el Pinetta.

– Es la clase de sitio en el que prefiere uno llevar la pistola -dijo Vianello. Y, después de pensar un momento, apuntó con forzada indiferencia-: Parece un trabajo para Topa. -Se refería a un sargento que se había retirado hacía seis meses, después de treinta años de servicio. El verdadero nombre de Topa era Romano, pero nadie le había llamado así desde hacía más de cinco décadas, cuando era un niño regordete, como el ratoncito al que aludía el apodo. El niño creció y se convirtió en un hombre tan fornido que había que hacerle la chaqueta del uniforme a medida, pero el nombre le quedó, indeleble a pesar de su incongruencia. Nadie se había reído nunca de Topa por tener un apodo con terminación femenina. Durante sus treinta años de servicio, varias personas habían tratado de perjudicarle, pero nadie se había atrevido a reírse de su apodo.

Como Brunetti no contestara, Vianello levantó la mirada y la desvió rápidamente.

– Ya sé lo que piensa usted de él, comisario. -Y, antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, dijo-: En realidad, no sería trabajo. Por lo menos, oficialmente. Sería sólo un favor que le hacía a usted.

– ¿Yendo al Pinetta?

Vianello asintió.

– No me gusta -dijo Brunetti.

– Sería sólo un jubilado que entra en un bar a tomar una copa, o quizá a jugar una partida de cartas. -Ante el silencio de Brunetti, Vianello prosiguió-: Un policía retirado puede entrar en un bar a jugar una partida si le apetece, ¿no?

– Eso es lo que no sé -dijo Brunetti.

– ¿El qué?

– Si le apetece. -Era evidente que ninguno de los dos deseaba o veía la utilidad de mencionar la razón del retiro anticipado de Topa. Hacía un año, Topa había arrestado a un joven de veintitrés años, hijo de un consejero municipal, por abusos a una niña de ocho años. El arresto tuvo lugar por la noche, en el domicilio del joven, y cuando el sospechoso llegó a la questura tenía fracturados un brazo y el tabique nasal. Topa dijo que el joven le había atacado en un intento de fuga, pero el joven afirmó que Topa había parado el coche camino de la questura, le había metido en un callejón y le había golpeado.

El policía que estaba de guardia en la questura trató en vano de describir la mirada que Topa lanzó al sospechoso cuando éste empezó a contar esta historia. El joven no la repitió, ni presentó denuncia. No obstante, al cabo de una semana, del despacho del vicequestore Patta partió la consigna de que al sargento Topa le había llegado la hora del retiro, y éste la acató, perdiendo con ello una parte de la pensión. El joven fue sentenciado a dos años de arresto domiciliario. Topa, que tenía una nieta de siete años, nunca dijo ni una palabra del arresto, de su retiro ni de las circunstancias que lo rodearon.

Sin darse por enterado de la mirada de Brunetti, Vianello preguntó:

– ¿Quiere que le llame?

Brunetti vaciló antes de decir, a regañadientes:

– De acuerdo.

Vianello se guardó bien de sonreír.

– No llega del trabajo hasta las ocho. Lo llamaré entonces.

– ¿Trabajo? -preguntó Brunetti, a sabiendas de que no debía preguntar. La ley prohibía trabajar a los jubilados, que, si la contravenían, se exponían a perder la pensión.

– Trabajo -repitió Vianello lacónicamente, levantándose-. ¿Desea algo más, comisario?