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Nada más podía hacerse hasta el día siguiente, pero los carabinieri apostaron a dos agentes en el lugar del accidente. Sabían la fascinación que el escenario de la muerte tiene para muchas personas, y temían que, si el vehículo siniestrado quedaba sin vigilancia durante la noche, alguien pudiera robar o destruir indicios.

Como suele ocurrir en esta época del año, el día siguiente amaneció sereno y diáfano y a las diez, la nieve no era más que un recuerdo. Pero el camión destrozado seguía allí, lo mismo que las profundas heridas que había abierto en la tierra. Durante el día, la carga fue retirada y estibada a bastante distancia del vehículo por los carabinieri, que refunfuñaban por el peso, las astillas y el barro que chasqueaba bajo sus botas, mientras un equipo forense examinaba minuciosamente la cabina, espolvoreando las superficies y guardando papeles y objetos en bolsitas de plástico debidamente etiquetadas y numeradas. El asiento del conductor había sido arrancado del bastidor por el impacto final; los dos hombres que trabajaban en la cabina acabaron de desmontarlo y luego desprendieron la funda de plástico y la tela del tapizado, buscando algo que no encontraron. Como tampoco encontraron sustancias sospechosas debajo de los paneles de plástico de la cabina.

Pero fue en la caja del camión donde se encontró algo extraño: ocho bolsas de plástico de las que suelen dar en los supermercados, cada una de las cuales contenía una muda de ropa interior femenina y, una de ellas, además, un libro de oraciones impreso en una lengua que uno de los técnicos identificó como rumano. Todas las etiquetas habían sido eliminadas de las prendas que contenían las bolsas, lo mismo que, según se comprobaría después, de toda la ropa que llevaban las mujeres muertas en el accidente.

Los papeles que se encontraron en el camión eran estrictamente los que debía haber: el pasaporte y el permiso del conductor, los formularios del seguro, documentos de aduanas, albaranes y una factura a nombre del almacén de madera al que había que entregar la mercancía. Los papeles del conductor eran rumanos, la documentación de aduanas estaba en regla y el envío iba destinado a un aserradero de Sacile, una pequeña ciudad situada a unos cien kilómetros hacia el sur.

Nada más revelarían los restos del camión que, con grandes dificultades y enormes trastornos circulatorios, fue izado hasta el arcén con ayuda de cabrestantes enganchados a tres camiones-grúa. Allí fue cargado en una plataforma-remolque y devuelto a su dueño de Rumania. La madera fue entregada al aserradero de Sacile, que se negó a pagar los gastos extra.

La extraña muerte de las mujeres fue recogida por la prensa de Austria y de Italia, en artículos titulados, respectivamente, «Der Todeslaster» y «Il Camión della Morte». Los austriacos habían conseguido tres fotos de los cadáveres esparcidos en la nieve y las publicaron con la noticia. Se hicieron conjeturas: ¿refugiadas?, ¿trabajadoras ilegales? La caída del comunismo eliminaba la que sin duda hubiera sido inevitable conclusión: espías. El misterio no se aclaró, y la investigación languideció ante la incapacidad de las autoridades rumanas de contestar preguntas y devolver papeles y la falta de interés de las italianas. Los cadáveres de las mujeres y del conductor fueron enviados a Bucarest en avión, donde fueron sepultados bajo su tierra natal y todo el peso de la burocracia.

La noticia pronto fue desplazada de los periódicos por la profanación de un cementerio judío de Milán y el asesinato de otro juez más. Pero no desapareció sin que la leyera la professoressa Paola Falier, ayudante de Literatura Inglesa de la Universidad de Cà Pesaro, de Venecia y -lo que importa para este relato- esposa de Guido Brunetti, comisario de policía de la ciudad.

3

Carlo Trevisan, el avvocato Carlo Trevisan, como él prefería que lo llamaran, era hombre de origen modesto, no obstante lo cual, hizo una carrera de lo más brillante. Era natural de Trento, una ciudad próxima a la frontera austríaca y se licenció en derecho por la Universidad de Padua con matrícula de honor y el unánime elogio de sus profesores. Al terminar sus estudios, el joven avvocato entró a trabajar en un bufete de Venecia, donde adquirió gran experiencia en derecho internacional, por ser uno de los pocos hombres de la ciudad que se interesaban por esta materia. Cinco años después abrió su propio despacho y se especializó en derecho mercantil internacional.

En Italia suele ocurrir que una ley que se dicta hoy es revocada mañana. Por otra parte, no es de extrañar que, en un país en el que resulta imposible descifrar el sentido hasta de la noticia periodística más banal, exista cierta confusión respecto al alcance de la ley. La diversidad de interpretaciones posibles crea un clima muy propicio para los abogados que se precian de entender la ley. Entre éstos, el avvocato Carlo Trevisan.

Por ser trabajador y ambicioso, el avvocato Trevisan prosperó. Por haberse casado con la hija de un banquero, entró en contacto, familiar o amistoso, con acaudalados y poderosos empresarios y financieros de la región del Véneto. Su clientela crecía y su cintura se dilataba y, cuando cumplió los cincuenta, el avvocato Trevisan tenía a siete abogados trabajando en su bufete, ninguno de los cuales era socio de la firma. Asistía todos los domingos a misa en Santa María del Giglio, se había distinguido en el servicio a la ciudad desde el consejo municipal en dos legislaturas y tenía dos hijos, chico y chica, ambos inteligentes y guapos.

El martes anterior a la fiesta de la Madonna della Salute, a últimos de noviembre, el avvocato Trevisan se trasladó a Padua, para hacer una visita a Francesco Urbani, un cliente que recientemente había decidido separarse de su esposa, tras veintisiete años de matrimonio. Durante las dos horas que duró la entrevista, Trevisan sugirió a Urbani que sacara del país cierto capital y lo llevara, por ejemplo, a Luxemburgo y que vendiera inmediatamente su participación en las dos fábricas de Verona de las que era socio capitalista y diera el mismo destino al producto de las transacciones.

Después de la reunión, concertada para que enlazara con su cita siguiente, Trevisan acudió a su cena semanal con un asociado. La semana anterior se habían encontrado en Venecia, por lo que hoy tocaba cenar en Padua. Esta reunión, como todas las demás, tuvo la cordialidad que propician el éxito y la prosperidad. Buena cocina, buen vino y buenas noticias.

El socio llevó a Trevisan a la estación, donde el avvocato solía tomar el Intercity con destino a Trieste que lo dejaba en Venecia a las diez y cuarto. A pesar de tener billete de primera clase, que estaba en la cola del tren, Trevisan atravesó los semivacíos coches y se sentó en un compartimiento de segunda; al igual que todos los venecianos, prefería viajar en el primer coche, para no tener que recorrer a la llegada el largo andén de la estación de Santa Lucia.

Trevisan dejó su cartera de piel de becerro en el asiento de delante, la abrió y sacó un folleto que había recibido del Banco Nacional de Luxemburgo, en el que se ofrecían intereses de hasta un 18 por ciento, aunque no a las cuentas en liras. Sacó una pequeña calculadora de un bolsillo de la tapa de la cartera y empezó a hacer anotaciones en un papel con su Mont Blanc.

La puerta del compartimiento se abrió, y Trevisan se volvió de espaldas, para sacar el billete del bolsillo del abrigo y darlo al revisor. Pero lo que la persona que estaba en la puerta venía a pedir al avvocato Carlo Trevisan no era el billete.

El cadáver fue descubierto por Cristina Merli, la revisora, cuando el tren cruzaba la laguna que separa Venecia de Mestre. En un principio, al pasar frente al compartimiento en el que el bien trajeado pasajero dormía apoyado en la ventanilla, la mujer decidió no despertarlo para pedirle el billete, pero después recordó que eran muchos los pasajeros, incluso bien vestidos, que fingían dormir porque viajaban sin billete, para ahorrarse las mil liras de la corta travesía sobre la laguna. Por otra parte, si aquel hombre dormía realmente e iba a Venecia, le agradecería que lo despertara, especialmente, si tenía que tomar el barco 1 para Rialto, que salía del embarcadero de la estación exactamente tres minutos después de la llegada del tren.