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– Supongo que sí, cara. Además, gracias a ellos tengo un empleo en la universidad.

Desde hacía más de dos décadas, el pragmatismo de Brunetti había chocado contra las diversas formas del idealismo de Paola, por lo que estaba seguro de que «esos libros» representaban para ella mucho más que un empleo.

– ¿Tienes muchos deberes esta noche, Chiara? -preguntó Brunetti, pensando que después, o al día siguiente por la mañana, podría preguntar a su hija qué había averiguado por la amiga de Francesca. Chiara, dándose por despedida, dijo que, en efecto, los tenía y se fue a su habitación, dejando que sus padres siguieran hablando del honor, si querían.

– No pensé que se tomara tan en serio mi ofrecimiento, Paola, ni que empezara a preguntar a unos y otros -dijo Brunetti a modo de explicación y, en cierta medida, disculpa.

– No me importa que consiga la información -dijo Paola-. Lo que no me gusta es la forma en que la consiguió. -Tomó otro sorbo de grappa-. ¿Crees que ha comprendido lo que quería decirle?

– Creo que comprende todo lo que decimos -respondió Brunetti-. No sé si está de acuerdo con todo ello, pero desde luego lo entiende. -Volviendo a lo que ella había dicho antes, preguntó-: ¿Qué otros ejemplos pondrías de cosas que son delito pero no están mal hechas?

Ella hizo girar el vasito entre las palmas de las manos.

– Es muy fácil responder a eso -dijo-, especialmente con las leyes demenciales de este país. Lo que ya es más difícil es decir cuáles son las cosas que están mal hechas pero no son delito.

– ¿Por ejemplo?

– Dejar a los niños ver televisión -rió ella, cansada ya del tema.

– No, Paola, dime -dijo él, interesado-. Me gustaría saberlo.

Antes de responder, ella golpeó con la uña el cristal de la botella de agua mineral que estaba en la mesa.

– Ya sé que estás harto de oírme decir esto, Guido, pero creo que usar botellas de plástico está mal, aunque no sea un delito. -Y agregó rápidamente-: Aunque me parece que antes de que pasen muchos años lo será. Es decir, si sabemos lo que nos conviene.

– Yo esperaba un ejemplo más elevado -dijo Brunetti.

Ella respondió, después de pensar un momento:

– Si nosotros hubiéramos educado a los niños de manera que pudieran creer que el dinero de mi familia les daba privilegios, eso estaría mal. -Sorprendió a Brunetti que Paola pusiera este ejemplo, porque ella rara vez aludía a la riqueza de sus padres, salvo cuando la discusión política subía de tono y necesitaba poner un ejemplo de injusticia social.

Se miraron y, antes de que Brunetti pudiera hablar, ella continuó:

– No sé si es una cuestión mucho más elevada, pero me parece que si yo hablara de ti despectivamente, eso estaría mal.

– Tú siempre hablas de mí despectivamente -dijo Brunetti sonriendo.

– No, Guido. Yo te hablo despectivamente a ti. Es distinto. Yo nunca diría cosas feas de ti.

– ¿Porque no sería honorable?

– Exactamente -sonrió ella.

– ¿Y es honorable decírmelas a mí?

– Desde luego. Especialmente si son verdad. Pero eso queda entre nosotros, Guido, no tiene nada que ver con el mundo.

Él volvió a alargar la mano y tomó la botella de grappa.

– Me parece que cada vez resulta más difícil establecer la diferencia.

– ¿Entre qué?

– Entre lo que es delito y lo que está mal.

– ¿Por qué lo crees, Guido?

– No estoy seguro. Quizá porque, como has dicho tú, ya no creemos en los antiguos cánones y no hemos encontrado otros nuevos en los que creer.

Ella asintió con gesto pensativo.

– Y todas las viejas reglas se han roto -prosiguió él-. Durante cincuenta años, desde que terminó la guerra, se nos ha mentido sistemáticamente. Nos ha mentido el Gobierno, la Iglesia, los partidos políticos, los empresarios y los militares.

– ¿Y la policía?

– Sí -convino él sin vacilar-. Y la policía.

– ¿Pero tú quieres seguir en ella? -preguntó Paola.

Él se encogió de hombros y se sirvió más grappa. Ella esperaba. Finalmente, él dijo:

– Alguien tiene que intentarlo.

Paola se inclinó por encima de la mesa, le tomó la cara entre las manos y la atrajo hacia sí.

– Si vuelvo a predicarte honor a ti, Guido, dame con una botella en la cabeza, ¿de acuerdo?

Torciendo el cuello, él le dio un beso en la palma de la mano.

– No, a menos que me dejes comprarlas de plástico.

Dos horas después, cuando Brunetti bostezaba con la Historia secreta de Procopio entre las manos, sonó el teléfono.

– Brunetti -contestó mirando el reloj.

– Comisario, aquí Alvise. Él ha dicho que le llame.

– ¿Quién le ha dicho que me llame, agente Alvise? -preguntó Brunetti sacando del bolsillo un billete del vaporetto y poniéndolo entre las páginas del libro a modo de señal. Las conversaciones con Alvise solían ser largas o confusas. O ambas cosas.

– El sargento, señor.

– ¿Qué sargento, agente Alvise? -Brunetti cerró el libro y lo dejó a un lado.

– El sargento Topa, señor.

Brunetti, ya más alerta, preguntó:

– ¿Por qué le ha dicho que me llamara?

– Porque quiere hablar con usted, comisario.

– ¿Por qué no me llama él? Mi nombre está en la guía.

– Porque no puede.

– ¿Por qué no puede?

– Lo dicen las ordenanzas.

– ¿Qué ordenanzas? -preguntó Brunetti con una voz en la que se percibía una impaciencia creciente.

– Las ordenanzas de aquí.

– ¿De dónde, agente?

– De la questura. Estoy de guardia esta noche.

– ¿Qué está haciendo ahí el sargento Topa, agente?

– Ha sido arrestado. Los chicos de Mestre lo detuvieron y cuando vieron quién era, bueno, qué era, bueno, lo que había sido, quiero decir un sargento, lo enviaron aquí, pero le dijeron que podía venir él solo. Nos llamaron para decirnos que venía, pero lo dejaron venir solo.

– ¿Así que el sargento Topa se ha arrestado a sí mismo?

Alvise meditó un momento y respondió:

– Eso parece, señor. Y no sé cómo rellenar el informe, qué poner en la casilla que dice: «Agente que ha efectuado el arresto».

Brunetti bajó el teléfono un momento, luego volvió a arrimárselo al oído y preguntó:

– ¿Por qué ha sido arrestado?

– Porque intervino en una riña, señor.

– ¿Dónde? -preguntó Brunetti, aunque ya sabía la respuesta.

– En Mestre.

– ¿Con quién se peleó?

– Con un extranjero.

– ¿Y dónde está el extranjero?

– El extranjero escapó. Se pelearon, pero el extranjero escapó.

– ¿Cómo sabe que era extranjero?

– Me lo ha dicho el sargento Topa. Ha dicho que hablaba con acento.

– Si el extranjero se ha escapado, ¿quién ha presentado la denuncia contra el sargento Topa, agente?

– Supongo que por eso nos lo han mandado los chicos de Mestre. Habrán pensado que nosotros sabríamos qué hacer.

– ¿Le han pedido los de Mestre que extienda un informe de arresto?

– Pues no, señor -dijo Alvise, después de una pausa bastante larga-. Han dicho a Topa que viniera y que hiciera un informe de lo sucedido. Y como el único formulario que he visto en la mesa era un informe de arresto, he pensado que era el que tenía que usar.

– ¿Por qué no ha dejado que me llamara él, agente?

– Ya había llamado a su esposa, y sólo pueden hacer una llamada.

– Eso es en la televisión, agente, en la televisión americana -dijo Brunetti armándose de paciencia-. ¿Dónde está ahora el sargento Topa?

– Ha salido a tomar café.