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– ¿Mientras usted extendía el informe del arresto?

– Sí, señor. No me parecía bien tenerlo aquí delante mientras yo escribía.

– Cuando el sargento Topa vuelva… porque volverá, ¿no?

– Oh, sí, señor. Le he dicho que vuelva, bueno, se lo he pedido y él me ha dicho que volvería.

– Cuando vuelva, dígale que me espere. Ahora voy para allá. -Sabiendo que no podría resistir más, Brunetti colgó el teléfono sin esperar la respuesta de Alvise.

Veinte minutos después, tras decir a Paola que tenía que ir a la questura para resolver un asunto, Brunetti entraba en la oficina de los agentes de uniforme. Vio a Alvise sentado a un escritorio y, frente a él, al sargento Topa, que tenía exactamente el mismo aspecto que un año antes, cuando dejó la questura.

El ex sargento era bajo, grueso y pobre de pelo. La luz de la lámpara del techo se reflejaba en su cráneo. Tenía la silla inclinada hacia atrás y los brazos cruzados. Cuando entró Brunetti, lo observó atentamente un momento con unos ojos oscuros, semiescondidos por pobladas cejas blancas y asentó la silla en el suelo con un golpe seco. Poniéndose de pie, tendió la mano a Brunetti, puesto que ya no era el sargento y, por lo tanto, podía estrechar la mano del comisario de igual a igual. Brunetti sintió otra vez aquella antipatía que siempre le había inspirado el sargento, un hombre en el que bullía la violencia, que hacía pensar en la polenta recién vertida, que al menor descuido te abrasa la boca.

– Buenas noches, sargento -dijo Brunetti.

– Comisario -respondió éste escuetamente.

Alvise se había levantado y los miraba sin decir nada.

– Podríamos subir a mi despacho -propuso Brunetti.

– Sí -convino Topa.

Brunetti encendió la luz y, sin quitarse la gabardina, para dar a entender que no tenía mucho tiempo que dedicar a este asunto, se sentó detrás de su mesa.

Topa se sentó en una silla situada a la izquierda.

– ¿Y bien? -preguntó Brunetti.

– Vianello me llamó para pedirme que fuera a echar un vistazo a ese bar, el Pinetta. Había oído hablar de él, pero nunca había estado allí. No me gustaba lo que decían de ese sitio.

– ¿Qué decían?

– Muchos negros. Y eslavos. Que son peores. -Brunetti, que estaba de acuerdo, no dijo nada.

Ante esta falta de respuesta, Topa abandonó sus comentarios sobre diferencias étnicas y prosiguió:

– He entrado y he pedido un vaso de vino. En una mesa había un par de tíos jugando a las cartas, y me he acercado a mirar. No parecía importarles. He pedido más vino y he entrado en conversación con otro individuo que estaba en el bar. Uno de los que jugaba a cartas se ha ido y yo me he sentado en su sitio y he jugado unas manos. He perdido unas mil liras, luego el hombre ha vuelto, yo me he ido otra vez al bar y he tomado otro vaso de vino. -Brunetti pensaba que Topa hubiera podido pasar una velada mucho más distraída quedándose en su casa, viendo la televisión.

– ¿Y cómo ha empezado la pelea, sargento?

– A eso iba. Al cabo de un cuarto de hora o cosa así, uno de los otros hombres se ha levantado de la mesa, y me han preguntado si quería jugar un poco más. He dicho que no, y entonces el que estaba conmigo en el bar se ha sentado a jugar varias manos. Luego, el que se había ido ha vuelto y ha tomado una copa en el bar. Nos hemos puesto a hablar y me ha preguntado si quería una mujer.

»Le he dicho que yo no necesito pagar, que hay por ahí mucho de eso gratis, y el tío me ha contestado que no sería como lo que podía proporcionarme él.

– ¿Y qué era eso?

– Ha dicho que podía conseguirme chicas, jovencitas. Yo le he contestado que prefiero a mujeres, y entonces él me ha insultado.

– ¿Qué ha dicho?

– Que le parecía que tampoco me interesaban las mujeres, y yo le he dicho que prefiero a mujeres, mujeres de verdad, a lo que él ofrecía. Y entonces se ha echado a reír y ha gritado a los que jugaban a cartas algo en una lengua que me ha parecido eslava. Ellos se han reído y entonces le he sacudido.

– Nosotros queríamos que fuera usted a buscar información, no pelea -dijo Brunetti, sin disimular su irritación.

– De mí no se ríe nadie -dijo Topa levantando la voz en aquel tono airado que Brunetti recordaba.

– ¿Cree que hablaba en serio?

– ¿Quién?

– El del bar. El que le ha ofrecido las chicas.

– No lo sé. Quizá. No parecía un proxeneta, pero con los eslavos nunca se sabe.

– ¿Lo reconocería si volviera a verlo?

– Tiene la nariz rota, no ha de ser difícil de localizar.

– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti.

– ¿De qué?

– De eso de la nariz.

– No voy a estarlo -dijo Topa levantando la mano derecha-. He sentido cómo se partía el cartílago.

– ¿Lo reconocería en una foto?

– Sí.

– Está bien, sargento. Ahora ya es tarde para hacer algo sobre esto. Vuelva por la mañana y eche un vistazo a las fotos, a ver si lo encuentra.

– Creí que Alvise quería arrestarme.

Brunetti agitó una mano como si se espantara una mosca.

– Olvídelo.

– A mí nadie me habla como me habló ese individuo -dijo Topa, en tono amenazador.

– Mañana, sargento -dijo Brunetti.

Topa le lanzó una mirada que recordó a Brunetti el episodio de su último arresto, se levantó y salió del despacho dejando la puerta abierta. Había empezado a llover, caía una llovizna fina, la primera del invierno, pero Brunetti la sintió en la cara con agrado, sofocado como estaba por la irritación de haber tenido que soportar la desagradable compañía de Topa.

14

Dos días después, pero no sin que Brunetti tuviera que solicitar una orden a la juez Vantuno, la oficina en Venecia de la SIP entregó a la policía la lista de las llamadas locales hechas desde el domicilio particular y el despacho de Trevisan durante los seis meses anteriores a su muerte. Tal como esperaba Brunetti, algunas de las llamadas habían sido hechas al bar Pinetta, aunque no se apreciaba una pauta. Miró en la lista de llamadas de larga distancia las fechas de las hechas a la estación de Padua, pero ni la hora ni el día coincidían con los de las llamadas al bar de Mestre.

Brunetti dejó ambas listas encima de su mesa y las miró. En las llamadas locales, a diferencia de las de larga distancia, se indicaba la dirección de cada número y el nombre del titular, en una columna que ocupaba el lado derecho de más de treinta páginas. El comisario empezó a leer nombres y direcciones, pero al cabo de unos minutos desistió.

Con los papeles en la mano, Brunetti salió a la escalera y bajó al antedespacho que ocupaba la signorina Elettra. La mesa que estaba delante de la ventana parecía nueva, pero el jarrón de cristal de Venini era el mismo, y hoy sostenía un gran ramo de modestas y alegres margaritas amarillas.

En armonía con las flores, la signorina Elettra llevaba hoy en el cuello un pañuelo de un color cuyo secreto debía de haber sido robado a los canarios.

– Buenos días, comisario -dijo al verle entrar, obsequiándole con una sonrisa tan alegre como la de las flores.

– Buenos días, signorina -dijo él-. Tengo una consulta para ustedes dos -y señalaba con el mentón el ordenador, la otra mitad del equipo.

– ¿Sobre eso? -preguntó ella, mirando las hojas de la SIP que él traía en la mano.

– Sí; la lista de las llamadas de Trevisan. Finalmente -agregó, sin ocultar la irritación que le producía haber desperdiciado tanto tiempo esperando conseguir la información por los conductos oficiales.

– Si le corría prisa, debió advertírmelo, comisario.

– ¿Algún amigo en la SIP? -preguntó Brunetti, a quien ya no sorprendía el vasto alcance de los contactos de la signorina Elettra.

– Giorgio -dijo ella sin más.