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Brunetti dudó que la mención hubiera sido casual.

– ¿A quién hizo la llamada? -preguntó.

– A Riccardo Fosco. De Milán.

– Ah, ¿cómo está? -preguntó Brunetti, aunque lo que a él le interesaba era por qué Della Corte había tenido que llamar a un periodista investigador para informarse sobre Brunetti, porque estaba seguro de que la llamada a Fosco no había sido casual.

– Me dijo muchas cosas de usted -empezó Della Corte-. Todas buenas.

Sólo dos años atrás, si alguien hubiera dicho a Brunetti que un policía creía necesario llamar a un periodista para averiguar si otro policía era de fiar, se hubiera escandalizado, pero ahora sólo sentía una sorda desesperación porque se vieran obligados a tomar estas precauciones.

– ¿Cómo está Riccardo? -preguntó sosegadamente.

– Bien, muy bien. Me dio recuerdos para usted.

– ¿Se ha casado?

– Sí. Hace un año.

– ¿Interviene usted en la busca? -preguntó Brunetti, refiriéndose a los policías amigos de Fosco que, años después del ataque de un pistolero que le había dejado parcialmente inválido, aún no habían perdido la esperanza de descubrir a los responsables.

– Sí, pero sin resultado. ¿Y usted? -peguntó Della Corte, halagando a Brunetti al suponer que también él seguía buscando, a pesar de que habían transcurrido más de cinco años desde la agresión.

– Nada tampoco. ¿Llamó usted a Riccardo por algo en particular?

– Quería saber si podía decirme algo acerca de Favero, algo interesante que nosotros no pudiéramos averiguar.

– ¿Y le dijo algo?

– Nada.

Con una súbita corazonada, Brunetti preguntó:

– ¿Le llamó desde su despacho?

El ruido que hizo Della Corte podía ser risa.

– No. -Siguió un silencio largo y Della Corte dijo-: ¿Tiene línea directa en su despacho?

Brunetti le dio el número.

– Le llamaré dentro de diez minutos.

Mientras esperaba, Brunetti pensó en llamar a Fosco, para preguntar por el otro policía, pero no quería bloquear la línea y se dijo que el que Della Corte le hubiera hablado del periodista era ya recomendación suficiente.

Un cuarto de hora después llamaba Della Corte. Brunetti oía su voz sobre un fondo de ruidos de tráfico, cláxones y motores.

– Espero que su teléfono sea seguro -dijo Della Corte, dando a entender que el suyo no lo era. Brunetti reprimió el impulso de preguntar seguro contra qué.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Brunetti.

– Hemos tenido que dar por bueno lo del suicidio. Oficialmente.

– ¿Por qué?

– El informe de la autopsia indica ahora dos miligramos.

– ¿Ahora? -preguntó Brunetti.

– Ahora -repitió Della Corte.

– ¿Con lo que Favero habría estado en condiciones de conducir? -preguntó Brunetti.

– Sí, y meter el coche en el garaje y cerrar la puerta y, en suma, suicidarse. -La voz de Della Corte era sorda de indignación contenida-. No encuentro a un juez que esté dispuesto a firmar una orden de investigación de asesinato o de exhumación del cadáver para una segunda autopsia.

– ¿Cómo consiguió el primer informe?

– Hablé con el médico que hizo la autopsia. Trabaja en el hospital. Es ayudante.

– ¿Y…?

– Cuando llegó el informe oficial del laboratorio… él había hecho un análisis inmediatamente después de la autopsia, pero envió las muestras al laboratorio para el contraanálisis, vio que indicaba que el nivel del barbitúrico era muy inferior al que había hallado él.

– ¿Comprobó sus anotaciones? ¿Y las muestras?

– Han desaparecido.

– ¿Desaparecido?

Della Corte no se molestó en contestar.

– ¿Dónde estaban?

– En el laboratorio de Patología.

– ¿Qué procedimiento se sigue normalmente?

– Una vez redactado el informe oficial de la autopsia, las muestras se guardan durante un año y luego son destruidas.

– ¿Y esta vez?

– Cuando llegó el informe oficial, él quiso revisar sus notas, por si se había equivocado. Y entonces me llamó. -Della Corte se interrumpió antes de agregar-: Eso fue hace dos días. Después volvió a llamar para decirme que los primeros resultados debían de estar equivocados.

– ¿Alguien le ha presionado?

– Desde luego -dijo Della Corte secamente.

– ¿Usted ha dicho algo de esto?

– No; no me gustó lo que me dijo sobre las notas la segunda vez que llamé. De modo que me mostré de acuerdo con él en que a veces suceden estas cosas, fingí estar molesto por el error y le advertí que tuviera más cuidado la próxima vez que hiciera una autopsia.

– ¿Él le creyó?

El gesto de escepticismo con que Della Corte se encogió de hombros recorrió la línea telefónica.

– ¿Quién sabe?

– ¿Y entonces? -preguntó Brunetti.

– Entonces llamé a Fosco para informarme sobre usted. -Brunetti oyó ruidos extraños en la línea y se preguntó si estaría pinchado su propio teléfono, pero los ruidos se definieron en los chasquidos y señales que indicaban que Della Corte estaba echando monedas en el teléfono-. Comisario -dijo-, apenas me quedan monedas. ¿Podríamos vernos para hablar de esto?

– Por supuesto. ¿Extraoficialmente?

– Del todo.

– ¿Dónde? -preguntó Brunetti.

– ¿A mitad de camino? -sugirió Della Corte-. ¿En Mestre?

– ¿Bar Pinetta?

– ¿Esta noche a las diez?

– ¿Cómo le conoceré? -preguntó Brunetti, esperando que Della Corte no fuera un policía con aspecto de policía.

– Soy calvo. ¿Y yo a usted?

– Tengo pinta de poli.

16

Aquella noche, a las diez menos diez, Brunetti bajó por la escalera de la estación de Mestre y torció hacia la izquierda. Sabía dónde estaba la Via Fagare, porque la había localizado en el plano que estaba impreso en la cubierta de la guía telefónica de Venecia. Delante de la estación había la acostumbrada aglomeración de coches mal aparcados y en ambas direcciones circulaba un tráfico fluido. Cruzó la calzada y siguió hacia la izquierda. En la segunda travesía dobló a la derecha, en dirección al centro. A uno y otro lado bordeaban la calle los cierres metálicos de las tiendas, bajados ahora como rastrillos de una fortaleza, contra posibles invasiones nocturnas.

De vez en cuando, una ráfaga de viento agitaba hojas secas y papeles que perezosamente se levantaban a su paso en lentos remolinos. El fragor del tráfico, al que no estaba habituado, lo aturdía, como siempre que salía de Venecia. Todo el mundo se queja del clima de Venecia, húmedo e inclemente, pero para Brunetti era mucho peor el bronco ruido del tráfico, y el olor de los gases que salían por los tubos de escape, y se admiraba de que la gente se resignara a vivir entre coches y los aceptara como parte integrante de la vida cotidiana. A pesar de todo, cada año eran más los venecianos que se mudaban a Mestre, obligados a abandonar su ciudad por el descenso de la actividad económica y las fuertes subidas de los alquileres. Él era consciente de las circunstancias, comprendía las razones que impulsaban a la gente a marchar, pero, ¿cambiar Venecia por esto? No les arrendaba la ganancia.

Al cabo de unos minutos distinguió al extremo de la manzana un rótulo de neón vertical que descendía desde la azotea del edificio hasta el entresuelo, en el que se leía B-IN-TA. Brunetti entró en el bar por el hueco que dejaba la puerta entreabierta, sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina, ladeando el cuerpo para no tener que empujar.

Se adivinaba que el dueño había visto muchas películas americanas, porque el local quería parecerse a los bares en los que se contoneaba Victor Mature. El gran espejo que cubría la pared de detrás del mostrador estaba tan empañado por el polvo y el humo que no reflejaba sino imágenes borrosas. En lugar de las múltiples hileras de botellas que suele haber en los bares italianos, en éste había una sola, y de bourbon y escocés exclusivamente. Y el mostrador no era la clásica barra con la consabida cafetera para los espressos sino que tenía forma de herradura. Lo atendía un hombre con un delantal que quizá había sido blanco, ceñido a la cintura.