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La mujer se sentó al lado de Brunetti, ciñéndose la falda a los muslos y le sonrió. Él vio que, bajo la gruesa capa de maquillaje, había una cara bonita, de ojos oscuros, naricita graciosa y buena dentadura.

– Buona sera -dijo ella casi en un susurro-. Gracias por el champagne.

Della Corte se inclinó tendiendo la mano a Brunetti desde el otro lado de la mesa.

– Tengo que marcharme, Guido. La próxima semana te llamo.

Brunetti, que no tenía ojos más que para la mujer, hizo caso omiso de la mano. Della Corte se volvió hacia los que estaban en el mostrador, sonrió, se encogió de hombros y salió del local cerrando la puerta.

– Ti chiami Guido? -preguntó la mujer, dejando las cosas claras con su tuteo.

– Sí, Guido Bassetti. ¿Y cómo te llamas tú, preciosa?

– Mara -respondió ella riendo como si hubiera dicho algo gracioso-. ¿A qué te dedicas, Guido? -Brunetti detectó en sus palabras dos cosas, un acento extranjero, quizá portugués o, en cualquier caso, latino, y un tono insinuante, más claro que el acento.

– Soy fontanero -dijo Guido procurando aparentar orgullo y guiñando un ojo, para corresponder a sus insinuaciones.

– Oh, qué interesante -dijo Mara, y volvió a reír sin saber qué agregar.

Brunetti vio que en el segundo vaso aún quedaba mucho whisky y que el tercero estaba intacto. Bebió un poco del segundo, lo apartó y levantó el tercer vaso.

– Eres una chica muy guapa, Mara -dijo, sin esforzarse por disimular que esta circunstancia no hacía al caso. A ella no pareció importarle.

– ¿Ése que está en el bar es amigo tuyo? -preguntó Brunetti señalando con el mentón al hombre delgado, que seguía en el mismo sitio, a pesar de que la otra mujer se había ido.

– Sí -respondió Mara.

– ¿Vives cerca? -preguntó Brunetti, ahora, el hombre que no quiere seguir perdiendo el tiempo.

– Sí.

– ¿Vamos?

– Sí. -Ella volvió a sonreír, y Brunetti observó cómo ponía en sus ojos un calor y un interés forzados.

Dejando entonces su aire jovial, él preguntó:

– ¿Cuánto?

– Cien mil -respondió ella con la rapidez de quien ha oído la pregunta demasiadas veces.

Brunetti se rió, bebió otro trago y se levantó con brusquedad, procurando volcar la silla.

– Tú estás pirada, Marita. En casa tengo una mujer que me lo hace gratis.

Ella se encogió de hombros y miró el reloj. Eran las once, y hacía veinte minutos que en el bar no entraba nadie. Él observó cómo calculaba el tiempo y la hora.

– Cincuenta -dijo entonces con la expresión de quien desea ahorrar tiempo y energía.

Brunetti dejó en la mesa el trago sin terminar y la tomó del brazo.

– De acuerdo, Marita, yo te enseñaré lo que un hombre de verdad puede hacer por ti.

Ella se puso en pie sin resistirse. Brunetti, sin soltarla, se acercó al bar.

– ¿Cuánto le debo? -preguntó al barman.

– Sesenta y tres mil liras -respondió el hombre rápidamente.

– ¿Estás loco? -preguntó Brunetti con indignación-. ¿Por tres whiskies y, además, asquerosos?

– Y los dos su amigo, y el champagne de las señoras.

– Las señoras -repitió Brunetti con sarcasmo, pero sacó la billetera y extrajo un billete de cincuenta, uno de diez y tres de mil liras que echó sobre el mostrador. Antes de que pudiera guardar la billetera, Mara le asió del brazo.

– Puedes dar el dinero a mi amigo -dijo indicando con la cabeza al hombre delgado, que observaba a Brunetti muy serio. Éste miró en derredor, rojo de confusión, como buscando a quien le ayudara a entender esto. Pero nadie le ayudó. Sacó otro billete de cincuenta mil liras y lo dejó caer en el mostrador, sin mirar al hombre que, a su vez, tampoco miró el dinero. Brunetti, con gesto de dignidad ofendida, se llevó a la mujer hacia la puerta. Ella se paró sólo un segundo para descolgar una chaqueta de leopardo sintético, de un gancho que había junto a la entrada y salió a la calle con Brunetti, que cerró con un portazo.

Mara torció hacia la izquierda sin esperarlo. Daba pasos rápidos, pero los tacones altos y la falda estrecha no le permitían avanzar deprisa, y Brunetti no tuvo dificultad para mantenerse a su lado. En la primera esquina, la mujer dobló hacia la izquierda y se paró delante de la tercera puerta. Ya tenía la llave en la mano. Abrió y entró, sin preocuparse de si Brunetti la seguía. Éste se quedó un momento en el umbral y pudo ver el coche que entraba en la estrecha calle y hacía dos rápidos destellos con los faros. Entonces siguió a la mujer.

Ella se detuvo en el primer rellano, abrió la puerta de la derecha y entró, también dejándola abierta y sin volverse. En la habitación, Brunetti vio una cama turca con una colcha a rayas de colores vivos, un escritorio, dos sillas y una ventana con los postigos cerrados. La mujer encendió la luz de una bombilla desnuda y débil que colgaba del techo al extremo de un cable corto.

Sin volverse a mirarlo, Mara se quitó la chaqueta y la colgó cuidadosamente del respaldo de una silla. Se sentó en el borde de la cama y se agachó para desabrocharse los zapatos. Brunetti la oyó respirar de alivio al descalzarse. Todavía sin mirarlo, ella se levantó, se quitó la falda, la dobló con cuidado y la dejó encima de la chaqueta. No llevaba nada debajo. Se sentó y luego se echó en la cama, también sin mirarlo.

– Si quieres tocarme los pechos tienes que pagar extra -dijo, volviéndose hacia un lado, para alisar la colcha que se había arrugado debajo de su hombro.

Brunetti cruzó la habitación y se sentó en la silla que estaba libre de ropa.

– ¿De dónde eres, Mara? -preguntó con su voz normal, hablando en italiano, no en dialecto.

Ella lo miró ahora, sorprendida por la pregunta o por el tono completamente normal en que se la había hecho.

– Oiga, señor Fontanero -dijo con una voz en la que había más cansancio que irritación-, usted no ha venido aquí a charlar, ni yo tampoco, así que vamos a hacerlo ya para que yo pueda volver a mi trabajo, ¿vale? -Se dejó caer de espaldas y abrió las piernas.

Brunetti desvió la mirada.

– ¿De dónde vienes, Mara? -volvió a preguntar.

Ella juntó las piernas y se sentó en la cama encarándose con él, con los pies en el suelo.

– Mira, si quieres follar, follemos, ¿de acuerdo? Pero no tengo tiempo para charla. Y de dónde yo vengo no te importa.

– ¿Del Brasil? -preguntó él especulando con el acento.

Con un gruñido de impaciencia, ella se puso de pie y agarró la falda. Se agachó sosteniéndola ante sí, metió un pie, luego el otro, se la ajustó a la cintura y se subió la cremallera con un movimiento seco. Palpó con el pie el suelo debajo de la cama, donde había escondido los zapatos y volvió a sentarse para abrocharse las correas.

– Puede ser arrestado, ¿sabes? -dijo Brunetti en el mismo tono tranquilo-. Ha dejado que le diera el dinero. Eso podría costarle por lo menos un par de meses.

Las correas que le sujetaban los zapatos a los tobillos estaban ya perfectamente abrochadas, pero ella no alzó la mirada hacia Brunetti ni hizo movimiento alguno para levantarse de la cama. Se había quedado con la cabeza inclinada, escuchando.

– Tú no querrás que a él le ocurra eso, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

Ella resopló con repugnancia e incredulidad.

– Piensa en lo que haría cuando saliera, Mara. No me has reconocido, y te echará la culpa.

Entonces la mujer le miró y extendió el brazo.

– Enséñeme su credencial.

Brunetti se la dio.

– ¿Qué quiere? -preguntó ella al devolverle el documento.

– Quiero que me digas de dónde viniste.

– ¿Para que puedan enviarme allí otra vez? -preguntó ella mirándole a los ojos.

– No soy de Inmigración, Mara. No me importa si estás aquí legalmente o no.