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– ¿Pues qué quiere entonces? -preguntó ella con un filo de impaciencia en la voz.

– Ya te lo he dicho. Quiero saber de dónde has venido.

Ella titubeó sólo un momento, mientras buscaba el peligro de la pregunta y, al no verlo, respondió:

– Sao Paulo. -Él tenía razón, el acento era brasileño.

– ¿Cuánto hace que llegaste?

– Dos años.

– ¿Y trabajas de prostituta? -preguntó él procurando dar a la palabra tono de definición, no de condena.

– Sí.

– ¿Has trabajado siempre para ese hombre?

Ella lo miraba fijamente.

– No le diré cómo se llama.

– No quiero saber cómo se llama, Mara. Quiero saber si siempre has trabajado para él.

Ella respondió en voz tan baja que él no pudo oírla.

– ¿Cómo has dicho?

– No.

– ¿Siempre en ese bar?

– No.

– ¿Dónde trabajabas antes?

– En otro sitio -respondió ella evasivamente.

– ¿Cuánto hace que trabajas en el bar?

– Desde septiembre.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué qué?

– ¿Por qué cambiaste al bar?

– Por el frío. No estoy habituada, y el invierno pasado enfermé por trabajar en la calle. Entonces él me dijo que este invierno podía trabajar en el bar.

– Ya -dijo Brunetti-. ¿Cuántas chicas hay además de ti?

– ¿En el bar?

– Sí.

– Tres.

– ¿Y en la calle?

– No sé cuántas. ¿Cuatro? ¿Seis? No sé.

– ¿Alguna otra brasileña?

– Dos.

– ¿Y las demás, de dónde son?

– No lo sé.

– ¿Y qué puedes decirme del teléfono?

– ¿Cómo? -preguntó ella entornando los ojos con una confusión que parecía auténtica.

– El teléfono del bar. ¿Quién recibe llamadas? ¿Él?

Era evidente que la pregunta la había desconcertado.

– No sé -dijo-. Ese teléfono lo usan todos.

– ¿Pero quién recibe llamadas?

Ella pensó un momento.

– No lo sé.

– ¿Él? -insistió Brunetti.

La mujer encogió los hombros y volvió la cara hacia otro lado, pero Brunetti hizo chasquear los dedos delante de sus ojos y ella volvió a mirarlo.

– ¿Él recibe llamadas?

– A veces -respondió la mujer, que miró el reloj y dijo-: Ya tendría que haber terminado.

Él miró el reloj a su vez: habían transcurrido quince minutos.

– ¿Cuánto tiempo te da?

– Generalmente, un cuarto de hora. A las viejas les da más, con los habituales. Pero si yo no vuelvo pronto, empezará a hacer preguntas y tendré que decirle por qué he tardado.

Por su manera de hablar, Brunetti comprendió que ella contestaría cualquier pregunta que el hombre le hiciera. Debatió consigo mismo si no sería preferible permitirle que descubriera que la policía se interesaba por él. Examinó la cara de la mujer, tratando de calcular su edad. ¿Veinticinco? ¿Veinte?

– Está bien -dijo poniéndose en pie.

Ante su brusco movimiento, ella se sobresaltó.

– ¿Eso es todo? -preguntó.

– Sí, eso es todo.

– ¿No quiere un rápido?

– ¿Cómo? -preguntó él, desconcertado.

– Un rápido. Es lo que piden normalmente los polis cuando nos detienen para interrogarnos. -Su voz era neutra, cansada, no acusadora.

– No, nada de eso -dijo él yendo hacia la puerta.

A su espalda, ella se puso de pie y embutió un brazo y luego el otro en las mangas de la chaqueta. Él sostuvo la puerta abierta y la siguió al descansillo. Ella dio media vuelta, cerró con llave y bajó por el único tramo de escaleras. Abrió la puerta de la calle y se alejó por la derecha en dirección al bar. Brunetti se fue hacia la izquierda hasta el extremo de la calle y se paró al pie de una farola, donde momentos después lo recogió el coche negro de Della Corte.

17

– ¿Qué tal? -preguntó Della Corte cuando Brunetti se sentó a su lado en el coche. A Brunetti le complació que no hubiera en la pregunta ni asomo de sorna.

– Es brasileña, trabaja para el que estaba con ella. Ha dicho que él recibe llamadas telefónicas en el bar.

– ¿Algo más? -preguntó Della Corte mientras ponía el coche en marcha y lentamente lo conducía hacia la estación.

– Eso es todo -respondió Brunetti-. Todo lo que me ha dicho, pero creo que podemos deducir bastantes cosas más.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, que está en Italia ilegalmente y, al no tener permiso de residencia, está obligada a hacer lo que le manden para ganarse la vida.

– Quizá lo haga porque le gusta -apuntó Della Corte.

– ¿Conoce a alguna prostituta a la que le guste eso? -preguntó Brunetti.

Haciendo caso omiso de la pregunta, Della Corte dobló una esquina y paró el coche delante de la estación. Puso el freno de mano pero dejó el motor en marcha.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Creo que habría que arrestar al que estaba con ella. Así sabremos por lo menos quién es. Y quizá convenga volver a hablar con ella mientras él esté detenido.

– ¿Cree que hablará?

Brunetti se encogió de hombros.

– Quizá, si no teme que la devuelvan a Brasil.

– ¿Qué posibilidades hay de que hable?

– Depende de quién la interrogue.

– ¿Una mujer? -preguntó Della Corte.

– Seguramente, sería preferible.

– ¿Tienen a alguien?

– Tenemos a una psicóloga que nos asesora de vez en cuando. Podría pedirle que hablara con Mara.

– ¿Mara? -preguntó Della Corte.

– Así ha dicho que se llama. Me gustaría creer que le han dejado conservar por lo menos el nombre.

– ¿Cuándo arrestarán al hombre?

– Lo antes posible.

– ¿Alguna idea de cómo?

– La próxima vez que un cliente de Mara le deje a él el dinero en el mostrador. Será lo más sencillo.

– ¿Cuánto tiempo pueden retenerlo por eso?

– Depende de lo que encontremos, si tiene antecedentes o si existe una orden de arresto. -Brunetti reflexionó-. Si está usted en lo cierto sobre la heroína, un par de horas deberían ser suficientes.

La sonrisa de Della Corte no era agradable.

– Estoy en lo cierto sobre la heroína. -Como Brunetti no dijera nada, Della Corte preguntó-: ¿Y mientras tanto?

– Estoy trabajando en varias cosas. Quiero saber algo más de la familia y del bufete de Trevisan.

– ¿Algo en particular?

– No, nada. Sólo que hay un par de cosas que me inquietan, cosas que no parecen importantes. -Esto era todo lo que Brunetti estaba dispuesto a decir, y preguntó-: ¿Y ustedes?

– Nosotros haremos otro tanto respecto a Favero, pero hay mucho campo que cubrir, por lo menos por lo que respecta a su trabajo. -Della Corte hizo una pausa y comentó-: No imaginaba que esa gente ganara tanto dinero.

– ¿Los gestores financieros?

– Sí. Cientos de millones de liras al año. Declarados; a saber lo que sacarán en negro. -Brunetti, al recordar algunos nombres de la lista de clientes de Favero, se hizo una idea de la magnitud de sus ingresos, declarados y no declarados.

Abrió la portezuela, se apeó y rodeando el coche se acercó a la ventanilla de Della Corte.

– Mañana por la noche enviaré a varios hombres. Si él y Mara están trabajando en el bar, será fácil detenerlos.

– ¿A los dos? -preguntó Della Corte.

– Sí. Quizá ella esté mejor dispuesta a hablar después de pasar una noche en el calabozo.

– Creí que quería que la entrevistara una psicóloga -dijo Della Corte.

– Sí, pero quiero que antes sepa lo que es estar encerrada. El miedo hace más comunicativas a las personas, sobre todo, a las mujeres.

– Es usted muy duro, ¿no? -preguntó Della Corte con cierto respeto.

Brunetti se encogió de hombros.