– Esa mujer puede saber algo de un asesinato. Cuanto más asustada y confusa esté, más probable será que nos lo diga.
Della Corte sonrió al soltar el freno de mano.
– Hubo un momento en que creí que iba a hablarme de la puta con corazón de oro.
Brunetti se incorporó apartándose del coche y empezó a andar hacia la estación. A los pocos pasos se volvió hacia Della Corte, que subía el cristal de la ventanilla mientras el coche empezaba a avanzar lentamente.
– Nadie tiene el corazón de oro -dijo, pero Della Corte ya se alejaba sin dar señales de haberle oído.
A la mañana siguiente, la signorina Elettra saludó a Brunetti con la noticia de que había encontrado el artículo sobre Trevisan aparecido en Il Gazzettino, pero dijo que se trataba de la simple descripción de una iniciativa conjunta en materia de turismo, de las cámaras de comercio de Venecia y Praga. Las actividades de la signora Trevisan, por lo menos, según el redactor de la página de sociedad del diario, no eran menos inocentes.
A pesar de que Brunetti esperaba algo parecido, la noticia lo decepcionó. Pidió a la signorina Elettra que viera si Giorgio -le sorprendió oírse a sí mismo hablar de Giorgio como de un viejo amigo- podía conseguir una lista de las llamadas hechas al y desde el bar Pinetta. Hecho esto, leyó el correo y a continuación hizo varias llamadas telefónicas relacionadas con una de las cartas.
Brunetti llamó después a Vianello y le pidió que aquella noche enviara a tres hombres al bar Pinetta, para arrestar a Mara y a su proxeneta. Luego no tuvo más remedio que dedicarse a los papeles de su mesa, aunque le resultó difícil concentrarse en lo que leía: estadísticas del Ministerio del Interior sobre las necesidades de personal para los cinco años siguientes, el coste del enlace informático con la Interpol y el índice de operatividad de un nuevo tipo de pistola. Brunetti arrojó los papeles a la mesa con un ademán de impaciencia. El questore había recibido recientemente del ministro del Interior un memorándum en el que se le informaba de que el presupuesto del año próximo para la policía nacional se recortaría en un 15 o, quizá, un 20 por ciento, y que no cabía esperar un aumento de los fondos en un futuro previsible. Ello no obstante, aquellos estúpidos de Roma seguían redactando proyectos y planes, como si hubiera dinero que gastar, como si no lo hubieran robado ya todo y enviado a cuentas secretas de Suiza.
Brunetti dio la vuelta a la hoja en que se detallaban las características de aquellas pistolas que nunca se comprarían y escribió en el reverso los nombres de las personas con las que deseaba hablar: la viuda Trevisan y su hermano, su hija Francesca y alguien que pudiera darle información concreta, tanto sobre el bufete como sobre la vida privada de Trevisan.
En una segunda columna escribió las cosas que le habían llamado la atención: la explicación -¿o era jactancia?- de Francesca, de que alguien podía secuestrarla; la resistencia de Lotto a darle la lista de los clientes de Trevisan y su sorpresa al oírle mencionar a Favero.
Y, planeando sobre todo ello, los números de teléfono, aquel sinfín de llamadas, sin pauta ni justificación aparentes.
Al agacharse para sacar la guía telefónica del cajón de abajo, Brunetti se dijo que debía de ser muy práctica una libretita con los números de uso más frecuente, como la de Favero. Pero al número que ahora buscaba no había llamado nunca, porque hasta ahora no había querido cobrarse aquel favor.
Hacía tres años, su amigo Danilo, el farmacéutico, le había llamado una tarde a última hora, para pedirle que fuera a su apartamento. Lo encontró con un párpado hinchado y casi cerrado, como si se hubiera metido en una pelea. Violencia la hubo, en efecto, pero no de Danilo, que no opuso resistencia al joven que había irrumpido en la farmacia en el momento de cerrar. Tampoco trató de impedir que el joven forzara el armario en el que se guardaban los narcóticos ni que sacara las siete ampollas de morfina. Pero Danilo había reconocido al intruso y cuando éste se iba, dijo: «No hagas eso, Roberto», y entonces el otro le dio un empujón. El farmacéutico cayó de lado y se golpeó la cabeza con el borde de una vitrina.
Roberto, como sabían no sólo Danilo y Brunetti sino casi toda la policía de la ciudad, era hijo único del juez Mario Beniamin, presidente de la Audiencia de Venecia. Hasta aquella noche, su adicción nunca le había inducido a la violencia, ya que se las arreglaba con recetas falsas y lo que conseguía a cambio de los objetos que robaba en casa de familiares y amigos. Pero la agresión al farmacéutico, aunque la lesión había sido involuntaria, había hecho de Roberto uno más de los delincuentes de la ciudad. Después de hablar con Danilo, Brunetti fue a casa del juez y estuvo con él durante más de una hora. Al día siguiente, el juez Beniamin acompañó a su hijo a una pequeña clínica particular de las afueras de Zurich, donde Roberto pasó los seis meses siguientes y de la que salió para iniciar un curso en un taller de cerámica de las afueras de Milán.
El favor, ofrecido espontáneamente por Brunetti, había permanecido en reposo entre él y el juez durante todos aquellos años, como duermen en el fondo del armario unos zapatos demasiado caros, hasta el día en que, inopinadamente, tropezamos con ellos y recordamos con una mueca de desagrado lo estúpidos que fuimos al dejarnos tentar por aquella falsa ganga.
En el despacho del juez, a la tercera señal del teléfono, contestó una voz femenina. Brunetti dio su nombre y solicitó hablar con el juez Beniamin.
Al cabo de un minuto, el juez se puso al teléfono.
– Buon giorno, comisario. Esperaba su llamada.
– Sí -dijo Brunetti simplemente-. Me gustaría hablar con Su Señoría.
– ¿Hoy?
– Si fuera posible.
– Puedo dedicarle media hora esta tarde a las cinco. ¿Será suficiente?
– Espero que sí, Señoría.
– Le espero entonces. Aquí -dijo el juez, y colgó.
La Audiencia de lo criminal está situada al pie del puente de Rialto, aunque no en el lado de San Marco sino en el del mercado de frutas y verduras. Por ello, los que van al mercado temprano, a veces pueden ver a hombres y mujeres que entran o salen del edificio esposados, y no es raro que entre las cajas de coles o de uvas transiten carabinieri armados con metralletas custodiando a los detenidos. Brunetti mostró su credencial a los guardias de la puerta y subió dos tramos de la amplia escalera de mármol, hasta el despacho del juez Beniamin. Desde las grandes ventanas de la escalera se dominaba la Fondazioni dei Tedeschi, en tiempos de la República, sede de los mercaderes alemanes de la ciudad y ahora central de Correos. En lo alto de la escalera, dos carabinieri con chaleco antibalas y rifle de asalto le pidieron la identificación.
– ¿Lleva algún arma, comisario? -preguntó uno de ellos, después de examinar atentamente el documento.
Brunetti lamentó no haber pensado en dejar la pistola en el despacho. Hacía tiempo que en Italia se había levantado la veda del juez, y ahora, cuando ya era tarde, todas las precauciones parecían pocas. Lentamente, se desabrochó la chaqueta y la abrió para que el guardia le quitara la pistola.
La tercera puerta de la izquierda era la del despacho de Beniamin. Brunetti dio dos golpecitos y una voz lo invitó a entrar.
Durante los años transcurridos desde su visita a la casa del juez, los dos hombres se habían saludado por la calle alguna vez, pero Brunetti llevaba ya casi un año sin ver a Beniamin y quedó asombrado por el cambio que se había producido en aquel hombre que, a pesar de tener sólo unos diez años más que Brunetti, ahora hubiera podido pasar por su padre. A cada lado de la boca, se le marcaban unos pliegues profundos y los ojos, en otro tiempo oscuros y brillantes, estaban empañados, como si alguien hubiera olvidado limpiarlos. Y había perdido tanto peso que parecía extraviarse dentro de la amplia toga.