– Siéntese, comisario -dijo Beniamin. La voz era la misma, grave y vibrante, voz de barítono.
– Gracias, Señoría -dijo Brunetti sentándose en una de las cuatro sillas que estaban dispuestas frente al escritorio del juez.
– Lo lamento, pero dispongo de menos tiempo de lo que pensaba. -Después de hablar, el juez se quedó en suspenso como si acabara de escuchar sus propias palabras. Esbozó una sonrisa pequeña y triste y agregó-: Me refiero a esta tarde. De modo que, si podemos abreviar, se lo agradeceré.
– Desde luego, Señoría. Ni que decir tiene que le agradezco mucho que me haya recibido. -Brunetti se detuvo y su mirada se cruzó con la del juez. Ambos eran conscientes de lo convencional de la frase.
– Sí -dijo el juez. Nada más.
– Carlo Trevisan -enunció Brunetti.
– ¿Concretamente? -preguntó el juez.
– ¿A quién beneficia su muerte? ¿Qué relación tenía con su cuñado? ¿Y con su mujer? ¿Por qué su hija, hará unos cinco años, decía que sus padres temían que la secuestraran? ¿Y qué relaciones tenía Trevisan con la Mafia?
El juez Beniamin no tomaba notas, sólo escuchaba. Ahora apoyó los codos en la mesa y levantó una mano con el dorso hacia Brunetti y los dedos extendidos.
– Hace dos años, otro abogado, Salvatore Martucci, entró en el bufete, aportando sus propios clientes, con la condición de que, dentro de un año, se le hiciera socio de la firma, con una participación del cincuenta por ciento. Se dice que Trevisan no estaba dispuesto a cumplir el acuerdo. Muerto Trevisan, Martucci se queda solo al frente del bufete. -El pulgar del juez Beniamin desapareció.
»El cuñado es un hombre hábil y escurridizo. Es sólo un rumor, y podrían acusarme de calumnia si repitiera por ahí lo que voy a decirle, pero quienquiera que desee eludir el pago de impuestos en transacciones internacionales o saber a quién tiene que sobornar para evitar que un embarque no sea inspeccionado en la aduana, no tiene más que acudir a él. -El dedo índice desapareció.
»La esposa se entiende con Martucci. -Ahora el juez dobló el dedo mayor.
»Hace años, y esto es otro rumor, Trevisan llevó asuntos financieros de dos miembros de la Mafia de Palermo, hombres muy violentos. Desconozco la índole de su relación, si fue legal o ilegal, ni si fue voluntaria o no, pero me consta que esos hombres estaban interesados en él, o viceversa, a causa de la previsible apertura de la Europa del Este y el consiguiente incremento de las relaciones entre Italia y esos países. Es sabido que la Mafia secuestra o mata a los hijos de quienes se niegan a hacer negocios con ellos. Se dice que durante algún tiempo, Trevisan estaba muy asustado, pero también se dice que se le pasó el miedo. -Recogiendo los dos últimos dedos en el puño, el juez dijo-: Me parece que esto responde a todas sus preguntas.
Brunetti se puso en pie.
– Gracias, Señoría.
– De nada, comisario.
No se mencionó a Roberto, muerto de sobredosis hacía un año, ni se habló del cáncer que estaba destruyendo el hígado del juez. Brunetti salió del despacho, recuperó la pistola que le entregó el guardia y salió de la Audiencia.
18
Lo primero que hizo Brunetti al llegar a su despacho a la mañana siguiente fue marcar el número particular de Barbara Zorzi. Después de la señal del contestador, dijo:
– Dottoressa, aquí Guido Brunetti. Si está en casa, le agradeceré que conteste. Tengo que hablar con usted otra vez sobre Trevisan. He descubierto que…
– ¿Sí? -dijo ella, interrumpiéndole, pero sin sorprenderle por la falta de saludo o de cordialidad.
– Me gustaría saber si la visita a su consultorio de la signora Trevisan estaba relacionada con un embarazo. Antes de que ella pudiera responder, aclaró-: No de su hija sino de ella.
– ¿Por qué desea saberlo?
– El informe de la autopsia indica que su marido había sido sometido a una vasectomía.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. ¿Supondría eso una diferencia?
Después de una larga pausa, ella dijo:
– No, supongo que no. Sí; cuando vino a visitarse hace dos años creía estar embarazada. Entonces tenía cuarenta y un años, de modo que era posible.
– ¿Lo estaba?
– No.
– ¿Parecía muy preocupada por ello?
– En aquel momento no me lo pareció, en fin, no más preocupada de lo que lo estaría cualquier mujer de su edad, que creyera haber dejado atrás todo eso. Pero ahora supongo que sí que lo estaba.
– Gracias -dijo Brunetti.
– ¿Eso es todo? -La sorpresa era audible.
– Sí.
– ¿No va a preguntarme si sabía yo quién era el padre?
– No; creo que si usted hubiera pensado que el padre no era Trevisan me lo hubiera dicho ya el otro día.
Ella tardó un momento en responder y al hacerlo arrastró la primera palabra.
– Sí, probablemente.
– Bien.
– Quizá.
– Gracias -dijo Brunetti, y colgó.
Llamó entonces al despacho de Trevisan para pedir una entrevista al avvocato Salvatore Martucci, pero le dijeron que el signor Martucci había tenido que ir a Milán y que llamaría al comisario Brunetti tan pronto como regresara. No habían llegado a su mesa más papeles, por lo que se dedicó a repasar la lista que había hecho la víspera y a reflexionar sobre su conversación con el juez.
Brunetti no perdió el tiempo en cuestionar ni en tratar de confirmar la veracidad de las revelaciones que le había hecho el juez Beniamin. Así pues, dada la probable relación de Trevisan con la Mafia, su muerte parecía ahora más que nunca una ejecución, tan fulminante y anónima como la provocada por el rayo. A juzgar por el apellido, probablemente Martucci sería un hombre del sur, y Brunetti se puso en guardia contra los prejuicios que ello pudiera inspirarle, especialmente si resultaba ser siciliano.
Quedaban Francesca y sus comentarios acerca del miedo de sus padres a un secuestro. Aquella mañana, antes de salir de casa, Brunetti había dicho a Chiara que la policía había esclarecido el asunto de la amenaza de secuestro, por lo que no necesitaba más ayuda. Hasta la más remota posibilidad de que alguien pudiera enterarse del interés de Chiara por un asunto relacionado con la Mafia causaba a Brunetti viva inquietud, y sabía que una aparente falta de interés sería el mejor medio para disuadirla de seguir haciendo preguntas.
Lo sacó de su ensimismamiento un golpe que sonó en la puerta del despacho.
– Avanti -gritó y al levantar la mirada vio que la signorina Elettra hacía entrar a un hombre.
– Comisario -dijo ella acercándose-, le presento al signor Giorgio Rondini, que desea hablar con usted unos momentos.
El hombre que venía con ella le sacaba por lo menos toda la cabeza, aunque no pesaría mucho más. El signor Rondini parecía salido de un cuadro del Greco, impresión que acentuaban la barbita negra y puntiaguda y los ojos oscuros, protegidos por unas cejas muy pobladas.
– Siéntese, signor Rondini, tenga la bondad -dijo Brunetti levantándose-. ¿En qué puedo servirle?
Mientras Rondini descendía a la silla, la signorina Elettra volvió sobre sus pasos hasta la puerta que había dejado abierta. En el umbral se quedó quieta hasta que Brunetti la miró, y entonces ella, señalando al visitante, silabeó silenciosamente, como si se dirigiera a un sordo:
– Gi-or-gio.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo casi imperceptiblemente y dijo, mientras ella ya cerraba la puerta:
– Grazie, signorina.
Durante un rato, ninguno de los dos hombres habló. Rondini examinaba el despacho y Brunetti miraba la lista que tenía encima de la mesa. Finamente, el recién llegado dijo: