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Brunetti levantó la cabeza y paseó una mirada ausente por los puestos de frutas y verduras. ¿«Las investigaciones pertinentes»? ¿Quién estaba de guardia ayer por la noche? ¿Por qué no le habían avisado? ¿A cuál de sus compañeros habían llamado?

Brunetti dio la espalda al quiosco y siguió andando hacia la questura, mientras repasaba mentalmente los varios casos pendientes y trataba de deducir a quién encomendarían éste. Brunetti estaba terminando la investigación de una ramificación menor, a escala veneciana, de la vasta red de cohecho y corrupción que había operado desde Milán durante años. Se habían construido en el continente, con un desembolso de miles de millones de liras, varias superautopistas, una de las cuales unía la ciudad con el aeropuerto. Hasta que estuvo terminada, a nadie se le ocurrió considerar que la comunicación con el aeropuerto, que no registraba más de cien vuelos diarios, estaba ya perfectamente servida por las carreteras, autobuses, taxis y vapores existentes. Hasta entonces no se cuestionó el enorme dispendio de fondos públicos en la construcción de una autopista que ni con el mayor alarde de imaginación podía considerarse necesaria. De ahí la intervención de Brunetti, y de ahí las órdenes de arresto y bloqueo de las cuentas del dueño de la constructora a la que se habían encargado la mayor parte de las obras y de los tres miembros del consejo de la ciudad que más habían batallado para que se le otorgara el contrato.

Otro comisario trabajaba en un asunto del Casino, donde una vez más los crupiers habían hallado la forma de burlar las normas para embolsarse un porcentaje de las apuestas. El tercero estaba investigando a una serie de empresas de Mestre controladas por la Mafia, una investigación que no parecía tener ni límites ni, desgraciadamente, final.

Por consiguiente, no fue una sorpresa para Brunetti que, a su llegada a la questura, los guardias de la puerta lo saludaran con la noticia:

– Él quiere verlo.

Si el vicequestore Patta quería verlo tan temprano, era señal de que la víspera habían avisado a Patta y no a alguno de los comisarios. Y si Patta estaba tan interesado en el crimen como para hallarse aquí a primera hora de la mañana, era señal de que Trevisan era más importante o tenía amistades más poderosas de lo que Brunetti imaginaba.

El comisario subió a su despacho, colgó la gabardina y revisó la mesa. No había en ella nada que no estuviera ya la noche antes, cuando él se fue, de manera que los papeles que hubiera podido generar el caso estaban abajo, en el despacho de Patta. Bajó por la escalera posterior al antedespacho del vicequestore. La signorina Elettra Zorzi se hallaba sentada a su mesa luciendo un vestido de crespón blanco azucena, con un sugestivo drapeado en diagonal en el pecho, como si estuviese allí con el único objeto de recibir a los fotógrafos de la revista Vogue.

– Buon giorno, commissario -sonrió levantando la mirada de la revista que tenía encima de la mesa.

– ¿Trevisan? -preguntó Brunetti.

Ella asintió.

– Hace diez minutos que está hablando por teléfono. El alcalde.

– ¿Quién ha llamado a quién?

– El alcalde a él -respondió la signorina Elettra-. ¿Por qué? ¿Importa eso?

– Sí; probablemente significa que no hay pistas.

– ¿Por qué?

– Si hubiera llamado él, sería señal de que podía asegurarle que teníamos a un sospechoso o que pronto conseguiríamos una confesión. El que haya llamado el alcalde indica que Trevisan era importante y que quieren que el caso se resuelva pronto.

La signorina Elettra cerró la revista y la apartó hacia un lado de la mesa. Brunetti recordó que, al principio de trabajar para Patta, la joven solía guardar las revistas en el cajón; ahora ya ni se molestaba en ponerlas boca abajo.

– ¿A qué hora ha llegado? -preguntó Brunetti.

– A las ocho y media -y, sin darle tiempo de preguntar, ella añadió-: Yo ya estaba aquí y le he dicho que usted había salido a interrogar a la criada de los Leonardi.

Brunetti había hablado con la mujer la tarde anterior, en el curso de su investigación del contratista, pero no había averiguado nada.

– Grazie -dijo Brunetti, que más de una vez se había preguntado por qué una persona con una inclinación natural por la duplicidad como la que poseía la signorina Elettra había decidido trabajar para la policía.

Ella bajó la mirada a la mesa, y vio que en su teléfono había dejado de parpadear una luz roja.

– Ya ha terminado -dijo.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y fue hacia la puerta del despacho de Patta. Llamó con los nudillos y cuando oyó gritar «Avanti» entró.

A pesar de que el vicequestore había llegado temprano, era evidente que no había economizado el tiempo en su aseo personal, ya que en el aire flotaba el ácido aroma del aftershave, y el bello rostro de Patta relucía. La corbata era de lana y el traje de seda: el vicequestore no era esclavo de la tradición.

– ¿Dónde estaba usted? -fue el saludo de Patta.

– En casa de Leonardi. Hablando con la criada.

– ¿Ha averiguado algo?

– No sabe nada.

– Eso no importa ahora -dijo Patta, señalando la silla del otro lado de la mesa-. Siéntese, Brunetti. -Cuando el comisario estuvo sentado, Patta preguntó-: ¿Se ha enterado de esto?

No hacía falta preguntar qué era «esto».

– Sí, señor -respondió Brunetti-. ¿Cómo ocurrió?

– Lo mataron anoche, en el tren de Turín. Dos disparos, desde muy cerca. Al pecho. Uno debió de seccionar una arteria, porque había mucha sangre. -El «debió de» era señal de que aún no se había practicado la autopsia-. ¿Dónde estaba usted anoche? -preguntó entonces Patta, casi como si, antes de seguir adelante, quisiera eliminar a Brunetti de la lista de sospechosos.

– Fuimos a cenar a casa de un amigo.

– Me dijeron que habían llamado a su casa.

– Estaba en casa de un amigo -repitió Brunetti.

– ¿Por qué no tiene contestador?

– Porque tengo dos hijos.

– ¿Qué tiene que ver?

– Que, si tuviera contestador, me pasaría la vida escuchando los mensajes de sus amigos.

O escuchando las excusas de sus hijos por sus retrasos. También significaba que Brunetti consideraba que era responsabilidad de sus hijos tomar los recados para sus padres, pero no tenía intención de dar explicaciones a Patta.

– Tuvieron que avisarme a mí -dijo Patta sin disimular su indignación.

Brunetti supuso que ahora su superior esperaba una disculpa. Pero no se la dio.

– Fui a la estación. La policía de ferrocarriles hizo una chapuza, desde luego.

Patta miró a la mesa y acercó varias fotos a Brunetti.

El comisario se inclinó hacia adelante, tomó las fotos y las miró mientras Patta seguía enumerando las pruebas de la incompetencia de la policía de ferrocarriles. La primera foto había sido tomada desde la puerta del compartimiento y mostraba el cuerpo de un hombre tendido boca arriba entre los asientos. El ángulo impedía ver más que la parte posterior de la cabeza, pero las manchas rojo oscuro del abultado abdomen eran inconfundibles. La foto siguiente mostraba el cuerpo desde el otro lado del compartimiento y debía de haber sido tomada a través de la ventanilla. En ésta Brunetti vio que el hombre tenía los ojos cerrados y una estilográfica en la mano. Las otras fotos mostraban poco más, a pesar de estar hechas desde dentro del coche. El hombre parecía dormir, la muerte había borrado de su cara toda expresión, dejando sólo la beatitud del sueño de los justos.