En los confines de la memoria de Paola empezó a agitarse un recuerdo, como una vieja carpa que lentamente nadara hacia la luz del día. Era un recuerdo que había despertado a la mención del camión y las mujeres. Ella apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Y vio nieve. Y bastó este detalle para hacer que el recuerdo saliera a la superficie.
– Guido, a principios de otoño… creo que fue mientras estabas en Roma en aquella conferencia… un camión se salió de la autopista cerca de la frontera austríaca. He olvidado los detalles, me parece que derrapó en el hielo y cayó por un precipicio o algo por el estilo. Lo cierto es que en la caja del camión viajaban mujeres y todas murieron. Diría que eran ocho. Fue muy raro. La noticia vino en todos los periódicos pero enseguida desapareció, no se dijo más. -Paola sintió que él le oprimía la mano con más fuerza-. ¿Crees que podía referirse a eso?
– Recuerdo haber leído algo, una referencia al suceso en un informe de la Interpol sobre trata de blancas -dijo Brunetti-. El conductor murió, ¿verdad?
– Creo que sí -dijo Paola.
La policía de allá arriba tendría el atestado, mañana les llamaría. Trató de recordar algo más del informe de la Interpol, o quizá era de alguna otra agencia. Sólo Dios sabía dónde estaría archivado. Mañana tendría tiempo para todo eso.
Paola le tiró de la mano con suavidad.
– ¿Por qué vais con ellas?
– ¿Hmmm? -hizo Brunetti, distraído.
– ¿Por qué vais con putas? -Y, para evitar malas interpretaciones, aclaró-: Me refiero a los hombres en general.
Él hizo un vago ademán sin soltarle la mano.
– Sexo sin compromiso, supongo. Sin consecuencias ni obligaciones. Sin cumplidos.
– No parece muy atractivo -dijo Paola, y agregó-: Claro que las mujeres siempre se empeñan en dar al sexo un cariz sentimental.
– En eso tienes mucha razón -dijo Brunetti.
Paola se desasió de su mano y se levantó. Miró a su marido un momento y luego se fue a la cocina a preparar la cena.
23
Cuando llegó a la questura al día siguiente, Brunetti pidió a la centralita que le pusiera con la policía de Tarvisio y empezó a buscar en sus archivos el informe de la Interpol sobre la prostitución. El agente encargado de la centralita cumplió rápidamente el encargo y Brunetti pasó los quince minutos siguientes escuchando a un capitán de carabinieri describir el accidente, hasta que el comisario puso fin a la conversación solicitando que le pasaran por fax toda la documentación relacionada con el caso.
Brunetti tardó veinte minutos en localizar el informe sobre el tráfico internacional de prostitutas y media hora, en leerlo. Su contenido le impresionó vivamente, en especial la última frase, que le pareció inverosímiclass="underline" «Varias policías y organizaciones internacionales calculan que el número de mujeres afectadas por este tráfico es de medio millón.» El informe describía algo que él, al igual que la mayoría de policías de Europa, sabía que existía, pero lo sobrecogedor era la envergadura y complejidad de la operación.
El esquema, en líneas generales, quedaba reflejado en la historia de Mara: a una muchacha de un país en vías de desarrollo se le prometía una nueva vida en Europa; unas veces, el señuelo era el amor, un tierno amor y otras, la promesa de trabajo doméstico o una carrera en el mundo del espectáculo. En Europa, le decían, tendrás una vida digna, ganarás lo suficiente para ayudar a tu familia y quizá un día puedas llevarla contigo a aquel paraíso en la tierra.
Al llegar, las muchachas se encontraban en una situación parecida a la de Mara y descubrían que el contrato de trabajo que habían firmado antes de salir era el compromiso de reembolsar hasta cincuenta mil dólares a la persona que les había organizado el viaje y que se había quedado con su pasaporte. Se encontraban ahora en un país extranjero, sin documentación y convencidas de que, con su sola presencia, infringían la ley y podían ser arrestadas y sentenciadas a largas penas de cárcel por la deuda que habían contraído al firmar el contrato. Ello no obstante, algunas protestaban, sin miedo al arresto. Generalmente, a éstas se las dominaba con la violación múltiple o medios aún más violentos. Algunas morían. Se corría la voz. La resistencia era cada vez menor.
Y los burdeles del mundo desarrollado se habían llenado de exóticas jóvenes de cabello negro y piel oscura: tailandesas, cuya dulce modestia tanto halaga el complejo de superioridad del hombre; mestizas dominicanas a las que, como todo el mundo sabe, les encanta eso, porque por algo son negras, y no digamos las brasileñas, cariocas voluptuosas que han nacido para ser putas.
El informe decía entonces que, a causa de los gastos de transporte, se había empezado a explotar una nueva cantera más próxima, en el este de Europa, donde miles de mujeres rubias y de ojos azules habían perdido el empleo o veían cómo la inflación devoraba sus ahorros. Setenta años de austeridad comunista habían creado ansia por las amenidades de Occidente, y las jóvenes emigraban en coche o en camión, a pie y hasta en trineo, hacia El Dorado que era para ellas el vecino occidental, para encontrarse allí sin papeles, sin derechos y sin esperanza.
A Brunetti no le sorprendía lo que leía, pero le consternaba la cifra: medio millón. Buscó en la última página los nombres de las personas y organizaciones que habían confeccionado el informe y que eran de solvencia total, pero la cifra seguía siendo intolerable. Había en Italia provincias enteras que no tenían medio millón de mujeres. Este número podría poblar toda una ciudad.
Cuando acabó de leer, Brunetti dejó el informe en el centro de la mesa y luego lo apartó un poco, como si temiera ser contaminado. Abrió el cajón, sacó un lápiz, se acercó un papel y rápidamente hizo una lista de tres nombres: un comandante de la policía de Brasil al que había conocido en París hacía varios años durante un seminario, el dueño de una importante empresa de importación y exportación con oficinas en Bangkok y Pia, una prostituta. Por una u otra razón, los tres estaban en deuda con Brunetti, y a él no se le ocurría mejor pago que la información.
Brunetti pasó las dos horas siguientes al teléfono, generando una factura que después se volatilizó por efecto de unas sabias pulsaciones efectuadas en el ordenador central de la SIP. Al cabo de aquellas dos horas había descubierto poco más de lo que decía el informe, pero ahora lo sabía de un modo más vivido y personal.
El comandante De Vedia, de Río, no podía compartir la preocupación de Brunetti ni comprendía su indignación. Al fin y al cabo, siete de sus agentes habían sido arrestados aquella semana por haber actuado de pelotón de ejecución por encargo de unos comerciantes de Río que les habían pagado para que mataran a los niños de la calle que entorpecían el acceso de los clientes a sus tiendas.
– Los que consiguen llegar a Europa son los afortunados, Guido -dijo el comandante antes de colgar.
No se mostró más comprensivo el interlocutor de Bangkok.
– Comisario, más de la mitad de las prostitutas de aquí tienen el sida. Dichosas las que pueden salir de Tailandia.
Pero la mejor fuente de información fue Pia, a la que Brunetti encontró en casa porque Carolina, su perra labrador, estaba de parto de su primera camada. Pia se hallaba al corriente del asunto, pero la sorprendió que la policía se preocupara por él. Cuando se enteró de que el interés de Brunetti estaba provocado por la muerte de tres prósperos hombres de negocios, la mujer soltó una larga carcajada. Las chicas, explicó cuando pudo hablar, venían de todas partes, algunas trabajaban en la calle, pero a muchas las tenían en casas, para controlarlas mejor. Sí, a veces las sacudían, si no los chulos, los clientes. ¿Quejarse? ¿A quién? No tenían papeles, estaban convencidas de que su sola presencia en Italia era delito; algunas ni sabían italiano. Al fin y al cabo, la suya no era una profesión para la que una conversación inteligente fuera requisito esencial.