Pia no sentía animadversión hacia ellas, aunque no ocultaba que le escocía la competencia. Ella y sus amigas, que trabajaban sin proxeneta, disfrutaban por lo menos de cierta estabilidad económica: apartamento, coche y algunas, hasta casa propia; pero aquellas extranjeras no tenían nada y no podían permitirse rechazar a un cliente, fuera lo que fuera lo que les pidiera. Ellas y las adictas eran las que peor lo tenían, aceptaban cualquier cosa, podían obligarlas a todo. Estaban indefensas ante la brutalidad y -peor aún- eran vehículos de enfermedades.
Brunetti preguntó cuántas había en la zona del Véneto y Pia le contestó riendo que más de las que él podría contar. Entonces Carolina ladró tan fuerte que hasta Brunetti la oyó y Pia dijo que tenía que colgar.
– ¿Quién maneja eso, Pia? -preguntó, ansioso de conseguir una respuesta más antes de que ella terminara la conversación.
– Eso es big business, dottore -dijo ella-. Es como preguntar quién maneja los bancos o la Bolsa. Son los mismos hombres, con el pelo bien cortado y el traje a medida. Todos los días, al despacho y todos los domingos, a misa y, cuando nadie mira, cuentan lo que ganan con las mujeres que trabajan echadas de espaldas. Somos una mercancía más, dottore. A no tardar, saldremos en el mercado de futuros -rió la mujer, que hizo una sugerencia procaz del nombre bajo el que podrían aparecer. Entonces Carolina dio un alarido y Pia colgó.
En el mismo papel, Brunetti se puso a hacer unas sencillas operaciones aritméticas. Estimó el precio medio de cada servicio en cincuenta mil liras, pero entonces tuvo que reconocer que no tenía idea de cuántos podían hacerse al día. Para simplificar el cálculo decidió fijarlos en diez. Suponiendo que las mujeres descansaran el fin de semana, lujo que difícilmente se les permitiría, cada una haría dos millones y medio a la semana, diez millones al mes. Siguió simplificando y estimó cien millones de liras al año, que luego dejó en la mitad, para compensar, a grandes rasgos, posibles errores en los cálculos anteriores. Cuando multiplicó el resultado por medio millón, el producto ya escapaba a su imaginación, y se limitó a contar los ceros que, si no se equivocaba, eran doce. Tenía razón Pia, aquello era big business.
El instinto y la experiencia le decían que ni Mara ni su chulo le darían más información. Llamó a Vianello y le preguntó si ya habían localizado al óptico que había vendido las gafas encontradas en el restaurante de Padua. Vianello tapó el micro con la palma de la mano, el sonido se apagó y luego se oyó la voz del sargento, que tenía una nota de irritación o quizá de algo más fuerte.
– Ahora mismo subo, dottore -dijo, y colgó el teléfono.
Cuando entró en el despacho, el sargento tenía la cara roja todavía, secuela de lo que Brunetti, por larga experiencia, sabía que era un acceso de cólera. Vianello cerró la puerta con suavidad y se acercó a la mesa de Brunetti.
– Riverre -dijo a modo de explicación. Era el nombre del agente que era la cruz no sólo de Vianello sino de todo el personal de la questura.
– ¿Qué ha hecho ahora?
– Ayer encontró al óptico, tomó nota y la ha tenido guardada en su mesa hasta que le he preguntado. -De haber estado de mejor humor, Brunetti hubiera comentado que, por lo menos esta vez, Riverre se había molestado en tomar nota, pero en aquel momento descubrió que no tenía ni humor ni paciencia. Además, hacía tiempo que Brunetti y su sargento habían decidido que, por lo que a la incompetencia de Riverre se refería, sobraban los comentarios.
– ¿Quién es?
– Carraro, calle della Mandorla.
– ¿Consiguió el nombre de la cliente?
Vianello se mordió el labio inferior e involuntariamente apretó los puños.
– No, señor. Sólo comprobó que las gafas que correspondían a aquella graduación eran de allí. Dice que eso se le ordenó hacer y eso hizo.
Brunetti sacó la guía telefónica y rápidamente encontró el número. El óptico dijo que ya esperaba que la policía volviera a llamar e inmediatamente dio a Brunetti el nombre y la dirección de la mujer que había encargado las gafas. Por su forma de hablar, parecía creer que la policía sólo pretendía que la mujer recuperara sus gafas, y Brunetti no quiso desengañarlo.
– Pero no creo que la encuentre en su casa a esta hora -dijo el doctor Carraro-. Ahora debe de estar en su trabajo.
– ¿Y sabe usted dónde trabaja, dottore? -preguntó Brunetti cortésmente.
– Tiene una agencia de viajes cerca de la universidad, entre la universidad y la tienda de alfombras.
– Ah, sí, ya sé -dijo Brunetti, recordando un escaparate lleno de carteles ante el que había pasado infinidad de veces-. Muchas gracias, dottore. Me encargaré de que le devuelvan las gafas.
Brunetti colgó el teléfono y miró a Vianello.
– Regina Ceroni. ¿El nombre le dice algo?
Vianello movió la cabeza negativamente.
– Tiene la agencia de viajes que está cerca de la universidad.
– ¿Quiere que vaya con usted, comisario?
– No. Antes del almuerzo me acercaré a devolverle las gafas a la signora Ceroni.
Bajo la fría llovizna de noviembre, Brunetti contemplaba una playa soleada. En una hamaca colgada de dos grandes palmeras había una joven que, por lo que él podía ver, llevaba sólo la pieza de abajo del bikini. Al fondo, en la arena blanca rompían unas olitas mansas de un mar de lapislázuli que se extendía hasta el horizonte. Todo esto podía ser suyo durante una semana por sólo 1.800.000 liras, habitación doble, viaje en avión incluido.
Brunetti abrió la puerta y entró en la agencia. Una atractiva joven de pelo negro sentada ante un ordenador le sonrió amablemente.
– Buon giorno -dijo él devolviéndole la sonrisa-. ¿Está la signora Ceroni?
– ¿De parte de quién?
– Signor Brunetti.
La joven levantó una mano para indicarle que aguardara, pulsó varias teclas y se puso en pie. La impresora que estaba a su izquierda despertó con un suave rechinar y empezó a expulsar lo que parecía un billete de avión.
– Le diré que está usted aquí, signor Brunetti -dijo volviéndose hacia la única puerta que había al fondo de la oficina. Llamó y entró sin esperar. Al momento salió y sostuvo la puerta mientras con un gesto invitaba a pasar a Brunetti.
El despacho no era grande, pero estaba amueblado con clase. La mesa era de teca, según observó Brunetti, pulimentada y reluciente como el cristal. La falta de cajones pregonaba que su finalidad no era utilitaria. Y la alfombra persa de seda oro pálido era similar a la que el suegro del comisario tenía en el estudio.
La mujer que estaba detrás de ambas tenía el pelo castaño claro, recogido detrás de las orejas con peinetas de marfil labrado. La simplicidad del peinado contrastaba con la tela y el corte del traje, de gruesa seda salvaje gris oscuro, con grandes hombreras y mangas ajustadas. Aparentaba estar en la treintena, pero el hábil maquillaje y el esmero del atuendo hacían difícil adivinar a qué altura. Llevaba gafas con montura gruesa. El cristal izquierdo tenía una pequeña muesca semicircular, poco mayor que un guisante, en el ángulo inferior.
Ella levantó la cabeza, sonrió a Brunetti sin abrir la boca y se quitó las gafas, que dejó encima de los papeles que tenía delante. No dijo nada. Él observó que el color de sus ojos era tan parecido al del traje que no podía tratarse de simple coincidencia. Al mirarla, Brunetti recordó la descripción que hace Figaro de la mujer a la que ama el conde Almaviva: cabello de oro, mejillas de rosa y ojos que hablan.