– ¿De qué hablaron aquella noche durante la cena?
Ella desvió la mirada, evocando la cena.
– De lo que hablan los amigos. De sus negocios. De los míos. De sus hijos.
– ¿De su esposa?
Nuevamente, ella frunció los labios con gesto de reprobación.
– No; no hablamos de su esposa. A ninguno de los dos nos parecía correcto.
– ¿De qué más hablaron?
– No recuerdo. Él dijo que quería comprar otro coche, y estaba indeciso acerca de la marca, pero yo no pude ayudarle en eso.
– ¿Usted no conduce?
– No; aquí no hace falta el coche, ¿verdad? -preguntó con una sonrisa-. Además, yo no sé nada de coches. Como la mayoría de las mujeres.
Brunetti se preguntó por qué querría ella halagar su hipotético concepto de la superioridad masculina; le parecía una actitud incoherente en una mujer que con tanta facilidad había logrado equipararse a los hombres.
– El camarero del restaurante dice que, durante la cena, Favero le enseñó a usted unos papeles.
– Ah, sí. Entonces saqué las gafas. Las necesito para leer.
– ¿Qué papeles eran?
Ella calló un momento, recordando o inventando.
– El informe de una empresa en la que quería que yo invirtiera. La agencia rinde beneficios, y él deseaba que «hiciera trabajar» el dinero, como decía él. Pero no me interesó.
– ¿Recuerda qué clase de empresa era?
– Lo siento, no lo recuerdo. No presto mucha atención a esas cosas. -Brunetti se permitió dudarlo-. ¿Es importante?
– Encontramos varias carpetas en el portamaletas del coche -mintió Brunetti-, y nos gustaría hacernos una idea de la importancia que puedan tener.
Observó que ella iba a preguntar por los papeles pero desistía.
– ¿Recuerda algo en particular de aquella noche? ¿Parecía preocupado o disgustado por algo? -Brunetti pensó que casi a todo el mundo le parecería extraño que hubiera tardado tanto en hacer esta pregunta.
– Estaba más callado que de costumbre, pero quizá era cansancio. Dijo varias veces que tenía mucho trabajo.
– ¿Mencionó algún asunto en particular?
– No.
– ¿Adonde fueron después de la cena?
– Me llevó a la estación, y yo regresé a Venecia.
– ¿En qué tren?
Ella pensó antes de responder.
– Entró alrededor de las diez y media, me parece.
– El mismo que tomó Trevisan -dijo Brunetti, y observó que el nombre la hacía reaccionar.
– ¿El hombre al que asesinaron la semana pasada? -preguntó la mujer después de una pausa.
– Sí. ¿Lo conocía? -preguntó Brunetti.
– Era cliente de la agencia. Nos encargábamos de sus viajes y los de sus empleados.
– Es curioso, ¿verdad? -preguntó Brunetti.
– ¿El qué?
– Que dos conocidos suyos hayan muerto la misma semana.
La voz de la mujer era fría e indiferente.
– No me parece tan extraño, comisario. No querrá usted decir que existe relación entre ellos.
En lugar de responder, Brunetti se levantó.
– Muchas gracias por su tiempo signora Ceroni -dijo tendiéndole la mano.
Ella se la estrechó y dio la vuelta a la mesa, moviéndose con gracia.
– Soy yo quien debe darle las gracias a usted por haberse tomado la molestia de traerme las gafas.
– Era nuestro deber.
– De todos modos, le agradezco la atención. -Fue con él hasta la puerta, la abrió y le invitó a salir a la oficina antes que ella. La joven seguía sentada ante la mesa, y de la impresora colgaba una larga tira de billetes. La signora Ceroni lo acompañó hasta la puerta de la calle. Él la abrió, se volvió, le estrechó la mano otra vez y se alejó camino de su casa. La signora Ceroni permaneció junto a la playa tropical hasta que él dobló la esquina y desapareció.
24
Al llegar a la questura aquella tarde, Brunetti pasó por el despacho de la signorina Elettra y le dictó la carta para Giorgio -se refería a él utilizando el nombre de pila como si de un viejo amigo se tratara- en la que pedía disculpas por lo que él llamaba «inexactitudes de tipo administrativo» en las que había incurrido la questura. Esperaba que la excusa bastara para, llegado el caso, tranquilizar a la novia de Giorgio y a su familia, al tiempo que era lo bastante vaga como para no comprometerle personalmente.
– Estará muy contento -dijo la signorina Elettra, mirando la página de signos taquigráficos.
– ¿Y el informe de la condena? -preguntó Brunetti.
Ella le miró con unos ojos que eran dos lagos cristalinos.
– ¿Condena? -Acercó a Brunetti un montón de hojas que tenía al lado del bloc-. Con esto se ha ganado Giorgio su carta.
– ¿Son los números de la libreta de Favero? -preguntó el comisario.
– Los mismos -respondió ella sin disimular el orgullo.
Él sonrió, contagiado de su satisfacción.
– ¿La ha mirado?
– Por encima. Tiene nombres, direcciones y hasta me parece que la fecha y la hora de cada llamada hecha a cada uno de esos teléfonos desde cualquier número de Venecia o de Padua.
– ¿Cómo lo hace? -preguntó Brunetti con voz reverente por el respeto que le inspiraba la capacidad de Giorgio para extraer información dé la SIP; que él supiera, era más fácil penetrar en los archivos del Servicio Secreto.
– Estudió informática un año en Estados Unidos y allí conoció a unos llamados hackers, que por lo visto son una especie de genios para estas cosas. Sigue en contacto con ellos y se intercambian información sobre sus hazañas.
– ¿Y hace eso desde el trabajo, utilizando las líneas de la SIP? -preguntó Brunetti, que estaba tan impresionado y agradecido que pasaba por alto el detalle de que lo que hacía Giorgio, probablemente era ilegal.
– Desde luego.
– Bendito sea -dijo Brunetti con todo el fervor de la persona cuya factura del teléfono nunca cuadra con el uso que se ha hecho de él.
– Hay hackers en todo el mundo -explicó Elettra-. Y me parece que es muy poco lo que ellos no puedan descubrir. Me ha dicho Giorgio que para esto se ha puesto en contacto con gente de Hungría y de Cuba. Y de no sé dónde más. ¿Hay teléfono en Laos?
Él ya no escuchaba, absorto en la lectura de las largas columnas de fechas, horas, lugares y nombres, no obstante lo cual, llegó hasta sus oídos el nombre de Patta.
– … quiere verle.
– Luego -dijo Brunetti, y se fue a su despacho sin dejar de leer. Cuando llegó cerró la puerta y se quedó leyendo de pie a la luz que entraba por la ventana. Parecía un senador romano del tiempo de los cesares, que tuviera en sus manos un largo informe de las lejanas colonias del imperio. Pero no se trataba de despliegues de tropas ni de embarques de aceite y especias sino tan sólo de cuántas veces dos ciudadanos italianos desconocidos habían hablado con personas de Bangkok, Santo Domingo, Belgrado, Manila y otras ciudades, aunque no por ello era menos interesante la información. Anotaciones hechas a lápiz en el margen indicaban el emplazamiento de las cabinas desde las que se habían hecho algunas de las llamadas. Aunque varias de ellas habían partido de los despachos de Trevisan y de Favero, otras muchas correspondían a un teléfono público que se encontraba en la misma calle que el despacho de Favero en Padua y a otro situado en una pequeña calle que discurría por detrás del despacho de Trevisan.
Al pie, Brunetti leyó los nombres de los titulares de los teléfonos. Tres de ellos, incluido el de Belgrado, pertenecían a agencias de viajes y el de Manila, a una empresa llamada Euro-Employ. Este nombre tuvo la virtud de hacer que todos los hechos acaecidos desde la muerte de Trevisan se movieran como los espejos de un inmenso calidoscopio, componiendo una figura que sólo Brunetti podía ver. Este nombre era el giro del cilindro que ordenaba las piezas en una imagen reconocible. Todavía incompleta, todavía sin perfilar, pero allí estaba, y ahora Brunetti comprendía.