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– ¿Y Riverre? -preguntó Brunetti.

– Oh, ya ha venido a hablar conmigo y me ha dicho que, por lo que él puede recordar, estábamos hablando de un siciliano. -Vianello se permitió una pequeña sonrisa-. El teniente, según recuerda ahora Riverre, entró en el momento en que yo le decía lo idiota que era el siciliano, y el teniente no lo entendió, porque hablábamos en dialecto, y se imaginó que yo insultaba a Riverre.

– Bien, caso resuelto -dijo Brunetti, aunque le dolía que Scarpa se hubiera quejado de Vianello a Patta. Por si el jefe no tenía ya bastante ojeriza al sargento, sólo porque solía trabajar para Brunetti, ahora se había ganado, además, la antipatía del teniente.

Brunetti dejó el tema, aliviado de no tener que vérselas con Scarpa y preguntó:

– ¿Recuerda un camión que este otoño se salió de la carretera en Tarvisio?

– Sí, señor. ¿Por qué?

– ¿Podría decirme cuándo ocurrió?

Vianello reflexionó un momento antes de responder:

– El veintiséis de septiembre. Dos días antes de mi cumpleaños. La primera vez que nevó tan pronto allá arriba.

Porque era Vianello quien lo decía, Brunetti no creyó necesario preguntar si estaba seguro de la fecha. Dejó al sargento con su periódico y volvió a su despacho y a las listas del ordenador. El veintiséis de septiembre, a las nueve de la mañana, se había hecho una llamada -con una duración de tres minutos- desde el despacho de Trevisan al número de Belgrado. Al día siguiente se hizo otra llamada al mismo número pero ésta, desde el teléfono público de la calle de detrás del despacho de Trevisan. La conferencia había durado doce minutos.

El camión se salió de la carretera y la carga se perdió. Sin duda, el comprador querría saber si era su mercancía la que había quedado esparcida por la nieve, y para averiguarlo, nada más práctico que llamar al remitente. Brunetti se estremeció involuntariamente ante la posibilidad de que alguien pensara en aquellas muchachas como un embarque y en su muerte como pérdida de una mercancía.

Buscó la fecha de la muerte de Trevisan. Al día siguiente se habían hecho dos llamadas desde el despacho, las dos, al número de Belgrado. Si las primeras llamadas se hicieron para comunicar la pérdida de la carga, ¿podían éstas significar que, tras la muerte de Trevisan, el negocio pasaba a otras manos?

25

Brunetti repasaba los papeles que se habían acumulado en su mesa durante los dos últimos días. Descubrió que la viuda de Lotto, al ser interrogada, había dicho que la noche en que mataron a su marido ella estaba en el hospital, con su madre, que estaba muriendo de cáncer. Las dos enfermeras de guardia confirmaron que había estado allí toda la noche. La había interrogado Vianello, que, con su acostumbrada meticulosidad, le había preguntado dónde estaba las noches de las muertes de Trevisan y de Favero. La primera estuvo en el hospital y la segunda, en su casa. Pero las dos noches estaba con ella su hermana de Turín, por lo que la signora Lotto dejó de ocupar un lugar en la imaginación de Brunetti.

De pronto, se preguntó si Chiara seguiría empeñada en su descabellado propósito de conseguir información de Francesca, y al pensarlo lo invadió una sensación que, si no era asco, se le parecía mucho. Él se había permitido una virtuosa indignación hacia los hombres que prostituían a las adolescentes y no había tenido reparo en convertir a su propia hija en espía. Hasta ahora.

Sonó el teléfono y él lo contestó dando su nombre. Era la voz de Paola, estridente, sin control, llamándolo. Al fondo se oían sonidos desgarrados, más agudos todavía.

– ¿Qué ocurre, Paola?

– Guido, ven. Ahora mismo. Es Chiara -gritó Paola para hacerse oír sobre los alaridos que llenaban la casa.

– ¿Qué tiene?

– No lo sé, Guido. Estaba en la sala y de repente se ha puesto a gritar. Ahora está en su cuarto, y se ha encerrado con llave. -Él percibió el pánico que vibraba en la voz de Paola, como una corriente submarina que la arrastrara, y ahora también a él.

– ¿Qué le pasa? ¿Se ha lastimado?

– No lo sé. Pero ya la oyes. Está histérica, Guido. Ven, por favor. Ahora mismo.

– Voy -dijo él colgando el teléfono. Agarró la gabardina y salió corriendo del despacho, pensando ya en cuál sería la vía más rápida para llegar a casa. No había ninguna lancha de la policía amarrada al embarcadero frente a la questura, y echó a correr hacia la izquierda, con la gabardina ondeando a la espalda. Al doblar por la estrecha calle lateral no sabía si ir por el puente de Rialto o tomar la góndola pública. Tres muchachos caminaban delante de él, cogidos del brazo.

– Attenti -gritó al acercarse, infundiendo en la voz una potencia que ahogó todo vestigio de cortesía. Los chicos se dispersaron y Brunetti pasó junto a ellos lanzado. Cuando llegó a campo Santa María Formosa le faltaba el aliento y tuvo que reducir la velocidad a un trote vacilante. Cerca de Rialto se atascó en la multitud y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, para abrirse paso apartó bruscamente a una turista dándole un empujón a la mochila, y oyó a su espalda una airada protesta en alemán, pero él siguió corriendo.

Salió del paso subterráneo a campo San Bartolomeo y cortó hacia la izquierda, decidido a tomar la góndola para evitar el puente, congestionado por el tráfico de media tarde. Afortunadamente, había una góndola en la parada, con dos ancianas de pie en la parte trasera. Él corrió por el embarcadero de madera y saltó a la góndola.

– Vámonos -gritó al gondoliere que estaba a popa, apoyado en el remo-. Policía, lléveme al otro lado.

Con naturalidad, como el que hace lo mismo todos los días de la semana, el gondoliere de proa se dio impulso con la barandilla de la escalera y la embarcación se deslizó hacia el Gran Canal. El hombre de popa enderezó el cuerpo y accionó el remo, y la góndola viró hacia la otra orilla. Las ancianas, extranjeras, se abrazaron atemorizadas y se sentaron en el banco de la parte trasera.

– ¿Puede dejarme al extremo de la calle Tiepolo? -preguntó Brunetti al hombre que iba delante.

– ¿De verdad es policía?

– Sí. -Brunetti le enseñó el carnet.

– De acuerdo. -El gondoliere de proa dijo entonces a las mujeres en veneciano-: Tenemos que dar un rodeo, signore.

Las mujeres estaban muy asustadas para contestar.

Brunetti iba de pie, ciego a las embarcaciones y a la luz, insensible a todo lo que no fuera la lenta travesía del canal. Por fin, al cabo de lo que parecían horas, llegaron a la calle Tiepolo, y los dos gondolieri sostuvieron la embarcación mientras Brunetti trepaba al embarcadero. Puso diez mil liras en la mano del hombre de proa y entró en la calle corriendo.

Brunetti, que en la góndola había recuperado el aliento, corrió hasta su casa y subió a la carrera los tres primeros tramos de la escalera. Al atacar el cuarto jadeaba y sentía las piernas flojas y, en el quinto, oyó abrirse la puerta del apartamento, levantó la cabeza y vio a Paola esperando.

– Paola…

Sin dejarle seguir, ella le gritó desde arriba:

– Estarás contento con lo que te ha traído tu pequeña detective. Estarás contento de ver el mundo al que la empujas con tus preguntas y tus investigaciones. -Estaba colorada, estallando de furor.

Él entró y cerró la puerta mientras Paola se alejaba por el pasillo. La llamó, pero ella se metió en la cocina dando un portazo. Brunetti se acercó a la habitación de Chiara y se paró delante de la puerta. Silencio. Ni sollozos, ni sonidos que indicaran que ella estaba dentro. Él fue entonces a la cocina y llamó a la puerta. Paola la abrió y le taladró con la mirada.

– Explícame qué pasa -dijo él.