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– ¿Le robaron? -preguntó Brunetti, cortando la diatriba de Patta.

– ¿Cómo?

– ¿Le robaron?

– Parece ser que no. Tenía la billetera en el bolsillo y la cartera de documentos, como usted puede ver, sigue en el asiento frente al que él ocupaba.

– ¿La Mafia? -preguntó Brunetti, como era de rigor, como había que preguntar.

Patta encogió los hombros.

– Era abogado -respondió, dejando a criterio de Brunetti si esto lo hacía más o menos merecedor de una ejecución de la Mafia.

– ¿La esposa? -preguntó entonces Brunetti, denotando con ello su doble condición de italiano y casado.

– No es probable. Es secretaria del Lions Club -respondió Patta, y Brunetti, ante lo absurdo de la observación, no pudo reprimir una carcajada que, al ver la expresión de Patta, trató de disfrazar de tos, y que acabó en un auténtico acceso de tos que lo dejó colorado y lloroso.

Cuando pudo volver a respirar con normalidad, Brunetti preguntó:

– ¿Socios? ¿Negocios?

– No lo sé. -Patta golpeó la mesa con el índice, para llamar la atención de Brunetti-. He revisado los asuntos pendientes del departamento, y me parece que el que tiene menos que hacer es usted. -Una de las cualidades de Patta que más apreciaba Brunetti era este don para hallar indefectiblemente la expresión más afortunada-. Me gustaría asignarle el caso, pero antes quiero estar seguro de que lo llevará como es debido.

Brunetti comprendió que esto quería decir que Patta deseaba asegurarse de que él guardaría la debida consideración hacia el estatus social que implicaba una secretaria del Lions Club. Como sabía que él no estaría ahora en este despacho si Patta no hubiera decidido ya asignarle el caso, Brunetti optó por ignorar la recomendación implícita en estas palabras y preguntó:

– ¿Qué hay de los pasajeros?

Después de su conversación con el alcalde, Patta consideró preferible no perder tiempo en adoctrinar a Brunetti, y respondió escuetamente:

– La policía de ferrocarriles anotó los nombres y direcciones de todas las personas que iban en el tren cuando entró en la estación. -Brunetti levantó el mentón con gesto inquisitivo, y Patta prosiguió-: Un par de ellos dijeron haber visto a personas sospechosas. Está en el informe -dijo golpeando con las yemas de los dedos la carpeta marrón que tenía delante.

– ¿Qué juez instruye el caso? -preguntó Brunetti. Cuando conociera este dato, sabría cuánta consideración debería guardar al Lions Club.

– Vantuno -dijo Patta.

Era una mujer de la edad de Brunetti con la que él había trabajado satisfactoriamente. La juez Vantuno, siciliana lo mismo que Patta, sabía que la sociedad veneciana poseía matices y peculiaridades que ella nunca podría comprender, pero tenía en los comisarios locales confianza suficiente como para permitirles llevar las investigaciones como estimaran más conveniente.

Brunetti se limitó a mover la cabeza de arriba abajo. No quería que Patta supiera que esto le complacía.

– Quiero un informe diario -prosiguió Patta-. Trevisan era un hombre importante. Ya he recibido una llamada de la oficina del alcalde, y no le ocultaré que me ha dicho que desea que el caso se resuelva lo antes posible.

– ¿Tenía el alcalde alguna sugerencia? -preguntó Brunetti.

Acostumbrado como estaba a las impertinencias de su subalterno, Patta se arrellanó en su sillón y miró fijamente a Brunetti antes de preguntar:

– ¿Acerca de qué? -acentuando ásperamente la última palabra, para manifestar su desagrado.

– Acerca de cualquier asunto en el que Trevisan pudiera estar implicado -respondió Brunetti llanamente. Hablaba en serio. No por ser alcalde tenía uno que ignorar los chanchullos de los amigos, sino todo lo contrario, probablemente.

– No me ha parecido oportuno preguntárselo -respondió Patta.

– Pues quizá se lo pregunte yo -dijo Brunetti con naturalidad.

– Brunetti, no busque problemas.

– Me parece que los problemas ya los tenemos -dijo Brunetti, guardando las fotos en la carpeta-. ¿Desea usted algo más?

Patta tardó un momento en contestar.

– Nada más por el momento. -Alargó la carpeta a Brunetti-. Puede llevársela. Y no olvide que quiero un informe diario. -En vista de que Brunetti no se daba por enterado, Patta agregó-: O, si no, déselo al teniente Scarpa -mirando fijamente a Brunetti, para ver el efecto que causaba el nombre del aborrecido asistente de Patta.

– Sí, señor -dijo Brunetti con voz neutra, poniéndose de pie, con la carpeta en la mano-. ¿Adonde han llevado a Trevisan?

– Al Ospedale Civile. Supongo que esta mañana le harán la autopsia. Y no olvide que era amigo del alcalde.

– Descuide usted, señor -dijo Brunetti y salió del despacho.

6

La signorina Elettra levantó la mirada de la revista cuando Brunetti salía del despacho de Patta y le preguntó:

– Allora?

– Trevisan. Y tengo que andar listo, porque era amigo del alcalde.

– La mujer es una fiera -dijo la signorina Elettra, y añadió, como para darle ánimo-: No le arriendo la ganancia.

– ¿Hay en esta ciudad alguien a quien usted no conozca? -preguntó Brunetti.

– A ella no la conozco personalmente. Era paciente de mi hermana.

– Barbara -dijo Brunetti involuntariamente, recordando dónde había conocido a la hermana-, la doctora.

– La misma, comisario -dijo ella con una sonrisa de satisfacción-. No le ha costado mucho recordarla.

Cuando la signorina Elettra Zorzi llegó al departamento, su apellido pese a no ser corriente, resultó familiar al comisario. Pero él nunca hubiera relacionado a la vivaz y radiante -todos los adjetivos que se le ocurrían estaban asociados a la luz y la vistosidad- Elettra con la formal y discreta doctora que contaba entre sus pacientes al suegro del comisario y ahora, al parecer, a la signora Trevisan.

– ¿Ha dicho usted que era paciente de su hermana? ¿Ya no lo es? -preguntó Brunetti, dejando para otra ocasión las reflexiones acerca de la familia de Elettra.

– Sí, hasta hace cosa de un año. Las visitaba a ella y a su hija. Pero un día la madre se presentó en el consultorio y montó un escándalo, exigiendo a mi hermana que le dijera de qué estaba tratando a su hija.

Brunetti escuchaba atentamente, pero no preguntó.

– La hija tenía sólo catorce años, y cuando Barbara se negó a decir a la signora Trevisan lo que quería saber, ella la acusó de haberle practicado un aborto a la niña o de haberla enviado al hospital para que abortara allí. Le estuvo gritando y al fin le tiró una revista a la cara.

– ¿A su hermana?

– Sí.

– ¿Y qué hizo entonces?

– ¿Quién?

– Su hermana.

– Le dijo que se marchara de su despacho. Ella gritó un poco más y luego se fue.

– ¿Y qué pasó después?

– Al día siguiente, Barbara le envió por correo certificado su historial y le dijo que se buscara otro médico.

– ¿Y la hija?

– Tampoco ha vuelto. Barbara la encontró un día en la calle y la chica le dijo que su madre le había prohibido que volviera. La madre la llevó a una clínica particular.

– ¿Qué tenía la hija? -preguntó Brunetti.

Observó cómo la signorina Elettra sopesaba la pregunta. Rápidamente, sacó la conclusión de que Brunetti lo averiguaría de todos modos y dijo: