Apagó el televisor y el vídeo y fue a la habitación de Chiara. La puerta estaba abierta y entró sin llamar. Chiara, en la cama, recostada en los almohadones, tenía un brazo alrededor de Paola, que estaba sentada en el borde del colchón y apretaba con el otro un perro de trapo, mordido y deteriorado, que tenía desde los seis años.
– Ciao, papà-le dijo. Lo miraba pero no sonreía.
– Ciao, angelo. -Él se paró al lado de la cama-. Siento mucho que hayas visto eso. -Palabras estúpidas que le hacían sentirse estúpido.
Chiara lo miró fijamente, buscando un reproche en su tono, pero no lo había; sólo un hondo remordimiento que ella era muy joven para detectar.
– ¿La mataron de verdad, papá? -preguntó, destruyendo la esperanza de Brunetti, de que ella hubiera huido antes del final.
– Eso temo, Chiara.
– ¿Por qué? -Había en su voz tanta confusión como horror.
Él buscó una respuesta. Trató de invocar pensamientos nobles, de encontrar la manera de convencer a su hija de que, a pesar de la maldad que había presenciado, en el mundo, esas cosas son la excepción, de que la Humanidad, por instinto, es buena.
– ¿Por qué, papá? ¿Por qué tenían que hacerle eso?
– No lo sé, Chiara.
– Pero ¿la mataron de verdad? -preguntó.
– No hables más de eso -la interrumpió Paola, abrazándola más estrechamente y besándola en la sien.
Chiara insistió:
– ¿La mataron?
– Sí, Chiara.
– ¿Murió de verdad?
Paola lo miraba tratando de silenciarlo con los ojos, pero él respondió:
– Sí, Chiara, murió.
Chiara se puso el maltratado perro en el regazo y lo miró fijamente.
– ¿Quién te ha dado la cinta, Chiara? -preguntó él.
Ella tiró al perro de una oreja, pero suavemente, recordando que era la que estaba rota.
– Francesca -dijo al fin-. Me la ha dado esta mañana antes de clase.
– ¿Te ha dicho algo?
Ella puso al perro erguido sobre las patas traseras. Tardó en contestar.
– Ha dicho que había oído que yo hacía preguntas acerca de ella por lo que le pasó a su padre. Piensa que lo hacía para ayudarte, porque eres policía. Y me ha dicho que, si quería saber por qué alguien podía querer matar a su padre, que mirara la cinta. -Movía al perro hacia uno y otro lado, como si caminara hacia ella.
– ¿Ha dicho algo más, Chiara?
– Nada más, papá.
– ¿Sabes de dónde ha sacado la cinta?
– No. Sólo ha dicho que demostraba por qué alguien había querido matar a su padre. Pero ¿qué tenía que ver con eso el padre de Francesca?
– No lo sé.
Paola se levantó con un movimiento tan brusco que hizo caer al suelo al perro. Se agachó a recogerlo y se quedó con el maltrecho muñeco en la mano, oprimiéndolo como si quisiera ahogarlo. Después, muy despacio, se inclinó, lo dejó en el regazo de Chiara, acarició el pelo a su hija y salió de la habitación.
– ¿Quiénes eran esos hombres, papá?
– Supongo que serbios, pero no estoy seguro. Alguien que conozca el idioma tendrá que escuchar la cinta y entonces lo sabremos.
– ¿Qué vas a hacer, papá? ¿Los enviarás a la cárcel?
– No lo sé, tesoro. No será fácil encontrarlos.
– Pero tendrían que ir a la cárcel, ¿no?
– Sí.
– ¿Qué crees que habrá querido decir Francesca con eso de su padre? -Se le ocurrió una posibilidad y preguntó-: No era él el que tenía la cámara, ¿verdad?
– No; seguro que no.
– Entonces ¿qué ha querido decir?
– No lo sé. Eso es lo que habrá que averiguar. -Observó cómo su hija trataba de atar las orejas al perro-. ¿Chiara?
– ¿Sí, papá? -Ella lo miró, segura de que ahora él diría algo que lo explicaría todo, lo arreglaría todo y entonces sería como si aquello no hubiera ocurrido.
– Me parece que vale más que no vuelvas a hablar con Francesca.
– ¿Ni haga más preguntas?
– Ni hagas más preguntas.
Ella asimiló esto y preguntó vacilando:
– ¿No estás enfadado conmigo, verdad?
Brunetti se agachó junto a la cama.
– No estoy enfadado contigo. -No estaba seguro de poder controlar la voz y tuvo que hacer una pausa antes de decir, señalando al perro-: Ten cuidado, no le arranques las orejas a Bark.
– Es un perro muy feo, ¿no te parece? -dijo Chiara-. Mira, se le cae el pelo.
Brunetti frotó el hocico del perro con la yema del dedo.
– Es que a los perros no se les muerde, Chiara.
Ella sonrió y saltó de la cama.
– Me parece que será mejor que haga los deberes.
– De acuerdo. Yo voy a hablar con tu madre.
– Papá -dijo Chiara cuando él iba hacia la puerta.
– ¿Hmm?
– ¿Mamá tampoco está enfadada conmigo?
– Chiara -dijo él con una voz no muy firme-: Tú eres nuestro mayor tesoro. -Antes de que su hija pudiera responder, agregó, con voz más grave-: Ahora haz los deberes. -Brunetti esperó a verla sonreír antes de salir de la habitación.
Paola estaba vuelta hacia el fregadero escurriendo la lechuga. Al oírle entrar se volvió y le dijo:
– Aunque se hunda el mundo, la cena no se perdona. -Él observó con alivio que su mujer sonreía-. ¿Chiara está bien?
Brunetti encogió los hombros.
– Hace los deberes. Cómo está, no lo sé. ¿Tú qué crees? La conoces mejor que yo.
Ella soltó la manivela de la centrifugadora y lo miró. Cuando se apagó el zumbido del aparato preguntó:
– ¿Lo crees realmente?
– ¿Creo qué?
– Que yo la conozco mejor que tú.
– Eres su madre -dijo Brunetti, como si esto lo explicara todo.
– Guido, a veces me parece que vives en las nubes. Si tú fueras una moneda, Chiara sería la otra cara.
Al oírle decir esto, él sintió un cansancio inexplicable. Se sentó a la mesa.
– Quién sabe. Es joven. Quizá lo olvide.
– ¿Lo olvidarás tú? -preguntó Paola, sentándose frente a él.
Brunetti movió la cabeza negativamente.
– Olvidaré detalles de la película, pero nunca se me olvidará que la he visto ni lo que significa.
– Lo que no entiendo -empezó Paola- es por qué tiene alguien que desear ver eso. Es obsceno. -Se interrumpió y luego agregó, con sorpresa en la voz, al oírse a sí misma utilizar la expresión-. Es la maldad. Eso es lo más terrible. Me da la impresión de que he mirado por una ventana y he visto la maldad humana al desnudo. -Al cabo de un momento preguntó-: Guido, ¿cómo pueden hacer esas cosas esos hombres? ¿Cómo pueden hacer eso y seguir considerándose humanos?
Brunetti nunca tenía respuesta para lo que él consideraba las Grandes Preguntas. En lugar de intentar contestar preguntó a su vez:
– ¿Y el cámara, y los que pagan por verlo?
– ¿Pagan? -preguntó Paola-. ¿Pagan?
Brunetti asintió.
– Son cintas de vídeo que se graban para la venta. Los americanos los llaman snuff movies. Matan de verdad a la gente. Lo he leído. La Interpol envió un informe hace varios meses. Encontraron unas cuantas en Estados Unidos, en Los Ángeles, me parece. En unos estudios de cine. Allí hacían copias y las vendían.
– ¿De dónde proceden? -preguntó Paola, ya más horrorizada que asombrada.