– ¿Dónde?
– Creo que vive aquí.
– ¿En Venecia?
– Sí.
– ¿Qué más sabe?
– Trabaja.
– La mayoría de la gente trabaja, señora. ¿Qué hace ella?
– Se encarga… se encargaba de los billetes de avión de Ubaldo y de Carlo.
– ¿La signora Ceroni? -preguntó, sorprendiendo con la pregunta a la signora Trevisan.
– Creo que sí.
– ¿Qué más hacía?
– No lo sé -dijo y, antes de que él pudiera acercársele, agregó-: De verdad que no lo sé. Les oí hablar por teléfono con ella varias veces.
– ¿Hablaban de billetes de avión?
– No; de otras cosas. Chicas. Dinero.
– ¿Usted la conoce?
– No la he visto nunca.
– ¿Les oyó mencionarla cuando hablaban de las cintas?
– En realidad, nunca hablaban de las cintas. Si acaso, veladamente, yo sólo podía sospechar a qué se referían.
Él no se molestó en discutir; estaba seguro de que aquélla sería la verdad sobre la que ella construiría su futuro: una cosa es sospechar y otra, saber, y el que no sabe no tiene culpa, no es responsable de lo que ocurre. Esto estaba claro a los ojos de Brunetti y le repugnaba tanto aquella actitud que se sintió incapaz de seguir ni un minuto más en la misma habitación que aquella mujer. Tampoco tenía fuerzas para hablar con la muchacha, y se fue del apartamento, dejándolas a las dos entregadas a la tarea de hacerse un futuro a la medida.
La oscuridad y el frío que recibieron a Brunetti en la calle tuvieron la virtud de calmarlo. Miró el reloj y vio que eran más de las nueve. Debería tener hambre y sed, pero la indignación le había saturado.
No recordaba la dirección particular de la signora Ceroni, aparte de que estaba en San Vio y que, al verla, él se preguntó si estaría cerca de la iglesia de La Salute. La buscó en la guía telefónica de un bar, y tomó el barco 1 hasta la parada de Salute, en el Gran Canal. La casa estaba no ya cerca de la iglesia sino frente a su fachada lateral, separada de ella sólo por un estrecho canal. Vio el nombre al lado del timbre, lo oprimió y, al cabo de un minuto, una voz de mujer preguntó quién era. Él dio su nombre, no hubo más preguntas y la puerta se abrió con un zumbido.
Él no se fijó en la portería, en la escalera ni en la manera en que ella lo saludaba en la puerta. Lo llevó a una sala de estar grande, con una de las paredes cubierta de libros y una suave iluminación indirecta, de lámparas escondidas en las vigas que cruzaban el techo. Nada de esto interesaba a Brunetti. Ni el atractivo de la mujer, ni la discreta elegancia de su traje.
– No me dijo que conocía a Carlo Trevisan -dijo él cuando estuvieron sentados frente a frente.
– Le dije que era cliente mío. -A medida que él se esforzaba en calmarse empezaba a fijarse en ella, el vestido beige, la cuidada melena, las hebillas plateadas de los zapatos.
– No me refiero a si le compraba los billetes de avión -dijo Brunetti sacudiendo la cabeza con cansancio-, sino a que usted tenía negocios con él, que trabajaba para él.
Ella levantó el mentón y, con la boca entreabierta, miró fijamente un rincón de la habitación, como si él le hubiera pedido que tomara una decisión difícil. Después de una pausa que pareció muy larga dijo:
– Ya le dije la última vez que hablamos que no quiero verme involucrada con las autoridades.
– Yo le dije que ya lo está.
– Eso parece -dijo ella sin humor.
– ¿Qué trabajo hacía usted para el signor Trevisan?
– Si sabe que trabajaba para él, probablemente ya tenga la respuesta.
– Conteste la pregunta, signora Ceroni.
– Recaudaba dinero.
– ¿Qué dinero?
– El que le pagaban varios hombres.
– ¿Dinero de prostitutas?
– Sí.
– ¿No sabe que vivir del producto de la prostitución es ilegal?
– Naturalmente que lo sé -dijo ella ásperamente.
– ¿Y sin embargo lo hacía?
– ¿No acabo de decírselo?
– ¿Qué otros trabajos le encargaba él?
– No sé por qué tendría yo que facilitarle la tarea, comisario.
– ¿Tenía algo que ver con las cintas?
Si la hubiera abofeteado, no hubiera sido más violenta su reacción. Se levantó a medias de la butaca como movida por un resorte, pero entonces, recordando dónde estaba y con quién, volvió a sentarse. Mientras la miraba, Brunetti hacía mentalmente la lista de todo lo que debía hacer: localizar a su médico y averiguar si alguna vez le había recetado Rohipnol, enseñar su foto a las personas que viajaban en el tren de Trevisan, por si podían reconocerla; comprobar las llamadas telefónicas de su despacho y de su domicilio, enviar el nombre, foto y huellas dactilares a la Interpol, repasar los cargos de la tarjeta de crédito, para descubrir si había alquilado un coche y, por lo tanto, sabía conducir. En suma, todo lo que hubiera debido hacerse en el momento en que descubrió de quién eran las gafas.
– ¿Tenía usted algo que ver con las cintas? -repitió él.
– ¿Sabe lo de las cintas? -Y, comprendiendo que la pregunta era superflua, agregó-: ¿Cómo las han descubierto?
– Mi hija vio una. Se la dio la hija de Trevisan, diciendo que eso podía explicar por qué alguien podía querer matar a su padre.
– ¿Cuántos años tiene su hija?
– Catorce.
– Lo siento -dijo la mujer mirándose las manos-. Lo siento mucho.
– ¿Usted sabe lo que hay en esas cintas?
Ella movió la cabeza afirmativamente.
– Sí.
Él no hizo nada por disimular el asco de su voz.
– ¿Y ayudaba a Trevisan a venderlas?
– Comisario -dijo ella poniéndose en pie-. No voy a decir nada más. Si tiene más preguntas, hágamelas en la questura, delante de mi abogado.
– Usted los mató, ¿verdad? -dijo él sin pensarlo.
– Perdone, pero no sé de qué me habla -dijo ella-. Y, si no tiene más preguntas, le deseo buenas noches.
– ¿La mujer del gorro de piel que iba en el tren era usted?
Ella ya iba hacia la puerta cuando, al oír la pregunta, vaciló y tuvo que apoyarse pesadamente en el pie izquierdo, pero enseguida se rehízo y siguió andando. Abrió la puerta y la sostuvo para que él saliera.
– Buenas noches, comisario.
Brunetti se paró en el umbral a mirarla, pero ella sostuvo su mirada con fría serenidad. Él se fue sin decir nada.
El comisario se alejó del edificio sin volverse a mirar hacia donde suponía que estaban las ventanas de la Ceroni. Cruzó el puente y se metió por la primera calle. Allí se paró y, no por primera vez, pensó en lo útil que le sería un teléfono móvil. Hizo memoria hasta que apareció ante sus ojos el plano de la ciudad que todo veneciano lleva impreso en la mente. Entonces comprendió que tenía que bajar hasta la segunda calle y luego torcer a la izquierda, por una calle estrecha que discurría por detrás de la casa, para situarse donde deseaba: a un extremo de la calle en la que ella vivía, desde donde dominaría el portal.
Allí llevaba Brunetti más de dos horas, apoyado en la pared, cuando ella salió del edificio. Miró en todas las direcciones, pero él estaba oculto en la oscuridad. Ella se fue entonces hacia la derecha y él la siguió, contento de llevar los zapatos marrones, que tenían suela y tacón de goma y no hacían ruido. Los pasos de ella, por el contrario, estaban marcados por el repique sonoro de sus tacones altos, un rastro tan fácil de seguir como una estela luminosa.
A los pocos minutos, él advirtió que la mujer iba en dirección a la estación del ferrocarril o a piazzale Roma, por calles interiores, lejos de los vaporetti del Gran Canal. En campo Santa Margherita cortó hacia la izquierda, en dirección a piazzale Roma y los autobuses que iban al continente.