– Hubiera podido denunciarlos a la policía.
– ¿Y qué, comisario? ¿Hacerlos arrestar por qué? ¿Era delito lo que hacían?
Brunetti no lo sabía, y le avergonzaba admitirlo.
– ¿Es delito? -insistió ella.
– No lo sé -dijo él-. Pero hubiera podido desenmascararlos, hacer público su comercio de prostitución. Eso los hubiera frenado.
Ella dejó escapar una carcajada.
– Qué inocente es usted, comisario. Yo no quería terminar con la prostitución, ni mucho menos. Me gano muy bien la vida con ella. ¿Por qué iba a querer desbaratar el negocio?
Ella hablaba ahora más aprisa, pero por la impaciencia, no por la cólera.
– Ellas tendrían que hacer eso en todas partes. En su propio país también serían putas y víctimas.
– ¿Pero no mueren muchas?
– ¿Qué quiere que le diga, comisario, que deseaba vengar a todas las pobres prostitutas muertas del mundo? No era ésa mi intención. Estoy tratando de explicarle por qué los maté. Si los arrestaban, se descubriría todo. También a mí me arrestarían. ¿Y qué les ocurriría después? Unos meses de cárcel mientras esperaban el juicio, ¿y luego qué? ¿Una multa? ¿Un año de prisión? ¿Dos? ¿Le parece suficiente por lo que hicieron?
Brunetti estaba muy cansado para discutir con aquella mujer.
– ¿Cómo lo hizo? -Se limitaría a los hechos.
– Sabía que Trevisan y Favero cenaban juntos. También sabía en qué tren solía regresar Trevisan. También yo lo tomé aquella noche. Los coches siempre están vacíos al final del viaje. Fue fácil.
– ¿Él la reconoció?
– No lo sé. Fue muy rápido.
– ¿Dónde consiguió la pistola?
– Un amigo -dijo ella por toda explicación.
– ¿Y Favero?
– Cuando se levantó para ir al baño le eché el barbitúrico en el vino, vin santo. Le había hecho pedir media botella para el postre. Sabía que, como es dulce, disimularía el sabor.
– ¿Y en su casa?
– Él tenía que llevarme a la estación, porque yo volvía a Venecia en tren. Pero en un semáforo se quedó dormido. Entonces lo puse en mi sitio y lo llevé a su casa. La puerta del garaje se abría con un mando a distancia. La abrí, introduje el coche y dejé el motor en marcha. Lo puse otra vez al volante, pulsé el botón de cierre y salí corriendo mientras bajaba la puerta.
– ¿Lotto?
– Me llamó por teléfono, dijo que estaba preocupado por lo ocurrido y quería hablar conmigo. -Brunetti observaba el perfil de la mujer que iluminaban intermitentemente los faros de los coches que se cruzaban con ellos a intervalos. Sus facciones se mantenían serenas-. Le dije que sería preferible que nos encontráramos fuera de la ciudad, y quedamos en Dolo. Le expliqué que tenía que ir al continente para un asunto y propuse que nos viéramos en aquella carretera secundaria de Dolo. Llegué temprano, y cuando vino él bajé de mi coche y subí al suyo. Estaba asustado. Sospechaba que su hermana había matado a Trevisan y a Favero y quería saber si yo pensaba lo mismo. Temía ser el siguiente. Así todo el negocio sería para ella. Y para su amante.
La mujer paró a un lado de la carretera, dejó pasar el coche que venía detrás y dio la vuelta para regresar a Venecia.
– Le dije que de su hermana no tenía nada que temer. Pareció que eso lo tranquilizaba. No recuerdo cuántas veces disparé. Luego subí a mi coche y volví a piazzale Roma.
– ¿Y la pistola? -preguntó él.
– En mi casa. No quería deshacerme de ella hasta terminar con todo esto.
– ¿A qué se refiere?
Ella le lanzó una mirada rápida.
– Quedan los otros.
– ¿Qué otros?
Ella no contestó y movió la cabeza con una negativa que él consideró terminante.
– ¿No pensó que, antes o después, la descubrirían?
– No lo sé. No pensaba en eso. Y entonces fue usted a la agencia, y le dije que no sabía conducir, y empecé a pensar en todos los errores que había cometido, además del olvido de las gafas. La gente me habría visto en el tren y el vigilante del garaje sabría que había sacado el coche la noche en que murió Lotto. Esta noche he comprendido que todo había terminado. Creí poder escapar. En fin -concluyó-, no sé si lo creía o sólo lo deseaba.
Transcurrió un tiempo, y Brunetti distinguió la primera villa que habían pasado a la ida, que ahora quedaba a su lado de la carretera. Ella rompió el silencio para decir:
– Ahora me matarán.
Él, con el calor y aquel movimiento del coche, al que no estaba acostumbrado, se había quedado adormilado.
– ¿Qué? -musitó sacudiendo la cabeza e irguiendo el cuerpo.
– Cuando sepan que me han detenido porque los maté yo, no tendrán más remedio que eliminarme.
– No entiendo -dijo Brunetti.
– Yo sé quiénes son, por lo menos, algunos, los que han quedado. Y ésos querrán asegurarse de que no hablo.
– ¿Quiénes?
– Los que copian las cintas y explotan a las prostitutas. Trevisan no era el único. No me refiero a los chulos de la calle, los que las controlan y les sacan el dinero. Yo conozco a los que dirigen este negocio, la importación y exportación de mujeres. Aunque de exportación no hay mucha, aparte las cintas. No los conozco a todos, pero sí a bastantes.
– ¿Quiénes son? -preguntó Brunetti, pensando en la Mafia, en hombres bigotudos, con acento meridional.
Ella mencionó al alcalde de una ciudad de Lombardía y al presidente de una importante empresa farmacéutica. Cuando él se volvió a mirarla bruscamente, ella sonrió con tristeza y dio el nombre de varios altos funcionarios del Ministerio de Justicia.
– Es una multinacional, comisario. No se trata de un par de vejestorios que se reúnen en un bar a hablar de putas, mientras beben vino barato, sino de hombres que pertenecen a consejos de administración, que tienen yates y aviones privados y dan órdenes por fax y teléfono móvil. Hombres muy poderosos. ¿Por qué cree que desaparecieron las notas de la autopsia de Favero?
– ¿Cómo lo sabe? -inquirió Brunetti.
– Lotto me lo dijo. No querían que se investigara la muerte de Favero. Demasiada gente complicada. No los conozco a todos, pero sí a muchos. -Su sonrisa se borró-. Por eso me matarán.
– Le daremos protección especial -dijo Brunetti, pensando ya en los detalles.
– ¿Como a Sindona? -preguntó ella con sarcasmo-. ¿Cuántos guardias tenía en la cárcel, y cuántas cámaras de vídeo lo seguían durante las veinticuatro horas? Eso no impidió que le envenenaran el café. ¿Cuánto tiempo cree que duraré yo?
– Eso no ocurrirá -dijo Brunetti con vehemencia, y entonces descubrió que no tenía razones para creerlo así. Sabía que ella había matado a los tres hombres, sí, pero lo demás había que demostrarlo, especialmente este supuesto peligro de que la mataran.
Por una especie de radar emocional, la mujer detectó su escepticismo y dejó de hablar. Siguieron viajando en la oscuridad, y Brunetti se volvió hacia su derecha, a contemplar las luces que se reflejaban en el canal.
Lo siguiente que Brunetti recordaba era que ella lo sacudía por el hombro y, al abrir los ojos, vio una pared ante sí. Instintivamente, encogió el cuello y levantó los brazos para protegerse la cara. Pero no hubo impacto ni sonido. El coche estaba quieto y el motor, mudo.
– Estamos en Venecia -dijo ella.
Él apartó las manos y miró en derredor. La pared que tenía delante era la del parking y había coches a cada lado.
Ella bajó la mano y se soltó el cinturón de seguridad.
– Imagino que querrá llevarme a la questura -dijo.
Cuando llegaron al embarcadero, Brunetti vio alejarse un 1 que acababa de salir. Miró el reloj y vio con sorpresa que eran más de las tres. No había llamado a Paola ni tampoco a la questura para informar de sus movimientos.