La signora Ceroni estaba delante del horario, con los ojos entornados, tratando de descifrarlo. Como no lo conseguía, sacó las gafas y se las puso. Cuando se hubo informado se volvió hacia Brunetti.
– El siguiente sale dentro de cuarenta minutos.
– ¿Quiere que vayamos andando? -preguntó él. Hacía mucho frío para quedarse sentados en el embarcadero, a la intemperie. Por lo menos, andando conservarían el calor. Él podía pedir una lancha por teléfono a la questura, pero también tendrían que esperar. Seguramente, llegarían antes si iban a pie.
– Sí -respondió ella-. No volveré a ver la ciudad.
A Brunetti le pareció melodramática la frase, pero no dijo nada. Torció hacia la derecha y echó a andar por el muelle. Al llegar al primer puente, la mujer dijo:
– ¿No podríamos cruzar por Rialto? Nunca me ha gustado Strada Nuova.
Sin decir nada, Brunetti siguió por el muelle hasta llegar al puente que conducía al Tolentino y las callejuelas que salían a Rialto. Ella caminaba con paso regular, y no parecía prestar atención a los edificios. Brunetti, que llevaba un ritmo más rápido, tenía que pararse de vez en cuando, en una esquina o a la entrada de un puente, a esperarla. Cruzaron el mercado del pescado y siguieron hacia Rialto. En el punto más alto, ella se paró sólo un momento y miró a un lado y luego al otro del Gran Canal, ahora sin tráfico de embarcaciones. Descendieron del puente y atravesaron campo San Bartolomeo. Se cruzaron con un vigilante nocturno que llevaba un pastor alemán sujeto con una correa, pero nadie habló.
Eran casi las cuatro cuando llegaron a la questura. Brunetti golpeó la gruesa vidriera, a mano derecha se encendió una luz y de la sala de guardia salió un agente, frotándose los párpados. El hombre atisbo al exterior y, al reconocer a Brunetti, abrió la puerta y saludó.
– Buon giorno, commissario -dijo, y miró a la mujer que estaba al lado de su superior.
Brunetti le dio las gracias y preguntó si aquella noche estaba de guardia alguna mujer. El hombre dijo que no y Brunetti le pidió que llamara a la primera agente de la lista para que fuera a la questura inmediatamente. Despidió al guardia y condujo a la signora Ceroni por el vestíbulo y la escalera hacia su despacho. La calefacción estaba baja y el aire era húmedo y frío. Al llegar a lo alto del cuarto tramo de escaleras, Brunetti abrió la puerta de su despacho y la sostuvo para que entrara la mujer.
– ¿Puedo ir al baño? -dijo ella.
– Lo siento. No hasta que venga la agente.
Ella sonrió.
– ¿Teme que me mate, comisario? -En vista de que él no contestaba, la mujer dijo-: Créame, no seré yo quien lo haga.
Él le indicó una silla y se quedó de pie detrás de su mesa, hojeando papeles. Ninguno de los dos habló durante el cuarto de hora que tardó en llegar la agente, una mujer de mediana edad que llevaba muchos años en el cuerpo.
Cuando entró la mujer policía, Brunetti miró a la signora Ceroni.
– ¿Desea prestar declaración? La agente Di Censo puede ser testigo.
La signora Ceroni movió la cabeza negativamente.
– ¿Desea llamar a un abogado?
Otra muda negativa.
Brunetti esperó un momento y se volvió hacia la agente.
– Lleve a la signora Ceroni a una celda. La número cuatro, que tiene calefacción. Si ella cambia de opinión, puede llamar a su abogado y a su familia. -Miró a la detenida al decirlo, pero ésta volvió a sacudir la cabeza. Y, dirigiéndose de nuevo a la agente, el comisario prosiguió-: No debe tener contacto con nadie, ni de la questura ni del exterior. ¿Me ha comprendido?
– Sí, señor -dijo Di Censo-: ¿Debo permanecer con ella?
– Sí; hasta que venga alguien a relevarla. -Y dijo a la signora Ceroni-: La veré esta mañana, señora.
Ella movió la cabeza de arriba abajo sin decir nada, se puso en pie y siguió a Di Censo. Él se quedó escuchando el ruido de los pasos de las dos mujeres que se alejaban, los de la agente, acompasados y firmes, los de la otra mujer, marcados por aquel taconeo nervioso que lo había guiado hasta piazzale Roma y la triple homicida.
Brunetti redactó un breve informe con lo esencial de su conversación con la signora Ceroni, mencionando la negativa de ésta a llamar a un abogado o hacer una confesión formal y lo dio al agente de la puerta, con instrucciones de entregarlo al vicequestore Patta o al teniente Scarpa en cuanto llegaran.
Eran casi las cinco cuando Brunetti se metía en la cama junto a Paola. Ella se agitó, se volvió hacia él, le puso un brazo sobre la cara y musitó algo que él no entendió. Cuando Brunetti se dormía, de su memoria surgió no la imagen de la mujer asesinada sino la de Chiara, que sostenía entre las manos a su perro Bark. Qué nombre tan tonto para un perro, pensó y se quedó dormido.
28
Cuando Brunetti despertó, Paola ya se había marchado, y le había dejado una nota en la que le decía que Chiara parecía estar bien y se había ido al colegio casi con normalidad. Aunque esto lo alivió, no bastaba para borrar el pesar que sentía por la brutal impresión que había sufrido su hija. Tomó una taza de café, se dio una ducha larga y después tomó otro café, pero ni así pudo vencer el embotamiento físico y mental que le habían provocado los sucesos de la noche antes. Recordaba los tiempos en que era capaz de resistir sin esfuerzo las noches en vela y los horrores del crimen, en que durante días podía batallar sin descanso en busca de la verdad y en defensa de lo que él consideraba la justicia. Pero ya no. El ánimo que ahora lo impulsaba parecía, si cabe, aún más firme, pero era innegable que su resistencia física menguaba.
Brunetti ahuyentó estos pensamientos y salió de casa, contento de encontrar el aire frío y el bullicio de la calle. Al pasar junto a un quiosco miró los titulares, buscando instintivamente la noticia del arresto de aquella noche, aunque sabía que era imposible.
Eran casi las once cuando Brunetti llegó a la questura, donde fue saludado como de costumbre y, si le sorprendió que nadie se acercara a felicitarlo por haber conseguido apresar, él solo, a la persona culpable de los asesinatos de Trevisan, Favero y Lotto, no lo demostró.
Encontró en su escritorio dos notas de la signorina Elettra, las dos para informarle de que el vicequestore deseaba hablar con él. Bajó inmediatamente. La signorina Elettra estaba en su sitio.
– ¿Está libre?
– Sí -dijo ella mirándolo sin sonreír-. Pero no está de buen humor.
Brunetti se contuvo para no preguntar si Patta estaba alguna vez de buen humor.
– ¿Por qué?
– Por el traslado.
– ¿El qué? -preguntó Brunetti, sin gran interés, pero siempre dispuesto a aprovechar cualquier pretexto para demorar la entrevista con Patta, y un poco de charla con la signorina Elettra era el medio más agradable que para ello había descubierto hasta el momento.
– El traslado -repitió ella-. De la detenida que trajo usted anoche. -Se volvió para contestar el teléfono-. ¿Sí? -preguntó, y añadió rápidamente-: No; ahora no puedo. -Sin decir más, colgó y miró a Brunetti.
– ¿Qué ha pasado? -inquirió él en voz baja, preguntándose si la signorina Elettra podría oír cómo le latía el corazón.
– Esta mañana han llamado del Ministerio de Justicia para decir que la detenida pertenecía a la jurisdicción de Padua y que había que trasladarla.
Brunetti se inclinó hacia adelante apoyándose en la mesa con las manos abiertas.