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La mujer se lo había advertido, y él no había querido escucharla. Hasta le había dado el nombre del hombre que enviaría a los asesinos. O quizá había alguien más poderoso todavía involucrado en este asunto, otro hombre respetable que, lo mismo que el centurión del Evangelio, no tenía más que decir «Ve» para que su criado fuera. Y quizá él tenía tres criados que le obedecían.

De memoria, Brunetti marcó el número de un amigo que era coronel de la Guardia di Finanza y en pocas palabras le explicó los manejos de Trevisan, Favero y Lotto y le habló del dinero que debían de haber ganado y escondido durante años. El coronel prometió investigar las finanzas de la signora Trevisan tan pronto como dispusiera de tiempo y personal para ello. Cuando Brunetti colgó el teléfono no se sentía mejor. Apoyó los codos en la mesa y puso la frente en las palmas de las manos y así se quedó mucho rato. Él la había traído de madrugada y, a las ocho de la mañana, los hombres de la Brigada Especial ya estaban aquí.

Se levantó y bajó a la oficina de los agentes, situada dos pisos más abajo, en busca de Preside, el hombre que estaba de guardia cuando él trajo a la signora Ceroni. El hombre había terminado su guardia a las ocho, pero en el registro había anotado: «6:18 h. Entra tte. Scarpa al turno de día. Informe com. Brunetti entregado a tte. Scarpa.»

El comisario fue a salir de la oficina pero tuvo que pararse en la puerta, atacado por un vértigo momentáneo. Dio media vuelta, buscando la escalera que bajaba al vestíbulo, mientras trataba de expulsar de su mente y dejar tras de sí, allí dentro, todo lo que sabía de aquel caso. Mientras bajaba por la escalera pensaba en la signora Ceroni y en aquel extraño viaje nocturno. Se daba cuenta de que él nunca podría comprender sus motivos. Quizá tuviera que ser mujer. Se lo preguntaría a Paola. Ella comprendía las cosas. Al pensarlo, Brunetti se animó, salió de la questura y se alejó camino de su casa.

DONNA LEON

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