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– Una infección venérea.

– ¿De qué tipo?

– Eso no lo recuerdo. Tendrá que preguntárselo a mi hermana.

– O a la signora Trevisan.

La respuesta de Elettra fue rápida y vehemente.

– Si ella lo sabe, no ha sido por Barbara.

Brunetti la creyó.

– Así que la hija tendrá ahora quince años.

– Eso es -asintió Elettra.

Brunetti reflexionó. A este respecto, la ley era imprecisa, ¿y cuándo no? No se podía obligar a un médico a facilitar información sobre el estado de salud de un paciente, pero sin duda tenía libertad para decir cómo se había comportado un paciente y por qué, especialmente si no se trataba de la salud del propio paciente. Sería preferible hablar personalmente con la doctora, en lugar de pedir a Elettra que lo hiciera en su nombre.

– ¿Su hermana todavía tiene el consultorio cerca de San Barnaba?

– Sí. Allí estará esta tarde. ¿Quiere que la avise de su visita?

– ¿Quiere decir que no le diría nada si yo no se lo pidiera, signorina?

Ella miró el teclado de su ordenador donde, al parecer, encontró la respuesta que buscaba, y levantó la cara hacia Brunetti.

– Es indiferente que se lo diga usted o yo, comisario. Mi hermana no ha hecho nada malo. De modo que no le diré nada.

Él preguntó entonces por curiosidad:

– ¿Y si no fuera indiferente? ¿Y si ella hubiera hecho algo malo?

– Si eso había de ayudarla, la avisaría. Por supuesto.

– ¿Aun a costa de vulnerar un secreto policial? -preguntó él, y entonces sonrió, para dar a entender que bromeaba, aunque no era así.

Ella le miraba ahora con perplejidad.

– ¿Cree usted que yo respetaría un secreto policial en algo que afectara a mi familia?

Él respondió, cortado:

– No; no lo creo.

La signorina Elettra sonrió, satisfecha de haber podido ayudar una vez más al comisario a ser más comprensivo.

– ¿Sabe usted algo más acerca de la esposa? -y entonces Brunetti rectificó-: La viuda.

– No directamente. Sólo lo que he leído en la prensa. Siempre anda metida en Causas Nobles -dijo haciendo audibles las mayúsculas-. Por ejemplo, recogiendo alimentos para Somalia, que luego son robados, enviados a Albania y vendidos. O bien organizando conciertos de gala con los que a duras penas se cubren gastos, pero dan a las organizadoras la ocasión de ponerse de tiros largos y presumir ante las amistades. Me sorprende que no sepa usted quién es.

– Tengo una vaga idea de haber leído el nombre, pero nada más. ¿Y el marido?

– Era especialista en derecho internacional, y muy bueno, según creo. Si mal no recuerdo, intervino en un convenio con Polonia, o Chequia, o uno de esos países en los que la gente come muchas patatas y viste mal… pero no recuerdo cuál de ellos.

– ¿Qué clase de convenio?

Ella movió negativamente la cabeza, sin poder recordar.

– ¿Podría averiguarlo?

– Quizá si me acercara a las oficinas del Gazzettino podría encontrar algo.

– ¿Tiene algo que hacer para el vicequestore?

– Le haré la reserva para el almuerzo y bajaré al Gazzettino. ¿Desea que busque algo más?

– Sí, vea si hay algo acerca de la esposa. ¿Quién escribe ahora las crónicas de sociedad?

– Pitteri, me parece.

– Pues hable con él, a ver qué puede decirle de ellos dos; especialmente, cosas que no haya podido publicar.

– Que son las cosas que la gente prefiere leer.

– Eso parece -dijo Brunetti.

– ¿Algo más?

– No, signorina, muchas gracias. ¿Ha llegado Vianello?

– No lo he visto.

– Cuando llegue, ¿hará el favor de decirle que suba a mi despacho?

– Desde luego -dijo ella, y volvió a la revista. Brunetti echó una ojeada al artículo que ella estaba leyendo, que trataba de hombreras, y se fue a su despacho.

La carpeta, como suele ocurrir al principio de una investigación, contenía poco más que nombres y fechas. Carlo Trevisan había nacido en Trento hacía cincuenta años, se había licenciado en derecho por la Universidad de Padua y había ejercido de abogado en Venecia. Hacía diecinueve años, había contraído matrimonio con Franca Lotto, con la que había tenido dos hijos, Francesca, que ahora contaba quince años, y Claudio, de diecisiete.

El avvocato Trevisan nunca se había interesado en derecho criminal ni tenido relación alguna con la policía; tampoco había sufrido inspecciones de la Guardia di Finanza, lo que parecía un milagro, a no ser que las declaraciones de impuestos del avvocato hubieran sido siempre correctas, lo que también sería milagroso. La carpeta contenía los nombres de los empleados del bufete de Trevisan y una copia de su solicitud de pasaporte.

– Lavata con Perlana -dijo Brunetti en voz alta, dejando los papeles encima de la mesa. Porque, ¿quién más limpio que Carlo Trevisan? Y, todavía más interesante, ¿quién podía haberle metido dos balas en el cuerpo, sin molestarse en llevarse la billetera?

Brunetti abrió el cajón de abajo de su mesa con la punta del zapato derecho y echó la silla hacia atrás apoyando los pies en el cajón. El asesino tenía que haber actuado entre Padua y Mestre; no iba a arriesgarse a permanecer en el tren hasta Venecia, donde seguramente ya se habría descubierto el cadáver y habría una investigación. El tren no era de cercanías, y entre Padua y Venecia sólo paraba en Mestre. No era probable que quienquiera que se apeara en Mestre hubiera llamado la atención, pero no estaría de más preguntar en la estación. Los revisores suelen ir en el primer compartimiento; también a ellos habría que preguntarles qué recordaban. Investigar sobre el arma, desde luego; comprobar si las balas coincidían con las utilizadas en otros crímenes. Las armas de fuego estaban muy controladas, y tal vez fuera posible identificarla. ¿A qué había ido Trevisan a Padua? ¿Con quién había estado? La mujer, investigar a la mujer. Luego preguntar a vecinos y amigos, para confirmar lo que ella dijera. La hija… ¿una enfermedad venérea a los catorce años?

Brunetti se inclinó, acabó de abrir el cajón y sacó la guía telefónica. La abrió y buscó en la Z. «Zorzi, Barbara, Médico» aparecía dos veces: domicilio particular y consultorio. Marcó el número del consultorio y una grabación le informó de que las visitas eran a partir de las cuatro. Marcó entonces el domicilio y oyó la misma voz que le decía que la dottoressa estaba momentaniamente assente y le pedía que dejara su nombre, motivo de la llamada y número de teléfono, al que se le llamaría appena possibile.

– Buenos días, doctora -empezó él después de la señal-. Aquí el comisario Guido Brunetti. Llamo por el asunto de la muerte del avvocato Carlo Trevisan. Tengo entendido que su esposa y su hija eran…

– Buon giorno, comisario -le interrumpió la voz fosca de la doctora-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Buenos días, dottoressa -dijo él-. ¿Siempre filtra sus llamadas?

– Comisario, hay una mujer que, desde hace tres años, me llama todas las mañanas para pedirme que vaya a visitarla a su casa. Y cada mañana tiene síntomas distintos. -Su voz era grave, pero tenía un leve acento humorístico.

– No sabía que hubiera tantas partes del cuerpo -dijo Brunetti.

– Hace combinaciones interesantes -explicó la doctora Zorzi-. ¿En qué puedo ayudarle, comisario?

– Como le decía, tengo entendido que la signora Trevisan y su hija eran pacientes suyas. -Hizo una pausa, para ver si ella decía algo. Silencio-. ¿Sabe ya lo del avvocato Trevisan?

– Sí.