Выбрать главу

– ¿Y cree que la información sobre su esposa y su hija le ayudará a conseguirlo?

– Sí.

Por la izquierda reapareció el camarero, que puso en la mesa dos tazas de espresso y un azucarero de plata. Ellos echaron cada uno dos terrones de azúcar en la taza y removieron el café, marcando una pausa en la conversación con esta pequeña ceremonia. La doctora tomó un sorbo de café, dejó la taza en el platillo y dijo:

– Hará poco más de un año, la signora Trevisan me trajo a la consulta a su hija, que entonces tenía catorce años. Era evidente que la niña no deseaba que su madre supiera qué tenía. La signora Trevisan quería entrar en la sala de reconocimiento, pero yo se lo impedí. -Sacudió la ceniza y agregó con una sonrisa-: Aunque no fue fácil. -Tomó otro sorbo de café. Brunetti no dijo nada para apremiarla-. La niña tenía un episodio de herpes genital. Yo le hice las preguntas habituales, si su pareja utilizaba un profiláctico, si había tenido relaciones sexuales con otros y cuánto tiempo hacía que tenía los síntomas. Normalmente, en el herpes, la primera manifestación es la peor, y yo quería saber si aquél era el primer brote. Ello me permitiría determinar la gravedad de la infección. -Hizo una pausa y aplastó el cigarrillo en el cenicero. Hecho esto, tomó el cenicero y, sin dar ninguna explicación, lo dejó en la mesa vecina.

– ¿Era el primer brote?

– Ella dijo que sí, pero me pareció que mentía. Yo entonces le expliqué por qué tenía que saberlo, le dije que no podía recetar sin saber la gravedad de la infección. Tardó, pero al fin confesó que era la segunda vez, y que la primera había sido mucho peor.

– ¿Por qué no fue a verla la primera vez?

– Estaban de vacaciones, y ella temía que, si iba a otro médico, él dijera a sus padres lo que ocurría.

– ¿Eran fuertes los síntomas?

– Fiebre, escalofríos, dolor genital.

– ¿Qué hizo ella?

– Dijo a su madre que tenía calambres y estuvo dos días en cama.

– ¿Y la madre?

– ¿Qué quiere saber de la madre?

– ¿La creyó?

– Aparentemente.

– ¿Y esta vez?

– La chica dijo que volvía a tener calambres y que quería que yo la visitara. Yo era su médico desde que tenía siete años.

– ¿Por qué la acompañaba su madre?

Ella miraba el fondo de la taza al contestar.

– La signora Trevisan ha sido siempre una madre sobreprotectora. Cuando Francesca era pequeña, me llamaba en cuanto tenía un poco de fiebre. Había inviernos en los que me pedía que fuera a su casa dos veces al mes.

– ¿Iba usted?

– Al principio, sí. Hacía poco que había terminado la carrera. Después he ido descubriendo cuáles son las personas que te llaman cuando están realmente enfermas y cuáles las que… en fin, te llaman sin tanta necesidad.

– ¿La signora Trevisan también la hacía ir a su casa cuando no se encontraba bien?

– No. Nunca. Ella iba al consultorio.

– ¿Y qué tenía?

– Eso me parece que no hace al caso, comisario -dijo ella, sorprendiéndole con el tratamiento. Él no insistió.

– ¿Qué contestó la muchacha a sus otras preguntas?

– Dijo que su pareja no usaba condón. Que, según él, eso restaba placer. -Sonrió torciendo la boca, como si le doliera oírse a sí misma repetir un tópico tan egoísta.

– ¿Pareja, en singular?

– Sí; según ella, era uno solo.

– ¿Le dijo quién era?

– No pregunté. No era asunto mío.

– ¿La creyó? ¿Que era uno solo?

– No tenía por qué no creerla. Como le he dicho, la conozco desde niña. Por lo que yo sabía de ella, me pareció que decía la verdad.

– ¿Y la revista que la madre le arrojó a la cara? -preguntó Brunetti.

Ella lo miró con evidente sorpresa.

– Ah, mi hermana. Cuando ella cuenta algo, no se calla nada. -Pero no parecía haber enojo en su voz, sólo la admiración que debía de sentir, aun a regañadientes, a Brunetti no le cabía duda, quien hubiera pasado la vida al lado de Elettra-. Eso fue después -prosiguió la mujer-. Aquel día, cuando salimos del gabinete de reconocimiento, la signora Trevisan exigió que le dijera qué le pasaba a Francesca. Yo respondí que se trataba de una pequeña infección que se resolvería rápidamente. Pareció satisfecha y se fueron.

– ¿Cómo se enteró ella de la verdad? -preguntó Brunetti.

– Por el medicamento, Zovirax. Es específico para el herpes. No podía tomarlo por otra razón. La signora Trevisan tiene un amigo farmacéutico y le preguntó, estoy segura que con la mayor naturalidad e inocencia, cuáles eran las indicaciones. Él se las dijo. No se usa para nada más, o muy raramente. Al día siguiente volvió al consultorio, sin Francesca, y me dijo cosas muy ofensivas. -Se interrumpió.

– ¿Qué cosas?

– Me acusó de haber preparado un aborto para Francesca. Yo le dije que se marchara del consultorio, y entonces fue cuando ella agarró la revista y me la tiró. Dos pacientes, hombres mayores, que estaban en la sala de espera, la agarraron uno de cada brazo y la sacaron de allí. No he vuelto a verla.

– ¿Y la chica?

– Como le decía, la he visto en la calle un par de veces, pero ya no es paciente mía. Un médico me llamó, para pedirme la confirmación del diagnóstico, y se la di. Yo ya había enviado los dos historiales médicos a la signora Trevisan.

– ¿Sospecha usted de dónde pudo ella sacar la idea de que usted había preparado un aborto?

– Ni por asomo. De todos modos, yo no podría hacer tal cosa sin el consentimiento de los padres.

Chiara, la hija de Brunetti, tenía catorce años, los mismos que tenía entonces Francesca. Se preguntó cómo reaccionarían él y su mujer a la noticia de que la niña tenía una infección de transmisión sexual. Desechó el pensamiento con un sentimiento que identificó como horror.

– ¿Por qué es usted reacia a hablarme del historial de la signora Trevisan?

– Ya se lo he dicho, porque me parece que no hace al caso.

– Y yo he dicho también que cualquier cosa puede ser importante -dijo él tratando de suavizar el tono y quizá consiguiéndolo.

– ¿Y si le dijera que sufre de dolor de espalda?

– De ser así, no hubiera tenido inconveniente en decirlo la primera vez que se lo he preguntado.

Ella no dijo nada durante un momento y luego movió la cabeza.

– No. Era paciente mía, y no puedo decir nada.

– ¿No puede o no quiere?

Ella le miraba sin pestañear.

– No puedo -repitió, y entonces desvió la mirada para consultar su reloj. Él observó que era de Snoopy-. Tengo que hacer otra visita antes del almuerzo.

Brunetti comprendió que no podía sino acatar la decisión.

– Gracias por su tiempo y por su información -dijo con sinceridad. En tono más personal, agregó-: Es curioso que hasta ahora no me diera cuenta de que usted y Elettra eran hermanas.

– Ella tiene cinco años menos.

– No pensaba en el parecido físico -dijo él en respuesta al inquisitivo gesto que ella había hecho con el mentón-. Sus caracteres. Son muy similares.

La sonrisa de ella fue rápida y amplia.

– Eso nos lo dice mucha gente.

– Es lógico -reconoció Brunetti.

Ella no dijo nada, pero al cabo de un instante se echó a reír con auténtico regocijo. Sin dejar de reír, apartó la silla y alargó la mano hacia el abrigo. Él la ayudó a ponérselo, miró la cuenta y dejó dinero en la mesa. Ella empuñó su maletín marrón y juntos salieron a la piazza, donde descubrieron que hacía aún más calor que antes.

– La mayoría de mis pacientes están convencidos de que esto es señal de que el invierno va a ser terrible -dijo ella abarcando con un ademán la plaza y la luz que la inundaba. Bajaron los tres escalones y se encaminaron hacia el campanile.