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Yo quería, como suele decirse, meterle los dedos en la boca, para que devolviera; de modo que la interrumpí aquí:

– Pero ella, perdóneme, no sé cómo se lo diga; ella, en ese aspecto, nunca… En fin, nadie ignoraba… -Incluso deslicé una alusión al asunto de Tadeo.

Al ver que estaba informado (y esta táctica, repetida cada vez que se me quería poner reticente, dio siempre resultados infalibles), abandonando su reserva, me replicó que sí, que era cierto, pero que estaba segura, sin embargo, de que a la pobre debían de haberla forzado al comienzo porque, si bien no era una remilgada, tampoco tenía nada de tonta, y lo que había estado haciendo en la prisión era la peor de las tonterías.

– No sé, no sé -terminó mi tía, moviendo la cabeza. Después de muerta, su amiga le resultaba tan incomprensible como lo había sido en vida-. Era muy loca -dijo-. Y yo, que le seguía la corriente, más loca aún.

Se había puesto deprimida, con los ojos bajos y la voz velada: había llegado a un punto de ablandamiento. Como quien alude también, discretamente, a su propio caso personal, yo dejé caer la observación de que vivir en soledad es demasiado penoso, de modo que siempre hay que seguir la corriente de alguien: la muerte de Antenor debió de ser para ella un golpe… Aunque a tientas, había tocado en la llaga. Muy excitada, y no sin cierta vacilación, a vuelta de infinitos preámbulos, me confió entonces la historia de la Presencia Maravillosa, tal como antes queda extractada, confesándome que desde el momento mismo de la revelación no ha vivido ya un solo instante sino en la esperanza, hasta ahora nunca cumplida, de recuperar en alguna forma el bien perdido, «recordar siquiera el nombre, escuchar de nuevo su acento, ya que no pueda verle», terminó, como en una plegaria, con las manos juntas y los pesados, lustrosos párpados sobre los ojos marchitos… La oía yo, y no sabía si asombrarme de su extravagancia, o compadecerme de sus sentimientos. De cualquier modo, no deja de ser impresionante el hecho de -a menos que mixtifique o confunda- haber tenido la pobre mujer semejante sueño mientras, a su lado, en la cama, fallecía de mortal ataque el marido. Y aun en el supuesto (que, desde luego, no excluyo) de que todo fuera una fantasía construida a posteriori, no por eso su angustia es menos efectiva, menos dolorosa su obsesión, menos patética su manía. Le pregunté: -¿Y nunca después ha tenido usted barrunto alguno, nueva señal, nada?

– Nada -me contestó con énfasis-. ¿Podrá creerme, Pinedo? Lo que se dice nada -y me miró en silencio.

Enseguida contó que, por ayudarla, Concha había insistido en que concurriera a probar fortuna en las reuniones donde, bajo su iniciativa, un grupo de personas distinguidas, versadas y serias establecían contacto semanalmente con el Más Allá desde una salita apartada de Palacio. Ella, que por entonces ya se había instalado allí, para complacerla -no hubiera podido negarse-, empezó a acudir, «pero con pocas esperanzas, imagínese; pues ¿cómo iba a invocarle si precisamente la dificultad consiste en que no consigo recordar su nombre? Llamarlo por el de Antenor sería como gritar en el desierto; y hasta parecería una burla, después de la revelación que él me hizo de su verdadera personalidad, tan distinta… Sin desmerecer a Antenor: muy distinta, y perdóneme, de la suya. Qué le voy a decir: Antenor era buenísimo, nunca ocasionó daño a nadie, y hasta para morirse fue considerado, lo hizo sin dar guerra, sin producir molestia alguna, salvo, claro está, el inevitable susto. Pero de cualquier manera, ¿cómo comparar? Quisiera que usted me entienda.»

La entendía.

– ¿De modo que nunca?…

– Nunca. Tan sólo una vez, un espíritu majadero, o burlón, o tarado (porque también los hay, naturalmente), me quiso embromar dirigiéndose a mí para hacerse pasar por la Presencia Maravillosa; y va y me dice: ¿Me conoces, Loreto? (como si fuera una mascarita); mira, Loreto: yo soy aquel que tú sabes. Pero cuando le apreté las clavijas, exigiéndole que pronunciara su nombre, el muy desgraciado se quiso salir por la tangente: Tú me conoces bien. -respondió-: Soy el Sagrado Corazón de Jesús… -Lo mandé a freír espárragos con sus chuscadas de mal gusto. Pero la verdad es que ¡qué no hubiera dado yo, qué no daría por sentirlo a Él hablarme de nuevo!

Conforté su ánimo lo mejor que pude; pero al mismo tiempo aproveché la oportunidad para aventurar la opinión de que el trato con los espíritus resulta siempre incierto y puede llegar a ser funestísimo; y de que muchos de los males que han llovido y llueven sobre nuestras cabezas se concitaron precisamente en esas mismas sesiones de los martes, donde ella, en cambio, no había conseguido la más pequeña luz. Si un espíritu burlesco le había querido gastar una broma cruel, otros, malvados, habían engañado al joven Requena, espoleando sus ambiciones y persuadiéndolo a que hiciera lo que había de perderlo, a él y al país entero… Loreto meditó un momento; sonrió. A ratos no parecía tan necia.

– No de todo han de tener la culpa los espíritus -dijo al fin-; o, por lo menos en este caso, no es suya la culpa principal. -Reconoció que, en realidad, su amiga Concha era quien había dado ahí los pasos decisivos, con gran susto de parte suya, pero sin que estuviera en su mano evitar nada, porque cuando ella venía a enterarse ya estaban las cosas hechas, o a medio hacer, y no había vuelta posible. -La verdad es -reflexionó-, que Concha era una especie de torbellino: nos arrastraba a todos, hasta que ella misma se sumió, tragada por el vórtice de su propio arrebato.

XVIII

Esta conversación con mi tía Loreto, que duró varias horas, me ha permitido conocer, entre otras muchas cosas de interés positivo, detalles inapreciables acerca de la muerte de Bocanegra, cuyas particularidades parecían destinadas a quedar tan en la oscuridad como si se tratara del asesinato de un remotísimo rey godo. Me refirió Loreto que esa noche terrible, cuando ya ella estaba dormida desde hacía quién sabe el tiempo, quizás de madrugada, vino a despertarla su amiga golpeando con urgencia a la puerta de su cuarto, e irrumpió en él como una tromba, toda desmelenada, para echarse de bruces sobre su cama sin pronunciar palabra. Sólo al cabo de un buen rato y de muchos ruegos, «Mi voz fría, apática, le anunció sucintamente: -Tadeo ha matado a Bocanegra. (Aun entre nosotras -me aclaró Loreto-, solía llamarle a su marido Bocanegra, no Antón.) -Agregando: -Por celos. -Yo, imagínese, Pinedo, me quedé estupefacta. ¡Por celos! De momento no pensé en las consecuencias tremendas de esa noticia; pensaba: ¡Por celos!, y no podía creerlo. Que un amante sienta celos del marido, no es imposible, ni tan raro. Pero ¿celos Tadeo? Yo sabía bien lo tormentos [123]as que eran las escenas íntimas entre ese muchacho odioso y la loca de Concha; más de una vez me había tocado en suerte el desagradable papel de testigo y mediadora; pero no eran cuestiones de celos; era que él la detestaba, y se debatía con la desesperación de quien lleva una piedra atada al cuello, de la cual quisiera y no puede librarse. La insultaba; un día, delante de mí, le dio un empujón que la hizo trastabillar hasta una butaca… ¿Por celos? No, acaso, por aversión. Y ella, a su vez, había llegado a aborrecerlo también desde el fondo de su alma. Si yo fuera a contarle, Pinedo… Pero continúo: estando yo turbada con estos pensamientos y ella tirada siempre, boca abajo, en mi cama: ¡clac!, se oye un disparo. Uno solo, claramente; y luego otra vez el silencio. Concha, que seguía con la cabeza entre los brazos, se irguió, venteando como un perro; y enseguida, de un salto, se puso en pie, y me dijo con voz tensa, pero ahora casi alegre: -¿Has oído? Voy a avisar enseguida. -Y descolgó la extensión de teléfono que teníamos instalada en mi antecámara, para comunicarse con el coronel Cortina. Yo estaba muy confusa; no entendía nada; pensé que Tadeo se hubiera suicidado, después de cometido su crimen. Pero Concha le estaba gritando ya a Pancho Cortina que viniera sin tardanza, que algo muy grave había ocurrido; que el Presidente, sabiéndose traicionado por ese miserable de Tadeo Requena, acababa de liquidarlo… A mí, la cabeza me daba vueltas. -Yo no salgo de mi escondrijo, ¿sabes, Pancho?, hasta que la situación esté despejada -había concluido ella-. Despejada, ¿me entiendes? -Quien no entendía era yo, Pinedo. Le garanto que la cabeza me daba vueltas. En un primer momento creí como digo, que a lo mejor Tadeo se acababa de pegar un tiro. Ese disparo único, en medio del silencio de la noche, si era cierto lo que ella me había comunicado al entrar, no podía ser otra cosa. Pero ahora resultaba… Más tarde se supo -así lo vocearon radios y periódicos- que el disparo lo había hecho, en efecto, el secretario Tadeo Requena, quien mató de la manera más alevosa a su jefe valiéndose de su propia pistola, cuando éste se hallaba en cama. Era verdad, pues, lo que en el primer momento me había comunicado Concha. Sin embargo, cuando ella me lo dijo, todavía no se había oído detonación alguna. Es cosa que no comprendo. Si yo estoy en mi sano juicio, eso no puede ser: ahí hay un misterio, y por más vueltas que le doy no consigo descifrarlo.

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[123] venteando como un perro… de un salto, se puso en pie: un caso más de bestialización.