Yo me sonreí para mis adentros. Las puntuales memorias de Tadeo me habían proporcionado la clave de ese misterio; yo había leído por adelantado el desenlace en las últimas páginas de la novela y, como un detective que se reserva ciertos datos para sorprender al lector, estaba en condiciones de desenredar la trama. He aquí que la Primera Dama acusa a su amante, el secretario Requena, de haber matado al Jefe del Estado, su esposo; y, sin embargo, sólo más tarde suena el disparo homicida. ¡Problema! Mas yo no tenía interés alguno en ofrecerle la solución a Loreto. Le planteé otra cuestión:
– Y ¿cómo se explica que nadie acudiera al ruido?
– Eso mismo me preguntaba yo en aquellos momentos, viendo que nadie, en efecto, rebullía. Pero, después de todo, la cosa no es tan rara. Para empezar, la mayor parte de los empleados duermen fuera del Palacio; y los que duermen allí, o dormían, era en la otra ala, mientras que nuestras habitaciones quedaban del lado de las oficinas. Además, si alguien oye un tiro procedente de esa parte, lo más fácil (hay que suponerlo) es que meta la cabeza debajo de la sábana y se quede quietito, para evitarse líos. En cuanto al cuerpo de guardia, queda lejos. El resultado es que, hasta no escucharse, luego, la serie de disparos, uno, dos, tres, cuatro, con que Pancho Cortina ejecutó sumarísimamente y por su propia mano al magnicida, y enseguida el barullo de la escalera, no empezó a acudir gente… En cuanto a la conducta de Cortina, había sido bastante rara y temeraria, ¿no le parece a usted, Pinedo? Llega, acompañado no más que de tres o cuatro hombres, y todavía los deja al pie de la escalera: él solo sube a enfrentar quién sabe qué situación; y luego, en lugar de detener al secretario, lo mata sobre el terreno. ¡Cualquiera entiende!
– Y si no fueron los celos, ¿no le parece a usted, tía Loreto, que lo que movió a Tadeo pudo muy bien haber sido el temor? -le pregunté-. El temor, digo, a que Bocanegra, alterado quizás…
– Bocanegra no sabía nada -me contestó-, ni tampoco quería saber nada. Al final, lo único que le interesaba a Bocanegra era el fondo del vaso. Y otros [124] -añadió con una sonrisa enigmática.
Pero sobre esta insinuación no conseguí sacarle una palabra más. Creo que no era, desde luego, a dinero a lo que aludía con esos otros fondos. Tal vez más adelante, llegada la oportunidad, durante una nueva entrevista, consiga averiguar algunas de las intimidades de palacio, que ella conoce mejor que nadie. ¿Por qué no ha de comunicármelas? ¿Qué le importa ya, tal como están las cosas, toda esa agua pasada? Me importa a mí como historiador: el historiador debe remontar las aguas. Y en tal sentido, no puedo quejarme del resultado de esta visita: han sido datos de primera magnitud los que me ha suministrado. Tampoco yo iba a andarme por las ramas. Quería saber cuáles habían sido, en concreto, las intenciones y actuaciones de los traidores del drama, su trato; sobre todo, en lo que se refiere a ella, porque a él lo tenía confesado de antemano -confesión casi diaria- en las hojas borroneadas de su prolijo manuscrito.
– ¿Y usted no cree, tía Loreto, que si Tadeo hizo lo que hizo fue por instigación de doña Concha? -le pregunté para inducirla a hablar.
– Mire, Pinedo, la cosa no es tan sencilla; yo no lo sé, no me atrevería a decir que sí ni que no; los acontecimientos últimos, yo no los veo nada claros…
– Pero siendo como usted dice, que a Bocanegra ya no le interesaba ella, y que nuestro hombre se interesaba, en cambio, por esos fondos, o fondillos, misteriosos que usted no me ha querido precisar, no resultaría demasiado raro que ella, entonces, resentida…
– ¡Bueno! -vaciló-. Motivos para estarlo, no le faltaban. A Bocanegra ¿quién lo entendía?; y la gente que tanto galla, llega a dar miedo. ¡Pensar que para ese hombre Concha lo había sido todo, en la época brava, durante la lucha, guando no tenían ni qué llevarse a la boca! Sin su ayuda, Antón Bocanegra jamás hubiera salido del pozo. Vea, Pinedo: era un fracaso viviente; el fracaso lo llevaba dentro, como un cáncer, y luego se ha visto que su encumbramiento no significaba regeneración, sino más bien un ensanchar y ahondar esa vocación suya de fracaso para que en él participáramos todos y todos nos hundiéramos.
Me quedé atónito oyendo esas palabras en labios de Loreto. Pero ¡cómo! ¿Era ella quien así hablaba? No, no era ella. Se dio cuenta de mi ojeada, de mi sorpresa, enrojeció un poquito bajo sus cremas de belleza, y declaró: -Solía explicarlo un señor amigo mío, el dueño, precisamente, de esta casa en que ahora estamos, quien lo había conocido a Bocanegra desde los tiempos de estudiantes, en la Universidad.
Me sonreí, y no pude contener una bromita.
– ¡Ah! -exclamé-. Yo había pensado que la Presencia Maravillosa le soplaba a usted esa frase.
Nunca lo hubiera hecho: recayó en el tema de la Presencia Maravillosa, que la obsesionaba, y me costó mucho trabajo hacerle regresar de nuevo a nuestro asunto. Eso me sirvió de escarmiento para no interrumpirla en lo sucesivo; y, por cierto, más de una vez tuve que morderme la lengua. Pero la dejé que dijera cuanto disparate le diese la gana, y fue mejor así, porque de ese modo pude echar sobre el movimiento acaudillado por Antón Bocanegra la mirada retrospectiva que tanto conviene a la objetividad del historiador. Si salgo a contradecirla, ella se hubiera encogido como un caracol; mientras que haciéndome el muerto la buena mujer se abandonó al placer agridulce de los recuerdos, y sus divagaciones me presentaron el cuadro de un Bocanegra joven, lleno de fuego, de generosidad, de amor a los desheredados (porque amor a los desheredados era su plebeyismo abyecto, y generosidad su verba irresponsable, fuego su resentido encono, y talento la demagogia atroz del Padre de los Pelados), al que asistía, confortaba y prestaba espirituales auxilios aquella mujer abnegada que, prescindiendo de su propio interés y de cualquier otra consideración, lo había abandonado todo para seguirlo en su empresa redentora… ¿Verdaderamente, se veían así ellos?, ¿con tan idílicos rasgos y colores? Loreto recalcaba la importancia del papel desempeñado por su amiga doña Concha, acentuaba sus méritos, y en los sobresaltos, angustias, fatigas, penurias y zozobras de la época heroica encontraba excusa para sus desvanecimientos e insensateces a la hora del triunfo.
Ahí sí me creí en el caso de intercalar una preguntita provocadora.
– Ya sé -concedí, un tanto sardónico bajo la máscara de sinceridad- que sin ella no hubiera hecho Bocanegra todo lo que hizo; pero, dígame, Loreto, ¿usted no cree que si al principio le fue útil, luego le ha perjudicado en igual o mayor medida?
– Le diré -fue su respuesta-: el finado Antenor (¿de nuevo la Presencia Maravillosa? No; esta vez, Antenor Malagarriga); el finado Antenor solía pronosticar que las intromisiones de esa señora le darían un día al Presidente algún disgusto serio. Pero al fin, usted lo sabe como yo, que su señor tío se sintió siempre medio de mala gana en el gobierno; y todavía el día de nuestras bodas de plata, fecha también de su muerte, anduvo repitiendo con mucho coraje que estaba harto y lo iba a mandar todo al diablo… Por mí, no diría yo que no; pero también hay que darle a cada cual lo suyo. Bocanegra era terco, el señor, como un mulo, y desde luego no se plegaba a su cónyuge tanto como la gente piensa. La dejaba hacer, y con eso daba lugar, el muy astuto, a que ella cargara con todas las culpas; pero cuando de veras no quería una cosa, ahí apontocaba los pies, y no había quien lo moviera.
Hubo una pausa. Yo pensé lo que es obvio: que la mera resistencia resulta buena, a lo sumo, para impedir las barbaridades más gordas, pero que en una obra de gobierno lo importante es siempre la iniciativa; y al parecer, Bocanegra estaba últimamente muy abúlico; tal vez porque su voluntad se estimulaba para destruir, pero se distendía frente a las tareas positivas. Omitiendo esta apreciación, declaré mi pensamiento a Loreto: que si alguna vez el Presidente mezquinaba su refrendo, era doña Concha quien de todas maneras llevaba la voz cantante. Por supuesto, yo no me proponía discutir tales cuestiones con mi interlocutora, sino sacarle datos; y añadí:
[124] lo único que le interesaba a Bocanegra era el fondo del vaso. Y otros: los fondos «interesantes» parecen expresar no sólo los de sus vasos de aguardiente plebeyo, sino también los fondos de la administración pública. Tampoco falta en este contexto la referencia al fondo o fondillo del pantalón. El título de la secuela (1962) de Muertes de perro, El fondo del vaso, cobrará nuevas acepciones relacionadas con la capacidad de redención de los personajes-Ver nuestra Introducción (24) a la edición de 1995 de esta novela, publicada en Ediciones Cátedra.