– Si uno tiene cosas sobre la conciencia, más vale dejar en paz a los difuntos. Y ¿quién, cuando ya no es tan joven, no tiene algo sobre la conciencia? En fin, el propio Tadeo Requena se resistía como gato panza arriba; y en cuanto a mí, para qué le cuento: nunca me gustó ese jueguito de invocar a los espíritus. Uno mete el dedo en el enchufe y, ¡claro!, termina por darle la corriente. Pero cuando a ella se le había puesto algo en la cabeza no había manera de resistírsele. ¡Menuda descarga tuvo que sufrir al hacerse presente de improviso, en medio de una sesión más bien sosona, como un rayo, el espíritu del senador Rosales! Irrumpió a su manera brusca; y no necesito decirle a usted el susto. La médium se pone rígida como un palo, pega con la cabeza en la pared tremendo calamorrazo, y empieza a hablar de una manera tan altiva que hubiera sido bastante ya para conocer en ella al senador. Venía con el designio de dirigir a Tadeo el mensaje, la orden mejor dicho, porque en realidad era una orden… Concha se descompuso; nunca la he visto tan lívida, tan aterrorizada como en aquel instante.
Se comprenderá que, oyendo lo que Loreto me había empezado a contar, yo no respiraba siquiera. Sorbía sus palabras, y temblaba de pensar que, llegada a ese punto, pudiera todavía defraudarme, arrepentirse de la confidencia que me estaba haciendo, quizás sin medir demasiado su alcance. Para impedirlo, arriesgué una pequeña jugada.
– Pero, ¿cómo? -me extrañé-. Pues ¿acaso todo ello no era una farsa preparada por doña Concha para inducir a su amante? Fingiría terror, no digo que no…
– Pinedo, créame -replicó ella-: como que me llamo Loreto, eso estaba muy lejos de ser fingido. Nuestra amistad no databa de ayer; y yo la había visto antes en situaciones difíciles, se lo aseguro. A otro hubiera podido engañar; pero no; no era una comedia el ataque de nervios que tuvo, luego, a solas conmigo, en mi habitación. Ni la insultada feroz que al día siguiente le pegó a la médium, llamándola marrana, como si la infeliz tuviera la culpa del lenguaje usado por Rosales, y amenazándola con policía y cárcel. Naturalmente, nada hizo, porque bien sabía que los difuntos se ríen de celdas y calabozos. Eliminó, sí, a aquella médium, que era excelente; pero de poco le valió: el martes próximo volvía a presentarse el senador para repetir y remachar por labios de otro el encargo dado a Tadeo de librar del tirano al país, si no quería sucumbir él también a sus manos. Desde ese día hasta su muerte horrible, la pobre Concha no hizo ya sino puros desatinos, como quien obra bajo el imperio del terror.
– ¿Y Tadeo? -pregunté yo entonces-. ¿Cuál fue su reacción? ¿Creería el mensaje?
– El hecho de haber terminado asesinando a Bocanegra demuestra que lo creyó, y que lo obedeció, aunque en un principio se resistiera. El muchacho era bastante testarudo, pero cayó en la trampa. Tengo la impresión de que necesitó para rendirse a la evidencia que el otro Rosales, don Luisito, cuyo tránsito estaba muy reciente, pues no hacía mucho más de un mes que se había suicidado, viniera, como en efecto vino, a reforzar con sus frases persuasivas las terribles conminaciones del senador.
XIX
Pero al llegar aquí me doy cuenta de que aún no había mencionado siquiera el final que tuvo don Luisito Rosales, al hacer voluntaria e irrevocable dimisión de su cargo quitándose la vida, como, con broma de elegancia más que dudosa, se permitió escribir en uno de sus cumplidos informes el Ministro de España.
La verdad es que estos apuntes míos están resultando demasiado desordenados, y hasta se me ocurre que caóticos, tal vez a causa del desarreglo general en que todo se encuentra hoy, del nerviosismo que padecemos, y de la incertidumbre con que se trabaja. Cuando, con más sosiego y en condiciones más normales, pueda yo redactar el texto definitivo de mi libro, habré de vigilarme y tener mucho cuidado de presentar los acontecimientos, no revueltos, como ahora, sino en su debido orden cronológico, de modo que aparezcan bien inteligibles y ostenten el decoro formal exigido en un relato histórico. Después de todo, no importa: estos papeles no son sino un ejercicio, como el de los músicos cuando templan su instrumento, o a lo sumo recolección de materiales, borrador y anotación de detalles para no olvidarme luego de lo que se me ocurre y debo retener. Por lo demás, sólo yo tengo que manejarlos.
Adelante, pues. Según la costumbre que ya he adoptado, registraré las circunstancias del suicidio de don Luisito a base de aquellos documentos que poseo, prescindiendo por ahora de los periódicos, cuya colección queda ahí siempre como fuente de valor secundario al servicio del historiador.
Por lo que se refiere a la muerte del ministro de Instrucción Pública, fueron parvos en la información y raramente discretos en sus comentarios, habida cuenta de la morisqueta con que el pobre hombre había pris congée de esta vida indecente [128]. Más explícita es, acerca de los detalles, la prosa oficial del diplomático hispano, cuyo escrito presenta además la ventaja de trazar, como telón de fondo, un cuadro objetivo de la situación general. Aunque yo no concuerdo con todos sus puntos, lo recojo aquí para pública noticia, y otros documentos de que por suerte dispongo terminarán de ilustrar este pequeño pasaje de nuestra historia contemporánea.
El ministro de España se dirige a sus superiores en los siguientes términos:
«Según tuve la honra de poner en conocimiento de V. E. con mi telegrama de ayer, el ministro de Instrucción Pública, doctor Luis Rosales, hizo en ese día voluntario e irrevocable abandono de su alto cargo al quitarse la vida en horas de la madrugada. Esta noche, pasada la ceremonia del sepelio, a la que debí asistir después de haber presentado al Gobierno mis condolencias oficiales, me creo en el deber de ampliarle a V. E. la noticia con algunos detalles complementarios.
»Ante todo, sobre la personalidad del difunto. Como V. E. sabe por anteriores informes, y en particular por el que tuve el honor de dirigirle cuando el doctor Rosales fue designado miembro del gabinete en la cartera de Instrucción Pública, dicho señor pertenecía a una de las antiguas familias del país, desposeídas hoy y casi arrinconadas por el movimiento político de que es exponente el actual jefe de Estado. El doctor Rosales era hermano de aquel hacendado y político, el famoso don Lucas Rosales, que, como tal vez recuerde V. E., levantó una activa oposición contra el régimen de Bocanegra y que por eso fue abatido en las gradas del Capitolio. Sólo las peculiaridades de este pueblo, cuya psicología, sociología y costumbres públicas presentan aspectos muy notables, y de todo punto incomprensibles para quien no se encuentre interiorizado de su vida cotidiana, pueden explicar el hecho de que, a pesar de todo, un hermano suyo asumiera luego un puesto de cierto relieve y responsabilidad dentro de dicho régimen. Si se recuerda, no obstante, que el propio Presidente Bocanegra pertenece también en cierto modo (en el modo de lo que se llama una oveja negra, arruinado y bohemio) al grupo de familias distinguidas que un día fueron omnipotentes en el país, comenzará a entenderse el caso del doctor don Luis Rosales, por mucho que resulte siempre incongruente y escandalosa la colaboración de una persona dotada de ciertas cualidades dentro de un gobierno que -con todas las reservas del caso- no se distingue por su apego a las normas de la más elemental decencia. El doctor Rosales era sin duda un hombre educado, culto y de buenas maneras, aunque también -todo hay que decirlo- un tanto extravagante. Ciertos rasgos de su carácter y de sus costumbres le habían privado de la reputación que aquí se discierne tan sólo a la rudeza; debe reconocerse, incluso, que muchas veces incurría de lleno en lo pintoresco. Su actitud hacia la Madre Patria era, por lo demás, excepcionalmente favorable; todo lo español, por el mero hecho de serlo, merecía ya su acatamiento, cuando no su entusiasmo; aunque por otro lado adolecía de una incomprensible debilidad francófila, apenas disculpable como vestigio de sus estudios juveniles en París. Pese a este último rasgo, su desaparición debe considerarse desde nuestro punto de vista como una verdadera pérdida.
«Durante mi visita de pésame al Canciller inquirí discretamente sobre los motivos que pudieran haber empujado a su colega de gabinete hacia la fatal resolución de abreviar sus días. Me dijo que el suicida no había dejado carta ni testamento ni explicación de ninguna clase; pero que desde hacía algún tiempo venían abrigándose serios temores acerca de su estado mental. Y a continuación, me contó, riéndose mucho, varias anécdotas que yo ya conocía.
[128] morisqueta con que… había pris congée de esta vida indecente: la locución francesa significa que se había despedido de esta vida indecente. El irónico narrador recuerda la francofilia del suicida, pero, además, insinúa que «acto fatal fue una burla poco cristiana de la vida, una morisqueta, «ardid o treta propia de moros» (Dic. Real Acad., 993).