»Del cementerio vengo ahora. Bocanegra no ha querido (él sabrá por qué) despedir al doctor Rosales hasta la que el Canciller ha denominado en su conceptuoso discurso, ¡imbécil!, la última morada. Y, sin duda alguna, esa ausencia del Jefe del Estado ha debido restar brillantez a la ceremonia. En efecto: más de uno, al darse cuenta, escurrió el bulto en lugar de seguir al cortejo, y se ahorró la molestia; así lo hicieron, por ejemplo, sin gran disimulo, Carmelo Zapata y Tuto Ramírez, quienes charlando, se quedaron rezagados, y ya no se los vio más» [135].
XX
¿Qué comentario merecería todo esto? Yo no voy a hacer ninguno. Esto, Inés, ello se alaba - no es menester alaballo [136], como dijo el otro. Lo que sí haré es insertar aquí, a guisa de complemento, algunos de los papeles procedentes del convento de Santa Rosa, en el poblado de San Cosme, que conservo en depósito hasta que me los reclame quien me los confió. Son cartas, y borradores de carta; una correspondencia completa que la abadesa guardaba muy ordenadita, en legajos con cintas, para luego dejársela olvidada allí, en los apurones de la huida. Algunos de esos papeles merecen ser conocidos; y si ello no fuera posible -digo, su publicación, llegado el momento-, al menos las perspectivas que ofrecen habrán servido para iluminar al historiador en su apreciación de los hechos.
Ahora, por lo pronto, reproduciré dos cartas cruzadas entre la abadesa y su pariente, la viuda del senador Rosales, a quien aquélla informa del fin trágico de su cuñado Luisito. Lo que dice en su respuesta la viuda del senador aclara desde la distancia -ella vive ahora con sus hijos en Estados Unidos-, y después de tanto tiempo, algunos puntos de interés retrospectivo.
Pero veamos ante todo, el borrador pergeñado por la abadesa. Reza así:
«Apreciada prima: Tremendas son la noticias que tengo que comunicarte hoy, como que llevan, me parece ver (este inciso: me parece ver, está interlineado a última hora en el texto del borrador); llevan, me parece ver, el inconfundible sello de la justicia divina. ¿Podrás creerlo? Tu cuñado Luis se ha impuesto a sí mismo anoche el mismo género de muerte que el prototraidor Judas, para que a nadie quepa ya duda acerca de los motivos de su pasada conducta, que con retorcidos sofismas y casuismos, querían todavía disculpar algunos. Él mismo se ha sentenciado y se ha aplicado ese castigo implacable y durísimo que deja tan escasas oportunidades a la Divina Misericordia. Y ¡fíjate cómo era él! Ni siquiera en esa hora última de la desesperación y del más abominable pecado ha tenido para con sus propios hijos la mínima caridad de ahorrarles tan espantoso espectáculo…
»Hasta dentro del convento llegaban esta mañana los gritos, los lamentos, el desorden, pues el señor ministro de Instrucción Pública dejó sus palacios y mansiones oficiales de la Capital para venir aquí, al pueblo, y quitarse la vida en la vieja casa de la familia, mancillar definitivamente el hogar donde había nacido y se crió con sus padres y con su hermano mayor, tu marido, que gloria haya, y donde estaban ahora, y están sus hijos, que habían llegado hace dos o tres semanas para pasar en San Cosme el verano.
»Te imaginarás, prima querida, cómo se me alborotó la comunidad entera, hasta saberse lo que pasaba, y cuánto trabajo me costó tranquilizar a estas inocentes (la palabra inocentes se encuentra escrita encima de la palabra necias, tachada [137]), imponiendo al fin mi autoridad para que cada cual se mantuviera en su puesto, ansiosas como estaban con la malsana curiosidad de conocer todos los detalles. Aun cuando lo más probable es que sea trabajo inútil, les he ordenado que recen pidiendo a Dios piedad para el desgraciado; e inmediatamente he enviado a don Antonio, nuestro capellán, a entablar contacto con la casa y ocuparse de todo. Mientras regresa (el pobre, tú lo conoces, es un alma de Dios, pero no ha descubierto la pólvora [138]; y cada vez está más lerdo, con los años); aprovecho yo para escribirte estas apresuradas líneas, pues quiero que la novedad llegue a tu conocimiento por mi conducto, antes que por ningún otro. Estoy segura de que al saberla acudirán a tu mente, como a la mía acuden, pensamientos diversos, reflexiones edificantes sobre los designios ocultos y terribles del Señor, quien sólo por un tiempo, y tal vez para castigar así faltas menores de quienes gracias a Él no somos tan malvados, permite que triunfe la iniquidad en el mundo; pero que, tarde o temprano, cuando su Providencia lo entiende oportuno, hace estallar aterradoramente su divina cólera.
»Yo pienso velar por estos huérfanos desdichados, particularmente por María Elena, la hija, tu sobrina, que se ha educado entre nosotras, pues en cuanto al muchacho, tú sabes, no se presta a gran cosa, y es un dolor de cabeza. De todas maneras, será prudente aguardar un poco, a ver el curso que toman los acontecimientos; no se te ocultará que, en los tiempos que corren, ninguna cautela es excesiva cuando se tiene la responsabilidad de intereses superiores a los cuales pudiera comprometer de una manera u otra cualquier movimiento de irreflexiva buena voluntad. Ya encontraré el modo de hacer este bien sin detrimento, antes con ventaja, de esos intereses superiores.»
La carta termina así: «Bueno, acaba de regresar por fin don Antonio, para informarme y volverse enseguida a donde tanta falta hace. Hija mía, es un horror… Expido ésta, ahora, y más adelante volveré a escribirte para que estés al día de cuanto acontezca.»
La respuesta es mucho más larga, y contiene algunas precisiones de interés sobre hechos pretéritos. Son varias hojas, y todavía se encuentran dentro del sobre dirigido, desde Nueva York, a la reverenda Madre Práxedes del Sagrado Corazón de María, Superiora del Convento de Santa Rosa.
«Querida prima Práxedes -comienza-. Ante la noticia de la muerte de ese pobre Luisito, lo único que se me ocurre decir es: ¡Que Dios lo haya perdonado! Y lo digo de corazón; pero lo digo, no por bondad o por deber cristiano, como fuera justo, sino por cansancio, y con un fondo de indiferencia que a mí misma me espanta. Cuando tus diligentes letras me impusieron de lo ocurrido, sentí ¿sabes qué?, no pena, ni sorpresa, ni tampoco ese reconocimiento tuyo de la mano de Dios para el que quizás no soy lo bastante religiosa; sentí una especie de cansancio mortal. Y lloré, aunque te parezca ridículo, por el mundo, y por mí misma… Tu carta llegó a poder mío el pasado miércoles, en uno de esos días grises, oscuros, cargados y tan deprimentes como ustedes ahí, en el trópico, apenas podrían imaginarse. Ahí, en nuestra tierra, llueve, sí, a torrentes, y la lluvia puede durar también, a veces, horas y horas. De cualquier manera, es la lluvia, que ha venido; es algo que sobreviene; está ahí, y se irá luego, de pronto, dejando el cielo muy limpio y relucientes las hojas de los árboles; y entonces la gente (cómo me acuerdo, y cómo suspiro), la gente que había estado mirando como animalitos desde sus agujeros, vuelve a salir tan contenta. No pueden hacerse una idea, claro está, de lo que es el mal tiempo en Nueva York. Quizás sea cierto que yo exagero, o que no me termino de adaptar; y mis hijos se ríen de mí, o no entienden, tal vez ni me escuchan cuando digo que este mundo de piedra, hierro y cemento es irreal y, con todas sus tremendas pretensiones, se deshace en agua y neblina… Pues en un día de ésos, insoportables, recibí tu carta: me pasé llorando la tarde entera. De pronto, el pasado me acudió al paladar [139], todo ese pasado que tantos esfuerzos había hecho para echar al olvido y eliminar definitivamente [140]. ¡Aquí estaba de nuevo, enterito! Nada se olvida, qué va. Y menos, aquello que uno quisiera tapar a todo trance. Uno piensa que ha conseguido forjarse, en este ambiente tan distinto, otra existencia, desechando la anterior; o, por lo menos -puesto que yo ya no cuento, y lo único que importa son los muchachos-, agarrarme al futuro de ellos, que está aquí, y nutrirme como un parásito de sus esperanzas y perspectivas. Para ellos vivo; y como a ellos el pasado nada les dice, yo también lo he querido borrar de mi horizonte. Pero ¡qué esperanza! Llega tu carta, y -de golpe- todo resurge, todo reflota otra vez…
[135] Carmelo Zapata y Tuto Ramírez… ya no se los vio más: ausente Bocanegra se ausentan estos dos personajes serviles.
[136] Esto, Inés, ello se alaba – no es menester alaballo: R. Hiriart (81) rastrea el origen de estas líneas, que suelen citarse en forma proverbial, en la «Cena jocosa» de Baltasar del Alcázar, donde el sujeto lírico elogia el vino nuevo (79): «Esto, Inés, ello se alaba; / No es menester alaballo, / Sólo una falta le hallo: / Que con la priesa se acaba.»
[137] (la palabra inocentes se encuentra escrita encima de la palabra necias, tachada): un arrepentimiento literario que delata el carácter de la soberbia abadesa.
[138] no ha descubierto la pólvora: según el D. Real Acad., 1160, «no haber inventado uno la pólvora» significa en el habla familiar y figurado «ser muy corto de alcances».
[139] el pasado me acudió al paladar: el recuerdo amargo reducido a una vivencia gustativa se expresa en «Diálogo de los muertos [en la Guerra Civil Española]» (1939), donde un difunto dice de los vivos, «Si su vida quedó cortada como la nuestra, vacía de futuro, tienen en cambio todo el pasado para revivirlo y paladear sus sabores, y desandar el camino una y mil veces (Usurpadores, Richmond, 249-250). Cfr. el comienzo del relato «El abrazo» (1945): «Tierra de sal y de hierro; tierra violenta, sedienta, áspera» (Usurpadores, 221). Ver también el relato «La cabeza del cordero», donde recuerdos unidos a una mala conciencia y a una comida mal digerida, llenan la boca de saliva y el estómago de un «peso terrible» (576).