»Cuando a la noche regresaron a casa, comentando en inglés entre sí, con su alboroto y su risa, algo que había ocurrido, no se fijaron siquiera en mis ojos, todavía enrojecidos a pesar del agua fría con que me los había lavado. Yo sentía necesidad de hablarles un poco y me había propuesto hacerlo; pero apenas los vi entrar, rebosantes de otras cosas, y sentarse y devorar la cena que les tenía preparada, mientras, con la boca llena, discutían no sé qué de la televisión, comprendí que no tenía objeto sacarlos por un instante de su mundo, que era el de la calle, el de los compañeros, y no ya el mío. ¿Qué hubiera podido decirles? ¿Que había muerto su tío? ¿Que un viejo, allá, se había suicidado? Y ¿qué? Me hubieran mirado con embarazo, con estupefacción, cualquiera sabe qué se les hubiera ocurrido, ni qué hubieran contestado, para ponerse a pensar enseguida en otra cosa mientras yo seguía dándoles la lata. Opté por no hablarles; hubiera sido absurdo. Lo sano era, después de todo, que ellos estuvieran en sus cosas…
«Más tarde, cuando se acostaron y se quedaron dormidos, entré a mirarlos, y se me hizo un nudo en la garganta con el recuerdo de la noche aquella en que mi pobre Lucas entró también en su alcoba y estuvo contemplándolos por un buen rato, tan pequeñitos como por entonces eran aún; y yo, que lo había seguido, pude descifrar en su cara los turbios y amargos pensamientos de aquella despedida, sin tener manera de oponerme ni hallar remedio a lo que se venía encima. Él no me había dicho una sola palabra acerca de sus propósitos, pero ¿hacía falta? ¿Acaso no lo conocía yo?; ni ¿qué otra cosa le quedaba por hacer? ¿Con qué argumentos hubiera podido disuadirle? Lo miraba, en pie, alto y fuerte, y erguido, lleno de su gran hombría; y lo veía sin embargo como a un enfermo desahuciado, como a un condenado a muerte. Demasiado bien lo conocía para dudar que hubiera otro recurso. Ni yo misma podía proponerle que se resignara a semejante modo de existencia, tan incompatible con su carácter. Estaba en un callejón sin salida, contra el muro; no tenía escape. Tú sabes muy bien, Práxedes, que a un hombre como él, y en nuestra tierra, después de lo que le habían hecho, no le quedaba otra salida. Y cuando por fin se echó la pistola al bolsillo y me abrazó, y se alejó, sin querer quitarme los ojos de encima, para trasladarse a la Capital y asistir a la sesión del Senado, ya sabía yo, y no me cabían dudas, que iba hacia la muerte, probablemente a morir matando, a cobrarse el precio de esa vida que tan alevosamente le habían hurtado. Creo que se disponía a hacer en el Capitolio cosas de tal coraje que desmintieran las miradas burlescas de los canallas, declarando que su virilidad radicaba en el corazón, y no podía extirparse sin arrancarle el alma. Qué cosas, no lo sé. Quizás él mismo tampoco. Pero, desde luego, algo muy sonado. ¿Acaso no se había saltado la tapa de los sesos, hacía algunos años, en plena cámara, un diputado mexicano? Y, en La Habana, ¿no se había pegado un tiro ante el micrófono de radio el líder de la oposición? [141]. Ése es, claro está, un recurso último; quién sabe qué otras cosas no hubiera podido intentar Lucas, cosas capaces de alterar quizás el curso de los acontecimientos. Sus enemigos lo comprendieron perfectamente al enterarse de que se dirigía al Senado y, armados por el terror, lo tumbaron en la escalinata, de modo que no pudiera repetir la hazaña de Sansón, aquel gran suicida cuyo acto, lejos de vituperarse, merece la glorificación de las Sagradas Escrituras [142].
»Esto, Práxedes querida, nunca antes se lo había confiado a nadie, y a ti te lo confío hoy, como a una hermana, para desahogar mi pecho. Los actos humanos, tú lo ves, no pueden juzgarse, ni son nada, si se los separa de sus motivos y circunstancias. ¿Quién se atrevería a condenar la decisión de mi marido, que tan por entero corresponde a la nobleza de su carácter, y que, en consecuencia, era casi obligada? [143]. Pues, siendo así, me pregunto cuáles podrán haber sido los motivos, ahora, de su hermano Luis. Este infeliz, en cambio, se había resuelto aceptar, de acuerdo también con su propio carácter, esa existencia disminuida, decaída e indigna a la que mi Lucas se negó. Seguramente, sus circunstancias le empujaban en tal sentido. Quizás creyó que podría hallar un compromiso, nadar y guardar la ropa, no sé. Sus claudicaciones me dan lástima, sobre todo a la fecha actual, cuando se ha visto que no era un alma tan vil, puesto que a la postre tampoco ha podido vivir sin dignidad. Cada cual tiene su naturaleza y sigue su propia condición. A mí me cabe el orgullo, en medio de mi desgracia, de saber que mi marido no vaciló un momento; y que si no vaciló fue tal vez porque se sentía seguro de mí. Aquella noche, ante nuestros hijitos dormidos, supo él leer en mis ojos, no sólo que admiraba y -con todo mi dolor- aprobaba de antemano su conducta, sino también que, una vez desaparecido, había de sacar adelante a nuestras criaturas con energía pareja de la suya. Ahí están nuestros dos salvajes, tan hermosos, abriéndose paso en un mundo más ancho…
»¿Cuáles han sido, en cambio, las circunstancias de su hermano? Lucas murió en su ley, y en la suya ha muerto Luisito. A veces, el estudio y el cultivo de la inteligencia sólo sirve para debilitar la voluntad, para más extraviarse y para, a vueltas de tantas cavilaciones, hacer por fin la jugada mala. Segura estoy de que el desdichado cometió sus errores por flojedad, cuando no, incluso, por delicadeza de sentimientos. Sí, no te extrañe esta opinión. Ya veo tu gesto de protesta; pero no estoy loca, sé lo que me digo. Y conste que de todos esos errores considero el más grave este suicidio: el más imperdonable y, al mismo tiempo, el más digno de compasión. Es como si Lucas, el hermano mayor, hubiera pretendido sustraerse a su destino, y disimular la realidad, para tener que colgarse al cabo de los años, humillado y vencido. En cierto modo, me parece que algo de esto puede haberle ocurrido a Luisito. Un iluso es lo que él era, con todo su talento. Un perfecto iluso y, en el fondo, un alma candorosa, llena de romanticismo. ¡Dios lo haya perdonado por el mal que se ha hecho a sí mismo y que les ha hecho a sus hijos!
»A propósito de éstos, me dices, prima, que piensas ocuparte de la niña; y eso será, sin duda alguna, lo mejor para ella. Quien más me preocupa a mí es el muchacho. Pienso que quizás podría animarme a recogerlo yo. Los míos estarán encantados de recibirlo, aunque más no sea por la novedad; y, con estrechez, podremos salir adelante todos.»
XXI
Termina la carta de esta señora pidiéndole a su prima, la abadesa, nuevas noticias.
Antes que nada, quiero darlas yo de cómo esos papeles han llegado a poder mío, que es darlas, al mismo tiempo, de las peripecias locales con que repercutió en el poblado de San Cosme la revolución desencadenada desde el Palacio Nacional por el asesinato del Presidente.
A juzgar por la manera tan inesperada -hasta cómica, diría, de puro fácil- como vinieron a entregarme esos documentos, y por las palabras con que se me ponderó, al depositarlos en mis manos, que yo era la persona pintiparada -también hubiera podido decirse: predestinada- para recibirlos en custodia, diríase que el deseo posee una fuerza misteriosa mediante la cual concita mágicamente aquello que la imaginación ha configurado como apetecible. Porque, en verdad, mis diligencias por reunir y completar la documentación necesaria para mi trabajo histórico no tuvieron parte alguna en esta adquisición. Otras, sí, habían sido fruto de mi desvelo, y me costaron astucias, fatigas y riesgos. Así, por ejemplo, después que la Legación de España, caracterizada por insistentes rumores y por las alusiones de El Comercio (nueva época) como «guarida de la hidra reaccionaria», sufrió el asalto de las turbas, yo me he ingeniado para abordar, impresionar y convencer al sargento-comandante encargado de la custodia del edificio, y conseguir que me permitiera entrar al chalet, de modo que pude saquear a mi vez, aunque no con fines destructivos sino todo lo contrario, los ya medio dispersos archivos. Estos otros papeles, en cambio, me han caído del cielo. Y si digo que me han caído del cielo es porque, cuando menos hubiera podido soñarlo, vino a hacerme entrega de ellos, precisamente, un ministro de Dios, un sacerdote, y -en verdad- un bendito: quien resultó serlo don Antonio, el párroco de Santa Rosa y capellán del convento.
[141] Y, en La Habana, ¿no se había pegado un tiro… oposición?: R. Hiriart (83). cubana, identifica a este «líder de la oposición» como Eduardo Chibas, que el 16 de agosto de 1951 se mató así ante el micrófono.
[142] Sansón… Escrituras: según Jueces, 16, 28-30, privado de su fuerza y de su vista por sus enemigos, Sansón reza pidiendo la fuerza física necesaria para vengarse. Cuando Yavé se la concede, el héroe dice: «¡Muera yo con los filisteos!» antes de destruir el templo de éstos y perecer él mismo en el acto. La viuda de Lucas Rosales implica que la religión no condena todos los suicidios, que su heroico marido en cierto sentido preparó su propia muerte, y que el suicidio de Luis Rosales debe juzgarse con las circunstancias a la vista.
[143] la nobleza de su carácter… obligada: Según A. Álvarez Sanagustín: «Don Lucas era un terrateniente odiado por sus aparceros, pero también un hombre de gran talla que se opuso a la dictadura de Bocanegra, un hombre -como dice su mujer- cuyo destino era mandar y que no supo sustraerse a tal destino» (149).