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El milagro, sin embargo, tenía explicación muy sencilla, según suele ocurrir con tantos otros; y esta explicación se llama Casualidad. La casualidad de que, entre las monjas de Santa Rosa, hubiera una tal Malagarriga, parienta lejana mía por parte de madre, de la cual apenas si tenía yo vagos recuerdos, pero que, por lo visto, se acordaba muy bien de mí y le dio mi nombre al cura cuando, habiendo huido la abadesa, aquel santo varón tuvo que conducir hacia la Capital en una camioneta a las asustadas ovejicas.

La abadesa -me explicó el pastor- había desaparecido en medio de los disturbios, como tragada por la tierra, «dejándonos a todos -éstas fueron sus palabras- sumidos en la mayor consternación» [144], pues nadie sabía cuál hubiera sido su suerte, y hasta llegaba a conjeturarse si los asaltantes no la habrían raptado y se la habrían llevado como rehén; de manera que para él fue un alivio inmenso cuando por fin -a la mañana siguiente, no antes- oyó sonar en la sacristía el timbre del teléfono, reconoció su voz imperiosa, y la sintió gritarle que lo llamaba desde la Capital, desde la Embajada de España donde estaba refugiada; que se había apresurado a ir allí para solicitar con la necesaria urgencia «y, naturalmente, obtener el asilo de la comunidad entera, y que estaba ocupada preparando su instalación -serio problema, pues no son dos ni tres- hasta tanto que se pudiera evacuarlas. La reverenda Madre le impartió enseguida instrucciones para que, sin pérdida de momento y bajo su más estricta vigilancia, fueran transportadas las monjas hasta la Embajada.

– Pero imagínese -me decía el cura- que no son dos ni tres, y hubo que improvisarlo todo. En fin, el señor Luna, un español que tiene el negocio de ramos generales en San Cosme, se allanó a prestarme su camioneta vieja; tuve que encontrar todavía quien la manejara; y así, como reses, vinieron las pobrecitas, mientras yo, sentado junto al chófer, temblaba de que algo pudiera ocurrir por el camino. Todo eso, para encontrarnos, cuando ya creíamos llegar a puerto de salvación, con que por la noche habían asaltado igualmente el edificio de la Embajada, y no ofrecía más seguridad para nadie. Se daba por seguro, eso sí, que la abadesa, gracias a Dios, estaba ya del otro lado de la frontera. Yo, por último, logré descargar el fardo de mi responsabilidad sobre el vicario de la diócesis, quien, con bastante malhumor y palabras duras, que francamente, no creo merecer, tomó a su cuenta las monjas y las ha acomodado en varios sitios distribuidas en pequeños grupos.

– ¿Palabras duras? -le pregunté.

Sí; por lo visto, el señor vicario se había permitido hablar de escasas vocaciones de martirio, agregando todavía -por supuesto, en términos generales y tono de refunfuño- la imputación de estupidez a la de pusilanimidad; pero mi interlocutor comprendía que, en esta situación, todo el mundo se sentía nervioso. Él mismo, me estaba conversando, y no dejaba de mirar, con señales de angustia, tan pronto al techo, tan pronto hacia la ventana, mientras se enjugaba la frente con el pañuelo.

– Pues, en mi modesta opinión, yo creo que usted, señor mío, ha hecho todo lo que podía hacer, y más -le aseguré; y él me escrutó con agradecimiento, medio incrédulo, tranquilizado, casi feliz.

Entonces me entregó el portafolios que hasta ese instante había mantenido sobre el regazo, bien sujeto con ambas manos; y -muy solemne- puso bajo mi custodia aquellos papeles que se creyó en el caso de recoger en las gavetas del escritorio de la priora antes de salir con la expedición. Suponía que pudieran ser de interés, y en todo caso ¿qué iba él a hacerse con esos legajos? No había querido dejarlos allí, expuestos a caer en quién sabe qué manos; ahora él se volvía enseguidita para San Cosme, el chófer estaba esperándolo en la Plaza de Armas; y desde luego, él no tenía temor ninguno de que su nombre fuera a engrosar el martirologio, eso eran bobadas; pero como el vicario se había mostrado tan intratable, me rogaba a mí -ya él sabía perfectamente quién era yo, gracias a mi parienta-, me rogaba que conservara aquellos papeles, a lo mejor desprovistos de interés, después de todo…

Y así fue cómo esos documentos vinieron a caer del cielo en las manos de este Pinedito, ¡servidor!, que se las frota de gusto. Retuve a mi visitante para comer conmigo; y agradeció mi insistencia. No había probado bocado, ahora caía en la cuenta, desde… ¿desde cuándo?; sí, desde hacía ya casi veinticuatro horas, entre el viaje, y la preocupación, y la sorpresa desagradable al llegar, y el disgusto del señor vicario; y luego, hasta dar conmigo, pues mi dirección no la tenía, sólo el nombre. Suerte que las señas personales mías… -se turbó un poco-, en fin, preguntando, yo era persona demasiado conocida, y pronto pudo localizarme.

– Y ¿cómo tuvo lugar el asalto al convento? ¿Había habido algo que permitiera barruntar…? -le pregunté mientras, sentado frente a mí, devoraba escrupulosamente un par de huevos fritos con mucho pan.

– Nada; absolutamente nada. Cierto era que la atmósfera se había puesto rara en el pueblo desde que llegó la noticia de la muerte violenta de Bocanegra. Sin embargo, no había pasado nada en los tres o cuatro días. Luego, sí; una mañana apareció el cuerpo de un hombre, cierto vecino, un tal López, colgado como gallina por los pies en el sitio mismo donde según rumores le habían hecho tiempo atrás una barbaridad al senador Lucas Rosales. Tal vez usted no sepa, señor Pinedo -añadió el padre cura, y yo no dije ni que sí ni que no- tal vez no sepa usted que de aquello culpaban precisamente a ese hombre, al Chino López, y hasta parece que él mismo se había jactado. Seguramente, alguien se la tenía guardada; y si he de serle franco, por más vueltas que le doy no se me ocurre quién pudo, o quiénes pudieron ser. Ni me parece que nadie tenga la menor idea. Pero todo el pueblo se olió que se trataba de un acto de represalia, más o menos ligado con la Casa grande. Ahora bien, la Casa grande estaba deshabitada desde la muerte del doctor Rosales, el ministro que se suicidó allí, usted recuerda; no se sabía a punto fijo si el inmueble dependía del juzgado, o cómo era la cosa; pero el caso es que la hija, antes de que la enviaran al extranjero, había pasado a vivir al convento… En fin, qué se yo. Lo único cierto es que la abadesa estaba muy ligada, por vínculos de parentesco y amistad, con los señores; pero, con eso y todo, el asalto nadie lo había previsto, quién iba a imaginarse; y además, seguro estoy, no fue cocinado en el pueblo. Por lo menos, quienes lo llevaron a cabo eran forasteros todos, desconocidos. Entró la partida, a caballo, no en atropellada, sino al paso, y cantando uno de esos estribillos insolentes que ahora se oyen por todas partes; y sólo cuando desembocaron en la plazoleta, ante el convento, empezaron a travesear, a dar corvetas, a disparar tiros y a meter miedo; hasta que por último, como no se veía un alma por los alrededores, pegando tremendo chillido, arremetieron, a la voz de ahora contra la puerta, la forzaron, y se entraron de rondón todos, hasta el último, montados siempre en los caballos. Ahí vino lo indescriptible: convirtieron el jardín en cuadra, y se dedicaron a saquear y robar cuanto les dio la gana. Por fortuna, no hubo profanaciones ni sacrilegios, ni las monjas pueden quejarse, en cuanto a la integridad de sus personas, sino del susto pasado y de algún que otro empujón. Destrozo sí lo hicieron, a placer suyo, y cuando se hartaron, ¡hala!, otra vez a caballo… Se salieron al campo de nuevo, gritando: ¡Vivan los Pela'os!, sin que nadie los molestara. Más de treinta eran. En los sombreros de paja llevaban pintadas calaveras negras… Lo que nadie ha podido averiguar hasta el momento -concluyó don Antonio, a la vez que rebañaba con un pedazo de pan el aceite de su plato-, es cómo consiguió la abadesa escabullirse tan pronto en medio de aquel barullo; y yo me pregunto cómo se las arreglaría para huir hasta la Capital. Aunque se corrió la voz enseguida de que los bandidos se la habían llevado para sacar rescate, nadie pudo asegurar haberla visto entre ellos, y eran muchos pares de ojos los que, tras los postigos, habían espiado la salida de los asaltantes. Se me ocurre a mí que escaparía quizás por la huerta, y a lo mejor algún automóvil que pasara por la carretera la alejó del pueblo. De seguro, creyó que aquellos bárbaros iban a degollarlas a todas.

Por un lado, estaba yo deseando que se marchara mi visitante para precipitarme a ver qué contenía la cartera de papeles; algo me decía que iba a ser una buena sorpresa, y de todos modos soy curioso; pero por el otro, quería hacerle algunas preguntas más, destinadas a puntualizar ciertos detalles relacionados con aquellos personajes y sucesos; entre otras, la de si conocía el actual paradero de los hijos de Rosales, el doctor, el que fue ministro; pues me había parecido oírle mencionar de pasada que la hija estaba en el extranjero. Reflexionó el buen hombre, produjo un pequeño sus piro y, mediante algunos circunloquios, vino a hacerme saber que, en efecto, después de tenerla un tiempo en el convento, la abadesa la había expedido a Nueva York consignándosela a su tía, la viuda del senador, que vivía allí desde la muerte del marido; mientras que del muchacho, ¡pobre!, no podía darme noticia precisa; y si yo se lo permitía, él necesitaba regresar ya para San Cosme, pues el chófer debía de estar desesperado. ¿Cómo no? Pero yo esperaba que él, siquiera, no habría tenido inconvenientes en el ejercicio de su ministerio… Parado ya junto a la puerta, me dio la tranquilidad de que hasta ese momento, gracias a Dios, no; hasta ese momento, los únicos hechos graves ocurridos en el pueblo habían sido lo del Chino López y, sobre todo, el asalto al convento, aun cuando, claro está, no habían faltado otras tonterías desagradables. Al alcalde (que ya se eternizaba, la verdad sea dicha, en el puesto) lo habían destituido sin contemplaciones, instalando en lugar suyo a otro sujeto, que no era peor, aunque sí más bruto; pero como el secretario municipal seguía siendo siempre el mismo, qué más daba. Aparte ciertas alharacas, ciertas estupideces y muchas salidas de tono, en el fondo todo seguía igual… Se detuvo un momento, y añadió antes de irse: -¿Sabe usted lo que le digo, señor Pinedo? Si no lo hubieran colgado cabeza abajo, quizás sería alcalde ahora el Chino López [145]. Conque vaya usted a descifrar los designios de la Providencia…

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[144] «Sumidos en la mayor consternación»: código semántico que en la ficción de Ayala indica el resultado de un proceder innecesariamente egocéntrico; cfr. El juicio periodístico sobre la conducta de José Lino Ruiz, protagonista de El fondo del vaso (188): «La insensibilidad hacia el prójimo que hace falta para haber mantenido sumidos en innecesaria consternación a familiares y amigos revela a decir verdad en Ruiz un brutal egoísmo.»

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[145] quizás sería alcalde ahora el Chino López: se deja notar la transitoriedad del poder en una época de crisis, y el impacto del factor azar, tan subrayado en esta novela.