«Estaba solo, y solo estuvo siempre. Al morir mamá, había dejado bloqueado entre él y yo, como un tabú, cuanto, en vida suya, fue materia litigiosa para ambos. Y materia litigiosa ¿qué no lo sería? Cosa que él hiciera, intentara o propusiera, ella le salía enseguida al paso para atajarlo de la manera directa, cortante y un poco brutal incluso, que era propia de su natural sincero. ¡Ahora lo veo tan claro!: en último extremo, lo que ella desaprobaba, censuraba y condenaba no era este o aquel acto suyo, sino a él mismo. Era a él, a quien -sin perjuicio de quererlo mucho- rechazaba desde el fondo de su ser. Irreconciliables, como el agua y el fuego. ¡Hubiera tenido que suprimirse! Y eso es lo que ha hecho ahora: suprimirse. De pronto, descubre una toda la justeza terrible que puede haber en una expresión vulgar [148]: se ha suprimido. ¿No era eso lo que ella quiso siempre, sin saberlo? Pues por último lo ha conseguido, y -la mano me tiembla al escribirlo- ha sido por ministerio mío; yo he sido, siquiera en parte, su instrumento. Al morir ella convirtió en sacrilegio todo lo que significara contrariar sus claros, limpios, nobles, sencillos, inconmovibles, tajantes criterios, y yo no hubiera podido, sin sentir que la traicionaba y ofendía su memoria, dar por buenas las sutilezas de mi padre, aun cuando comprendiera, como comprendía, muy bien las razones particulares de sus actos y la razón total de su conducta. Pesaba sobre mí -me pesaba- como un sagrado deber el de recusarlas; y hacerlo así me procuraba una especie de amargo deleite. ¿No había sentenciado ella, acaso, de una vez por todas, que Bocanegra era un perdulario? Pues yo suscribía a ojos cerrados esta sentencia, sin que pudieran nada en contra todas las consideraciones imaginables: que, aun habiendo sido perdulario, no por eso dejaba de pertenecer a una familia decente; que, en cuanto a las responsabilidades por la muerte del tío Lucas, nada se pudo aclarar en definitiva, pese a la encuesta judicial y a las promesas hechas a mi padre… Y tampoco cabía duda de que si éste se coloca en una actitud irreductible, ni hubiéramos conservado nuestra casa y lo poco que aún nos queda, ni se sabe lo que hubiera sido de nosotros, del desgraciado de Ángelo, de mí… Ahora, y sólo ahora, ante el hecho consumado, alcanzo a medir las angustias que debió padecer, pobre papá mío, barajando sus propias perplejidades bajo la presión calmosa de su mujer, para quien, sin embargo, el problema no podía ser ni tan dramático ni tan agudo, pues ni el tío Lucas era hermano suyo, sino cuñado, ni -para colmo- ella se había llevado demasiado bien nunca con la viuda, de modo que no le causaría tanta consternación el verla marcharse, por fin, a la ventura, con un niño de cada mano… Mi padre consiguió desde luego que les pusieran un automóvil escoltado hasta la frontera, e hizo para ella ciertos arreglos económicos, gracias a los cuales pudo defenderse. Todo esto merecía tomarse en cuenta. Pero la sentencia era firme, irrevocable: Bocanegra, un perdulario; y, al morir ella, mi obligación consistía, sin que nadie me lo hubiera dicho, en sostener este juicio con todas sus consecuencias. Consecuencias que se resumían en una actitud inflexible, hasta inhumana, frente al mundo complicadísimo donde mi padre tenía que moverse. Bocanegra, un perdulario, ni más ni menos. Y Tadeo, un mulato atrevido. ¿Necesitaba yo, acaso, habérsela escuchado? Estaba tan segura de esta opinión suya, como si hubiera podido oírla escaparse de entre sus labios finos y apretados. Después de muerta, seguía ella lanzando sus juicios perentorios, inapelables, sobre la gente. Y a mí me tocaba formularlos por ella. ¡Un talento ex-tra-or-di-na-rio!, proclamaba mi padre; y yo, para mis adentros, le replicaba: Un mulato atrevido. No yo: ella, desde el fondo de mí. Ella, con la hermosa, imperturbable y cándida certidumbre que tenía. ¿Quién hubiera dicho entonces, viéndola desplegar, tan segura de sí, esa entera energía, que sus días estaban contados y se le acababa la vida?
Ya hoy, los dos están bajo tierra; y yo, sola aquí para siempre, hasta que vaya también a reunirme con ellos. ¡Dios tenga piedad de sus almas!
»… ¡Ay!, divago sin remedio. Me he perdido, y no quiero tampoco -¿para qué?- releer lo escrito. Esta confesión o clamor sin destino debiera permitirme, ésa fue mi intención, recoger mis pensamientos que se extravían, se retuercen y confunden cuando me abandono en la butaca, cerrados los ojos, estos ojos que me arden, secos ya por toda la eternidad…
»Pero, hija mía, ¿cómo pudiste?… ¿por qué te dejaste hacer? -me preguntaba consternadísimo el pobre don Antonio, con más perplejidad que reproche en la voz. ¡Como si yo hubiera tenido respuesta que darle! ¡Como si no fuera eso mismo lo que yo me pregunto, y vuelvo a preguntarme, con estupefacción, una y otra vez, incansablemente. Que vivimos rodeados de misterio, lo sé; que el universo entero es impenetrable, y que sólo nos resta inclinarnos ante la grandeza divina. Pero nada aterroriza tanto como el darse cuenta de que también el fondo de uno es impenetrable, y desconocerse, e ignorar quién se es. Recuerdo, y no lo olvidaré jamás, el espanto que se apoderó de mí cuando, en los límites de la infancia todavía la primera sangre, presentándose de improviso, vino a gritar en mi cuerpo una suciedad de la que yo, pobre criatura, ¿cómo iba a ser responsable? Pero el cuerpo, ya me había adoctrinado a despreciarlo, a desconfiarle, a avergonzarme de él. El cuerpo, con todas sus humillaciones cotidianas, era la pensión que Nuestro Señor Jesucristo aceptó para mostrarnos mediante su ejemplo el camino [149] y enseñarnos a conllevar la bestia sin detrimento del espíritu. Sí, el espíritu estaba ahí siempre, para salvar la situación. Pero ¿y cuando el espíritu, de pronto, se rebela también, se sale de casa, se escapa?, ¿y si el espíritu resulta ser también un animal cimarrón, que te desconoce, y no obedece a tus llamadas, y te mira, burlesco y extraño, sin ponerse más al alcance de tu mano?… Me pregunto yo por qué he hecho lo que hice; y no tengo respuesta. Entonces ¿quién soy yo? Estaba despierta, y sabía bien de qué se trataba, sobre todo desde que él pasó, de las primeras caricias, tan suaves en su persuasiva energía, a los manejos insolentes y brutales. No había más duda, no quedaba lugar a engaño; yo sabía, y consentí. No sólo consentí, sino que me abandoné con la delicia que debe de experimentar quien, agotado, se entrega por fin a las aguas, o quien, habiendo perdido sus últimos refugios, se reconcilia con la muerte y aguarda sin moverse el zarpazo del tigre que se dispone a devorarlo. En realidad, sus ojos eran, no atrevidos, sino inhumanos; me contemplaba con una terrible, calmosa indiferencia de fiera segura de la presa bajo su garra; y yo, en medio de mi abyección, del azoramiento y del bochorno, experimentaba una rara felicidad: la felicidad de saberme definitivamente perdida.
[148] toda la justeza terrible que puede haber en una expresión vulgar: en cuanto novelista, el mismo Ayala pretende, «al emplear las palabras y locuciones de uso común, apretarlas, estrujarlas y exprimirlas para extraer de ellas todo su posible contenido» (Confrontaciones, 144-145).
[149] El cuerpo… mediante su ejemplo el camino: cfr. Epístola a los romanos, 8, 3-4: «Pues lo que a la Ley era imposible, por ser débil a causa de la carne, Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado, y por el pecado, condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliese en nosotros, los que no andamos según la carne, sino según el espíritu.»