«Perdida, deshonrada me veo ahora; pero, así como no puedo dar razón de mi conducta, tampoco hallo el camino del arrepentimiento; y sólo me asombro de mí misma, me desconozco, no sé más quién soy; eso es todo. Al afligido confesor, pobre viejo, no le he dejado siquiera el recurso de usar conmigo de la misericordia divina impartiéndome su absolución, pues arrepentida no pude decirle que lo estuviera: no lo estaba, no lo estoy. Dolorida, deshecha, aniquilada, sí; pero no arrepentida. Y ¿por qué no lo estoy? Pues porque, a pesar de mi anuencia, veo lo ocurrido como algo que está más allá de mis alcances. La pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre se me confunden en el ánimo, y me pesan como una sola culpa anterior a toda deliberación mía [150] y de la que debo responder sin que me hubiera sido posible, humanamente, evitarla.»
XXIII
Como podrá advertir enseguida el avisado y discreto lector, esta niña sabia descubrió sin darse cuenta, aunque muy a sus expensas, ¡desdichada!, ese asombroso mediterráneo que es el Pecado Original [151]. Las anteriores páginas, tan agitadas, y tan retóricas a trechos (pero ¿quién ha decretado que la retórica sea incompatible con la sinceridad?, al contrario, puede reforzarla incluso), estas hojillas atormentadas que escribió en su viejo cuaderno escolar, son la indigestión, todavía, de la famosa manzana del Paraíso.
Confesaré, sin embargo, que algunas de sus acongojadas cogitaciones me dieron qué pensar al leerlas. Si tú, niña preciosa, reniegas de tu cuerpo, y las suciedades de tu fisiología te humillan; si a veces, como es notorio, se avergüenzan, por ejemplo, las jovencitas del ostentoso crecimiento de sus pechos nuevos, ¿qué tendrían que decir…? Bueno, ¿qué tendría que decir yo? Entre los que se preocupan -¡qué tontería!- de la iconografía auténtica de Jesús, hay quienes sostienen que nuestro Salvador fue en realidad, también él, tullido o deforme. ¿No bastará, acaso, con que fuera hombre?
Volviendo a María Elena: pocas semanas estuvo recogida en el convento de Santa Rosa. La carta de la abadesa que copio luego informa acerca de cuál fue su suerte inmediata. En general, los borradores de la abadesa no presentan muchas correcciones. Incluso hay alguno que, por su perfección, más parecería copia. Es probable que, al pasarlos en limpio, cambiara acá o allá tal o cual detalle; pero aparecen escritos de una tirada, y casi siempre hubieran podido, salvo algún pequeño retoque, ir como cartas originales.
No ocurre así, por excepción, con la que dirigió de nuevo a su prima, la viuda del senador Rosales, en Nueva York, para encajarle a María Elena, y hacerlo de modo tal que a la otra no le quedara el recurso de poner objeciones, ni más remedio que apencar con el hecho consumado. A esa carta le tuvo que dar cien mil vueltas antes de alcanzar su pergeño definitivo, como lo atestigua este borrador, que aquí tengo, literalmente plagado de tachaduras, intercalaciones, transposiciones y demás cambios. A la postre, debió de quedar redactada, y llegar a destino, más o menos, en los siguientes términos:
«Mucho me pesa, querida prima, tener que adoptar la resolución que voy a comunicarte, y el disgusto que con ella es inevitable darte a ti. No ha sido menor el mío, como comprenderás cuando te enteres de qué se trata. Y voy a decírtelo enseguida, sin preámbulos, incluso brutalmente; es esto: sabrás que tu sobrina, esa mosquita muerta de María Elena, nos tenía engañados a todos y ha resultado ser una perdida infame. Así como suena. Te resistirás a creerlo, ya lo sé; pues yo misma tenía las pruebas ante los ojos, y me negaba todavía a darles crédito. Pero es así; y para que no lo dudes, antes de seguir adelante quiero darte la seguridad de que esas pruebas están en mi poder, bajo la más inequívoca forma del mundo: como declaración escrita de su puño y letra. ¿Te sorprende? Calcula, entonces, cuál no sería mi sorpresa cuando, en un cuaderno que, cumpliendo con mi deber, le había secuestrado, encontré semejantes abominaciones. Ella se pasaba horas escribe que te escribirás, encerrada, después que todas las hermanas estaban durmiendo; y yo, que debo velar por ellas, tan pronto como lo supe decidí registrarle sus cosas para averiguar de qué se trataba. Hijita, no puedes imaginarte qué inmundicia. Versos y más versos es lo que escribía la muy cursi, idioteces [152]. Pero en medio de tanta pamplina, de pronto descubro un relato, una especie de confesión muy cínica, donde la nena se regodea con cosas capaces, te lo juro, de ruborizar a un sargento de caballería. En resumen -pues quiero pasar sobre ello con las narices tapadas, porque hiede-: que, como te digo antes, ella misma declara ser una perdida, y hasta se complace en calificarse a sí propia con el dictado de mujerzuela. ¡Y yo que, bajo el engaño de una piadosa intención, la había traído a convivir con estas inocentes, en el seno de una casa que era y debe ser siempre el asiento de la más intachable pureza! Dios me perdone por haberlas expuesto así a la contaminación del pecado. Con toda humildad -pues a mí, tú lo sabes, no me duelen prendas-, reconozco que he sido demasiado imprudente, y la hipocresía increíble de esa niña no puede servirme de disculpa. Hubiera debido yo, y me acuso de no haberlo hecho, considerar los antecedentes familiares [153], y darme cuenta de que algo turbio, oscuro, demoníaco, en fin, tenía que haber en la sangre de quien añadió el suicidio a la traición, aunque tu benevolencia, querida prima, encuentre disculpas para todo… Y lo ocurrido luego con el muchacho (ya tan marcado por la mano de Dios, con su imbecilidad congénita) hubiera debido prevenirme, y servirme de escarmiento. Tal como es, tarado y todo, bien supo desaparecer del pueblo para sustraerse a la disciplina que, mientras se disponía otra cosa, iba a habérsele impuesto. ¿Por qué había de ser mejor su hermana?
«Quizás me dejo arrastrar, querida prima, por la indignación que me ha producido el descubrimiento del gatuperio; y tal vez exagero. Pero lo cierto es, y de ello no me cabe duda, que esa desgraciada no puede seguir en el convento. He llamado a capítulo a don Antonio (este tal es capítulo aparte, puedo asegurártelo), y después de cantarle las verdades hasta ponerle ardiendo las orejas, pues no hay derecho a hacer lo que él hizo (te digo que es capítulo aparte, y ya te contaré algún día), lo he encargado de preparar todo para que tu sobrina salga inmediatamente hacia Nueva York. Estoy segura, porque te conozco bien, de que aprobarás mi resolución y te alegrarás de que la haya adoptado sin pérdida de minuto. En realidad, no creo que hubiera alternativa. Un escándalo repercutiría sobre el convento del modo más lamentable, y debe evitarse. Si se piensa que el escándalo estaría implícito en cualquier otra resolución, hemos decidido, aun afrontando con nuestros escasísimos recursos las expensas del viaje, enviártela a ti, que en principio te habías mostrado dispuesta a amparar en tu casa a Ángelo, el hermano, y pedirte que nos ayudes con eso a salir del lío en que nos ha metido la que, aun indigna, es tu parienta. No pienso yo, naturalmente, que debas recibirla en tu hogar, tanto más, teniendo como tienes hijos varones; pero será fácil que le consigas algún empleo; ella sabe bien inglés, y ahí, en ese país, nadie ignora cómo se las gastan en materia de moralidad: todos los gatos son pardos; y para ella misma es mejor bandearse sola.
[150] La pérdida de mi virginidad… deliberación mía: véase nota anterior.
[151] el Pecado Originaclass="underline" Ayala cree en el concepto religioso del Pecado Original, trasladado a un contexto existencial. Parte de una visión del ser humano caído en el sentido heideggeriano, aunque capaz de prestar atención a su íntima vocación y de levantarse por encima de su condición «caída»: «Yo acepto como verdad básica el mito del pecado original, la naturaleza corrompida del hombre; pero -cuidado- también admito, y reflejo en mis escritos, la redención» (Confrontaciones, 98). Véase El fondo del vaso, 17-22.
[152] Versos y más versos es lo que escribía la muy cursi, idioteces: cfr. Alas, La Regenta, 78, donde la solterona doña Águeda, tía de la protagonista, una huérfana desamparada, descubre con asombro un cuaderno de versos escrito por su sobrina, se apodera de él y critica a la autora por «literata».
[153] considerar los antecedentes familiares: se trata de la doctrina, tan repetida en el Antiguo Testamento, de que los pecados de los padres recaen sobre los hijos: Ex., 20, 5; Ex., 34, 7; Núm., 14,18; Dt, 5, 9; Sal., 78, 8; Sal., 108, 54; Is., 65, 6-7, etc. Igualmente podría encontrarse aquí un reflejo de la idea generalmente admitida hoy de un cierto determinismo biológico.