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En el cuento como en la novela, Ayala se sirve del género historiográfico a la manera de marco para combinar otros géneros. Lo que de «Historia de macacos» ha escrito Carolyn Richmond vale también para Muertes de perro: «El texto completo puede ser entendido como un fragmento preparatorio (¿un borrador? ¿unos apuntes? ¿una lucubración mental?) para la historia de la [tierra] que el narrador no llegó a escribir. La realidad total, que nos elude a todos -los lectores y los personajes mismos- está modulada por la información de que cada cual dispone e interpreta a su manera», y cada cual participa en la pluralidad de perspectivas peculiar a su comunidad (Macacos, 25). Aportan sus perspectivas muy en el fondo del relato el gobernador de la colonia, llamado el «Omnipotente» por el narrador, y un locutor de radio, Toño Azucena, «perro fiel y protegido, quizás hijo ilegítimo» del gobernador (108). Personajes muy parecidos dominarán Muertes de perro, con su dictador «omnipotente» Bocanegra y su «perro guardián» Tadeo Requena, secretario particular y tal vez hijo natural suyo. Además, existe cierta afinidad entre el relato del año 52 y la novela del 58, en cuanto en uno y otra el narrador se considera inútil en la vida práctica debido a una deficiencia física, que, sin embargo, lo capacita para la tarea de historiador, permitiéndole sacar fuerzas de flaqueza y dotando su vida de sentido. El narrador del cuento, a causa de su impotencia sexual, que no se revela hasta precisamente la mitad de la obra (113), puede tomar un punto de vista más bien imparcial o siquiera favorable hacia la engañadora Rosa, vedado a los otros estafados. Y el Luis Pinedo de Muertes de perro, marginado de la acción por su paraplejia, goza de la holgura prohibida a otros para recoger los datos para su historia.

En múltiples aspectos, pues, «Historia de macacos» puede verse como un boceto para Muertes de perro. Sin embargo, la novela supera a su menos complejo antecedente con la mayor riqueza de matices de su título; en su estructura más elaborada, de espiral descendente; en la pluralidad más complicada de sus puntos de vista; en su más rica y honda deuda con la picaresca, y en el papel más visible que desempeña el tema de la historiografía en la novela. Tras el examen que acabamos de hacer de aquellas ficciones de Ayala donde nos parece más o menos obvia la búsqueda del sentido de la vida -no dudando que en otras no tocadas aquí se encuentra la misma preocupación, si bien menos a flor de página-, pasemos a estudiar título, estructura, juego de perspectivas, y referencia a la picaresca y a la historia en nuestra novela.

III. La b úsqueda del sentido de la vida en «muertes de perro»

[a] El título: muertes y resurrecciones

Ningún poder constituido en la sociedad humana puede durar para siempre. Conoce Ayala, y hasta ha utilizado en el título de un artículo de 1977 el dicho latino aprovechado por Hobbes en su Leviatán, Homo homini lupus, «El hombre es un lobo para el hombre». Según el ensayo ayaliano Razón del mundo (38), «el derrumbamiento de cualquier poder libera los instintos destructivos que laten en el fondo del ser humano; toda la contención, todas las renuncias a que obliga la vida civil con la coerción de las formas sociales, estalla entonces transformada en desenfreno». El naufragio mortal de los grandes parece suscitar una ola de resurrecciones. No otra, a nuestro juicio, es la honda significación del último encuentro entre el dictador Bocanegra y su asesino, Tadeo Requena, posiblemente hijo suyo. El tirano, informado de antemano de la traición, pero carente de la voluntad de vivir, tira a su asesino su pistola, ordenándole: «¡Vive, desgraciado!» Y Tadeo dispara, tal vez para liberarse de la mirada acusadora de su víctima. Lector de Unamuno (cfr. Ensayos, 1138), Ayala conoce Abel Sánchez, novela de la envidia hispánica, con su problemática apología del fratricida Caín, víctima de la «desgracia inmerecida» (Unamuno, II, 716), que consistía en la injusta negación desde el principio de la gracia divina. También Tadeo Requena, en el concepto de su putativo padre Bocanegra, carece de la gracia, vive manchado de una especie de pecado original, bien que en el sentido secularizado de Ayala, que no exime al hombre individual de toda la culpa: el ser humano es para Ayala ontológicamente deficiente, un individuo «caído» a priori, y Bocanegra participa con plena conciencia de la misma condición. ¿No fue usurpado con violencia el poder que ha detentado durante tantos años? Todos los indicios apuntan en la novela a ello. Al dictador se le imputa también el asesinato de su enemigo más soberbio y peligroso, el senador Lucas Rosales. Todo poder, sostiene Ayala, es en el fondo una usurpación (Richmond, Usurpadores, 100). De donde la posibilidad de construir una cadena de usurpadores que antecedieron a Bocanegra, y la de los que le sucederán más allá de la última página de Muertes de perro y hasta el final de El fondo del vaso. Si Bocanegra representa la vacuidad del poder, esa vacuidad se instalará existencialmente en el ánimo de su asesino. El vacío del poder es muerte anticipada. Tal es el sentido del plural en el título Muertes de perro, con todos los equívocos de aparentes muertes y apócrifas resurrecciones. Tras este análisis de lo que parece significar la primera palabra del título, pasemos al de la última.

Con mayor vigor que en los casos de «El tajo» y de «Historia de macacos», se cumple en Muertes de perro la ley estética de la adecuación del título de la obra a su contenido. Con meditada deliberación habrá decidido Ayala distinguir su novela de otras como Tirano Banderas o El Señor Presidente, evitando referir su título a la figura del dictador. La expresión «morir como un perro» denota en el lenguaje familiar una muerte sin arrepentimiento, o acabar la vida en soledad y desamparo (Dic. Real Acad., 1122). Al servirse de un tópico de la lengua corriente se propone Ayala revitalizar las palabras y locuciones de uso común, «apretarlas, estrujarlas y exprimirlas para extraer de ellas todo su posible contenido, de modo que signifiquen varias cosas a un tiempo, irradiando sentidos diversos y, en ocasión, contradictorios. Es decir, que me he propuesto sacar todo el partido posible a la esencial ambigüedad del habla» (Confrontaciones, 144-145). Bien lo ejemplifica el manejo explícito e implícito que hace él de la locución que titula su obra. La expresión hace pensar en la humillación de los soberbios. Cuanto más elevado sea el difunto, tanto más impresiona su fin desastroso.

La muerte arrasa jerarquías en la novela. La indiferencia de la muerte frente a las categorías sociales ha consolado a los humildes por lo menos desde la Baja Edad Media, cuando fue escrita la Danza de la muerte, tres veces aludida en Muertes de perro. En rigor, la única muerte que es ahí al pie de la letra una «muerte de perro» es el suicidio del sabio aristócrata don Luis Rosales, Docteur ès Lettres por la Sorbona. Esta muerte imita la de un perro del suicida que Tadeo había ahorcado por despecho ante el orgullo con que Rosales exhibía los méritos del animal. Su amo elegiría al fin igual manera de muerte.

Al mismo Tadeo le espera una justa retribución: después de cometer el magnicidio que bien puede ser a la vez parricidio -no se aclara del todo si Bocanegra ha sido o no padre de su asesino-, el coronel Pancho Cortina, supuesto cómplice de doña Concha «habría de matarlo a [Tadeo] como a un perro». Muerto Tadeo, se siente existencialmente resucitado Cortina tras la época de su servidumbre a Bocanegra. Luis Pinedo emplea un tono épicoburlesco para describir la brevísima apoteosis de Cortina, interrumpida por una cómica caída: «Así, pues, tras de haber exterminado con su rayo de la muerte al traidor Requena, nuestro héroe se apresuraba escaleras abajo, corriendo alegremente en pos del que sin duda alguna consideraba su inequívoco y brillantísimo destino, cuando su precipitación misma le hizo precipitarse de cabeza: resbaló, rodó… y al otro día volvió en sí […] en una cama del hospital». Pero el máximo ejemplo de una caída producida por la soberbia ocurre en el caso de doña Concha, designada una y otra vez la Primera Dama. Se insinúa en su muerte un elemento suicida, como en los casos de Bocanegra y de su Ministro de Educación Luis Rosales. Con razón ríe para sí mismo el narrador Luis Pinedo al considerar que «en esta historia nuestra, que chorrea sangre por todas partes, sin embargo, tal como voy documentándola, parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces, y otras dramáticos». El cómico «episodio Fanny» muestra los halagos con que el mundo ha tratado a doña Concha. Con la muerte de su animal doméstico favorito, una perra japonesa, la mujer del dictador no esconde su dolor ante la Prensa y la televisión. Mueve al Embajador de los Estados Unidos a reemplazar la criatura difunta, llevándole otra perra japonesa en nada menos que el bombardero más formidable del Ejército de los Estados Unidos. Pero en Ayala la elevación del personaje prepara su caída. Habituada doña Concha a ostentar sus encantos físicos en la televisión, fallece dispensando semejantes favores sexuales a todos, hasta al maníaco que la ha de matar en el asilo-cárcel. El asesino, a su vez, sufrirá una «muerte de perro» al ser despachado «de un pistolazo», porque, como escribe el narrador Pinedo, «muerto el perro se acabó la rabia», como si la locura del demente fuera una rabia de tipo orgánico, cual la de una bestia. De hecho, la muerte física de la esposa de Bocanegra ofrece al historiador Pinedo una especie de resurrección existencial.