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»La actitud de la Gran Mandona en esa oportunidad me resultó, sin embargo, de lo más desconcertante. Yo me había ido a esperarla, como de costumbre, en el dormitorio de Loreto, y allí estaba, sentado en la butaquita verde-manzana, junto al tocador, dándole vueltas en el magín a aquel absurdo, cuando por fin llegaron ambas; y como la amiga se quedara, discretamente, en la antecámara -también, según costumbre- dispuesta a entretenerse con la radio, la llamé para que estuviera presente: quería informar a las dos, y al mundo entero si posible fuera, de que todo aquello me parecía, sencillamente, i-dio-ta. Pero la Gran Mandona, ¡quién lo hubiera pensado!, estaba todavía descompuesta de miedo. Con risas e insolencias, a su manera, pero muerta de miedo. El temblequeo de la mano no había sido, pues, broma. Era cosa de no creerlo. Yo, al principio, me imaginé que intentaba hacerme la comedia; y la hacía tan mal, por cierto, como una actriz de barracón de feria. Casi le doy un sopapo, para que se dejara de sandeces. Pero ¡qué!; era muy de veras: estaba muerta de miedo. Y cuando yo le grité que a santo de qué iba a llamarme a mí el senador Rosales, ni en qué cabeza humana cabía eso, me miró estupefacta, como si yo fuera un insensato, y asumiendo de pronto, con negativo énfasis, el tono suave de la más razonable benevolencia, me exhortó: -Mira, Tadeo, créeme. Acepta ese aviso que has recibido, venga de quien venga. ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo los mensajes que proceden del otro? [164]. Si el senador se ha dirigido a ti, por algo será. No desprecies su consejo, no seas terco, no seas temerario.

«Hablaba con calma, casi con pena. La sacudí por los brazos sin importárseme la presencia de Loreto: -Pero ven acá, estúpida. ¿Cómo se te ocurre…? -Y ahí se me quedó cortada la frase: era a mí a quien no se me ocurría nada, después de tanto haberlo pensado. Me dirigí a la otra en busca de apoyo-: ¿No le parece, Loreto?

»Loreto giró una mirada vacía y temerosa, sin contestar cosa alguna. Y entonces le pidió Concha: -Por favor, Loreto; vas a dejarnos solos un momento, ¿eh, querida? -Es lo que ella estaba deseando; no había pasado aún medio minuto cuando ya empezaron a oírse al otro lado de la puerta los ronroneos, quejidos y gruñidos de la radio que, habitualmente, debían cubrir el ruido de los nuestros.

»Pero esta vez no se trataba de eso. Dominando a duras penas sus nervios, y haciéndome caricias que me dejaban frío, emprendió con paciencia la tarea de persuadirme.

Y como quiera que yo me dejaba persuadir tan fácilmente con el empleo de sus recursos ordinarios, echó mano de las reservas apelando a algo que no podía decirme sin ambages. Desembuchó: que hasta hacía poco, la cosa no pasaba de ser un pálpito, y ella no había querido darme la alarma antes de estar segura; pero que los meros barruntos se habían convertido ya en indicios serios (y me harás el favor de reconocer que en estas materias las mujeres nunca nos equivocamos). ¡Por sí quedara alguna duda, ahora venía el aviso del senador, un alma que clamaba venganza, a ponerse de nuestra parte!… ¡Revienta de una vez, caramba!, le grité.

Y reventó: que en la cabeza de Bocanegra (ya sabes que él siempre obra a traición) se estaba cociendo nuestra pérdida.

»Me quedé estupefacto, se comprende. -Pero ¿por qué? -pregunté como un imbécil-. ¿Que por qué? -ella largó su risotada insufrible, echando una miradita a la cama. -¿Tú crees? -volví a preguntar, cada vez más atontado-. ¿Será posible? ¿Cómo? -¿Cómo? ¡Comiendo! -respondió, para aclarar enseguida-: ¡Ay, mi hijito! ¿No sabes tú muy bien que nunca falta quien insinúe un chisme, quien deslice una insidia?… -Me lo decía casi con aire de triunfo, la muy cretina; y agregó-: Mira, ¿quieres que te diga una cosa?: yo le he llegado a tomar miedo ya a la ambición de ese títere de Pancho Cortina; una ambición sin límites, permíteme que te lo recuerde. Te lo repito, hay indicios serios, y no es tontería.

»Si lo que se proponía ella era quitarme el sueño, no puede negarse que lo consiguió: en toda la noche no alcancé a pegar ojo. Repasaba y desmenuzaba conocidos episodios en los que Bocanegra se había desembarazado -a traición, como ella dijo- de colaboradores íntimos, a quienes fulminaba él cuando más confiados estaban. Y dándome vueltas en la cama, no podía yo apartar de la mente, sobre todo, el caso de Doménech [165], del que a mí me tocó ser testigo excepcional; más aún: en el que tuve personal participación -en compañía de Pancho Cortina, por cierto, o como acólito suyo- bajo órdenes expresas de nuestro jefe. -Es un ladrón -había sentenciado éste a la hora del desayuno; y el opulento director del Banco Nacional de Créditos cenaba ya esa noche en la prisión preventiva. Doménech salvó el pellejo; sí; pero sólo para padecer la irrisión de su caída, y pasear su destituida indigencia por las calles, bares y cantinas de la Capital, hasta que consiguió escapar, por fin, precariamente, al otro lado de la frontera. En una de las factorías holandesas trabaja hoy, sin meter bulla. Por lo que a mí se refiere, de ser ciertos los temores de Concha, no tenía que preocuparme por futuros empleos, para qué hacerse ilusiones… En la luna estaba Doménech un momento antes de detenerlo; y ésta es la fecha en que todavía ignoro yo, alicate de Bocanegra [166], la verdadera razón de su desgracia. Si era verdad que me había llegado el turno, en ese aspecto por lo menos sabría bien a qué atenerme. Pero ¿qué fundamento tendrían en realidad los temores de la insensata? Durante mi insomnio, me desesperaba por no haberle exigido, ¡estúpido de mí!, que me precisara bien antes de separarnos cuáles era los indicios esos de que hablaba, los hechos concretos, de modo que pudiera yo calibrarlos por mí mismo y formarme mi propia opinión.

»Así, lo primero que hice al otro día, apenas pude reunirme de nuevo con ella a solas, fue confesarla. Entonces, y en los días sucesivos, hasta hoy, me ha comunicado al detalle sus observaciones, sospechas, conjeturas, etcétera, que si no son tranquilizadoras, tampoco resultan inequívocas ni, por lo tanto, consienten esa otra especie de tranquilidad que, después de todo, le da a uno el estar seguro de lo peor.

»Ha sido una semana horrible. Por si Concha no fuera de ordinario bastante espinosa en su trato, los nervios la tienen ahora intratable, crispada. No había cosa que yo le objetara, a la que no respondiera ella con improperios, con groserías, con intemperancias; de modo que nos peleábamos por palabras, cuando tanta cuenta nos tenía ponernos de acuerdo sobre los hechos. Y otras veces, en cambio, quería hacerse la cariñosa -babosa, diría mejor-, con sobonerías que, si a mí me encocoran siempre, en circunstancias tales… También por ese lado salíamos reñidos, y lo que había querido comenzar en caricia terminaba en arañazo, o en puñetazo. Pero, de cualquier modo, estábamos uncidos y teníamos que tirar juntos para adelante.

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[164] ¿Cómo quieres explicarte con razones de este mundo ¡os mensajes que proceden del otro?: cfr, la supersticiosidad del dictador protagonista de Tirano Banderas, quien hacia el final de la novela de Valle-Inclán, consulta a la médium Lupita sobre su futuro (págs. 149-154). En Ayala, la tenida espiritista se emplea para profundizar en los caracteres de Tadeo Requena y de Doña Concha; en Valle, la caracterización se sacrifica en aras de la deshumanización estética.

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[165] el caso de Doménech: ya narrado anteriormente. Este caso demuestra que Muertes de perro es una novela abierta, pues como en la Comedie humaine de Balzac y en las Novelas contemporáneas de Galdós, sus personajes secundarios pasan a primer plano en secuelas novelescas. En El fondo del vaso (1962), Doménech, emigrado a Méjico, se interesará por la querida de su compañero de exilio, el protagonista José Lino Ruiz, y tras la repatriación y el reestablecimiento de su fortuna bancaria, decidirá emplearla en su oficina, muy a pesar de Ruiz.

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[166] alicate de Bocanegra: en el sentido literal, «alicate» significa una «tenaza pequeña de acero» utilizada para «coger o sujetar objetos menudos»; en sentido figurado, «instrumento» en ciertos países americanos (Dic. Real Acad., 72).