»Aun cuando la presencia de Bocanegra -a qué negarlo- me violentaba mucho, yo me aplicaba a espiar sus gestos, actitudes y miradas, y analizaba sus cortas palabras, dándoles cien vueltas para ver si detectaba algo; siempre en vano, sin que tampoco este resultado negativo me calmara, pues demasiado inocente hubiera tenido que ser yo para, conociéndolo, confiar en tales apariencias. Por otro lado, no era poco el trabajo que me daba afectar ante él naturalidad en medio de tantas incertidumbres. ¡Qué semana de infierno! Tan pronto se me ocurría que estaba perdido irremisiblemente, y pensaba que mi única salvación sería huir antes de que fuera demasiado tarde, desaparecer de la noche a la mañana, que me tragara la tierra, hacerme humo, en fin, como -por el contrario- me entraba, de repente y sin razón alguna, una confianza loca en que todo eso no podían ser sino imaginaciones, e inclusive de que esa mujer, si no fingía, exageraba muy a sabiendas su miedo para inquietarme más, y dominarme mejor, y obligarme a hacer lo que ya se le había metido entre ceja y ceja. De nuevo me entraban sospechas sobre la autenticidad de la comunicación con el senador Rosales, que a ratos volvía a parecerme una patraña de todo punto increíble, pues ¿cuándo jamás se iba a haber ocupado don Lucas de este ínfimo gusano, ni siquiera para hacerme instrumento de su venganza, como ella argüía, a cambio de nuestra salvación?
»-A esto hay que ponerle término; hay que buscar un remedio -vino por último a decirme ella, adivinando quizás que yo me acercaba al límite y no aguantaba ya más. -¿Qué remedio? -le pregunté fríamente, casi en tono de desafío. Me miró muy despacio; y, muy despacio, sin mirarme: -¡Ah! Eso es cuestión tuya -fue su respuesta; agregando-: ¿O acaso eres un mandria?
»En aquel instante la hubiera estrangulado. ¿Cuestión mía? ¿Era cuestión mía? ¡De modo que, cuando habíamos llegado a un punto en que no había quién desenredara el lío armado por ella, y donde yo me había dejado cazar como un estornino, cuando era necesario cortarlo, entonces, ahora, eso era cuestión mía! Vi rojo; y ella, que no es tonta, leyó en mis ojos. -Quiero decirte -se adelantó, afectando tranquilidad- que yo sola no podría hacer lo que tengo pensado, y es menester que tú… Dime: ¿no estamos unidos, tú y yo, para siempre ya, en la vida o en la muerte? -¡Habla! -corté, seco. Y me quedé aguardando, con los brazos cruzados. Era como una orden desapacible y amenazadora; y también, un poco ridícula si se quiere.
»¡Con cuánto aplomo sabía desenvolverse aquella condenada! Convencida, sin duda alguna, de que en efecto mi estado de ánimo había alcanzado el punto de saturación, estaba resuelta a proponerme sin más dilaciones el desenlace que ya tenía premeditado. Y como, por otra parte, mi actitud no le consentía mucho juego, me confió que la noche anterior se la había pasado cavilando sobre el problema, sobre nuestro problema, y no le hallaba otra solución sino quitar de en medio, expeditivamente, a Bocanegra, antes de que Bocanegra nos quitara de en medio a nosotros; que, en verdad, no nos quedaba otra alternativa, pues muerto el perro se acabó la rabia; que era, después de todo, un caso de necesidad extrema, de legítima defensa. En suma: bajo la forma narrativa, y como si redujera a relato un largo debate interior que hubiera sostenido consigo misma, me sirvió el texto que seguramente había tenido intenciones de montar, dramatizado con mi colaboración, a no mostrarme yo tan refractario, tan cerrado, tan iracundo y tan hostil. Esas perplejidades suyas que ahora me refería, acerca de la mejor, más segura y menos peligrosa manera de acabar con Bocanegra, estaban preparadas -y yo lo advertía bien al seguir su hábil trazado- para haber ido surgiendo y presentarse oportunamente en el curso de una conversación conmigo de la que esperaría sacarme, como Sócrates a su ignorante interlocutor, el resultado que ya se traía prefabricado en su cabeza. Y ¿cuál era ese resultado maravilloso? Pues que para eliminar la amenaza cernida sobre las nuestras -es decir, para eliminar a Bocanegra- lo más conveniente era echarle yo en la bebida unos polvos que ella tendría la diligencia de procurarme, de modo que, agregado su efecto al del alcohol, hicieran eterno el sueño de Su Excelencia [167].
»Yo la detestaba oyendo su proposición, pero mantenía impasible la cara de palo. Había terminado, y ahora estaba callada, escrutándome con disimulada ansiedad. En el mismo tono de antes, y siempre con los brazos cruzados, le ordené: -¡Sigue! -Sigue ¿qué? -me gritó, furiosa. Yo, con inalterable calma, le repliqué-: ¿Y luego?
»No le faltaba respuesta; también la tenía prefabricada. Que ya ella había pensado en eso, aun cuando de cualquier manera tampoco nos quedaba opción. La muerte repentina del Presidente, si bien implicaba cierto riesgo para nosotros, alejaba por lo pronto el rayo que tan inminente parecía. Y luego, ya saldríamos del hoyo; luego… ¿quién sabe? -Por mí misma, poco me importa -mintió-; en cuanto a ti, queridito, tú eres hombre, y eres joven, y estás en un puesto desde el cual algo, mucho puede hacerse para influir sobre el curso de los acontecimientos, y quedar bien situados, intervenir e influir en la solución del problema sucesorio; más, conociendo por adelantado lo que se viene encima, y cuándo. En fin, ¡Dios dirá!
»¡Dios dirá! Yo, por mí, nada quise decir de momento; sólo, que eso era un completo disparate. Pero ella no insistió más, segura de que me dejaba con la idea en el cuerpo.
»Así estaban las cosas cuando ayer, martes, tuvimos otra vez jarana ultratelúrica. Me había prometido a mí mismo brillar por mi ausencia, para demostrarles el caso que hacía yo de todas esas patrañas. Pero llegada la hora consideré más prudente estar allí, y allí estuve. No quería que después me fueran a venir con cuentos; y además, prefería dar la impresión de que el supuesto encargo del senador lo había tomado yo como una bagatela (al fin y al cabo, sus palabras habían sido vagas y medio envueltas); y en todo caso, deseaba cerciorarme de si insistía en honrarnos con su presencia espíritu tan distinguido.
»No concurrió el senador; o, mejor dicho, sí; pero lo hizo por interpósita persona; quiero decir, que comisionó a su hermano don Luisito, recién incorporado al gremio de los difuntos, para que viniera a recordarme y convalidar su recado de la sesión pasada. La médium era esta vez otra, una nueva. Por su boca se anunció el doctor y, sin más trámites, me conminó a que no dudara, y cumpliera lo que yo sabía. Ya, sin pensarlo más: para que no haiga que lamentar nada. ¡Haiga, sí!
»Derribando la silla, me levanté, y salí como una tromba del cuartito oscuro. Era demasiado. Corrí a las habitaciones de Loreto, y me dejé caer en la butaca, con la cabeza entre los puños. Pocos minutos habían pasado cuando acudió Concha: la reunión se había disuelto por culpa mía, y ella, entre furiosa y alarmada, venía a pedirme cuentas. -¡Haiga! -le grité-. Haiga, ¿no? ¡Haiga, el doctor Rosales! -Pero ven acá, loco; escúchame -dijo ella, arrimándose. Me alcé, le di un empujón, y me fui para mi cuarto.»
XXV
¿Qué comentario merecería todo esto? Si no fuera por las consecuencias trágicas a que nos ha conducido, sería cosa de risa. Pero prescindamos de comentarios, por lo de más, inútiles, y continuemos copiando las memorias del increíble Tadeo. «Me metí en la cama, excitadísimo -prosigue-, y sobre todo rabioso, colmado por esta escena de última hora, casi entre puertas, con Concha sujetándome por la manga en la alcoba de la tal doña Loreto o doña Alcahueta. Maldecía la hora en que me trajeron a la Capital y me envolvieron en esta vida y estas intrigas que tantos dolores de cabeza iban a producirme. Estaba cansado, agotado más bien, pero muy nervioso, y por eso tardé no sé cuánto tiempo en conciliar el sueño; lo concilié, pero dormí mal y, para colmo, tuve una pesadilla. Don Luisito, no contento con su mensaje de antes, vino a visitarme en sueños [168]. Comparecía en realidad -así me lo expresó- para confirmarme y corroborarme, aun cuando no sin rectificaciones, precisiones y puntualizaciones, lo que la médium había declarado. A diferencia de la escueta rudeza con que se manifestara durante la sesión, el doctor se mostraba ahora en el sueño muy verboso, y muy dentro de su habitual estilo y manera. Me declaró que comprendía perfectamente mis dudas, porque esa médium (tú, con tu indefectible perspicacia, lo has de haber observado sin duda) es lo que yo llamaría una coprófaga consumada, y mal podría yo hablar por su boca. ¿Entiendes, Tadeo, cómo el uso de vocablos griegos permite a las personas cultas formular ciertos conceptos eludiendo la grosera elocución del vulgo? Coprófago: de phagos, el que come, y kopros, que expresa excremento. Pues eso es ella: una coprófaga. ¿Reconocías tú acaso mi lenguaje refinado en la rusticidad o, más exactamente, plebeyez de sus palabras? ¿A que no? Claro que no. Una completa inepta. Pero yo no tenía otro medio de hacerme oír, otro vehículo más idóneo, y tampoco podía andarme con remilgos, pues me importaba mucho comunicar contigo… El doctor traía un pañuelo de seda al cuello y, para poder hablar, se lo separaba con el dedo y estiraba el pescuezo. Yo le hice la broma de costumbre: le pregunté si es que lo estaban ahorcando; y a él le rebrillaron de ironía los ojos. Por primera vez me daba yo cuenta de que la broma le hacía gracia. Sin embargo, simuló ponerse serio para reñirme. -Ésas son bromas de mal gusto, que no debes gastarle a quien te merece respeto, ¿me entiendes? Te lo paso, porque sé bien que lo haces sin mala intención y que en el fondo me quieres. Pero parecería que no te interesa demasiado lo que he venido a decirte -añadió-; no me interrumpas más, por favor-. Interesarme, me interesaba mucho; no era eso, no es que lo hubiera interrumpido porque no me interesara, sino que no tenía prisa de escucharlo, y estaba seguro de que iba a decírmelo de todas maneras. En sustancia, me lo había dicho ya: venía a confirmar, etcétera. Y así cuantas veces volvía a hablarme, otras tantas lo interrumpía yo. Hasta que por último, me dice: Au revoir; y me saca la lengua, larga, larga, de lo más chistosamente. Ahí termina mi sueño.
[167] lo más conveniente… el sueño de Su Excelencia: cfr., de Shakespeare, Macbeth, Acto II, esc. 2, donde Lady Macbeth, que ha tomado la iniciativa en preparar la muerte del rey Duncan y de sus criados, embriagados todos, informa a Macbeth, «He puesto drogas en sus bebidas, / Para que la muerte y la naturaleza contiendan en torno suyo, / sobre si viven o mueren» (pág. 27).