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»-¡Ven acá, Ángelo! -le susurré ahora muy mansamente, pues de golpe, la tristitia vitae me había invadido. Sus ojillos astutos me estudiaban; pero yo no agregué nada más. Sentados el uno junto al otro en el banco de piedra, pasamos así todavía rato y rato; hacía tremendo calor, bajo las nubes cargadas, y yo no sabía qué hacer, ni me quedaban ánimos para decidir nada, para pensar en nada… Me dolía la cabeza: cuando regresara, o por el camino, al pasar delante de alguna farmacia, me tomaría una aspirina.

»Se acercó un perro, merodeando alrededor nuestro; y Ángelo, con notable presteza, se apoderó del animal, para mostrármelo, triunfante. A mí me desagradaba ver cómo se debatía entre sus brazos, en la desesperación de escaparse. -Suéltalo, asqueroso -conminé. Y él lo soltó, muerto de risa con el espectáculo de su fuga a través de la plaza polvorienta.

»-Vámonos, Ángelo -le dije por fin. Volvimos a caminar. En una confitería del barrio le compré dulces; le di un poco más de dinero [174]-. ¿Tú andas siempre por el mercado ése, Ángelo? -le pregunté al separarme de él. Y él me respondió con repetidos, demasiado insistentes, gestos afirmativos: que sí, que sí. ¡Cualquiera sabe!»

Otra vez se interrumpen aquí las memorias de Tadeo, y ahora queda el relato definitivamente cortado. El joven secretario no escribiría más hasta la noche en que murió Bocanegra, y en que él mismo iría enseguida a reunirse con su jefe en el otro mundo. Pero esa noche, todavía encontró tiempo, antes de abandonar éste, para dejar redactadas unas cuantas hojas más: las últimas.

XXVI

Durante mi conversación con tía Loreto, de la que adelanté ya alguna noticia, hubo de quedar flotando en el aire, como quizás se recuerde, un pequeño problema de novela detectivesca, cuya clave por rara ventura poseo. El problema era éste: doña Concha, la Presidenta comunica a su amiga íntima y pariente mía que Tadeo acaba de asesinar a Bocanegra; pero sólo después de formulado este anuncio suena el disparo que había de dejarnos huérfanos de Presidente… ¿Eh? Si me propusiera yo escribir esa novela de misterio, desplegaría toda una serie de hipótesis ingeniosas, como posibles soluciones alternativas, antes de resolverme a ofrecer la verdadera a la voracidad del curioso lector; pero como no se trata aquí de novelas más o menos entretenidas, sino de establecer los hechos históricos, debo apresurarme a informarlo, mediante documentos fidedignos, escuetamente, de lo que en verdad aconteció.

Decía que he llegado a saberlo por una venturosa casualidad. Ni yo ni nadie hubiera conocido nunca el detalle íntimo del drama, si el propio traidor no se encarga de consignarlo por escrito con destino a la posteridad, de la que yo me estoy haciendo ministro. La noche misma del crimen, y mientras se aproximaba el desenlace -¡increíble aplicación literaria la de nuestro cumplido secretario de la Presidencia!-, solito en el silencio de su oficina, garrapateaba el joven Tadeo, acuciosamente, páginas que debían quedar sueltas sobre su mesa, y que esa rara casualidad, cuyo nombre propio mencionaré luego, se encargó de traer a mis manos pecadoras, juntas con todo el resto del manuscrito, tan explotado por mí para la preparación de este trabajo.

«Consummatum est! [175] -clama Tadeo al comienzo de sus páginas postreras. Y aclara-: Ya todo está hecho; no tiene remedio. La recepción, tan brillante como de costumbre, ha terminado; se han retirado a sus casas los invitados, dignatarios diversos, civiles y militares, miembros del cuerpo diplomático, escritores, hermosas damas y apuestos caballeros; y, enseguida, casi de repente, el silencio ha inundado el Palacio, y la ciudad entera. Con la sangre cargada de alcohol y de cansancio, cada cual por su lado, duermen ahora todos en el olvido de cotidianas miserias, afanes y temores.

»Todos, menos yo. Sólo yo, aquí, velo, porque sólo yo sé qué día tremendo será el de mañana. Los periodistas mismos, después de entregar a la imprenta su habitual reseña melosa de la fiesta, descansan tan tranquilos, sin sospechar el ajetreo, la áspera sensación que la próxima jornada les reserva. Pero yo, que estoy al tanto, espero.

»Y ella también. También ella, simulando el sueño, aguarda, entornados los ojos, al lado suyo, hasta que el corpachón dormido y abotargado de Bocanegra empiece a agitarse en los estertores de la muerte [176] que con tanto cuidado le ha preparado la mano amantísima de su cónyuge, y que yo, su secretario particular, su protegido, su hombre de confianza, le he servido disuelta en la bebida.

»Sí, ya se habrá quedado satisfecha ella: cumplido está lo que tanto anhelaba. Y la cosa ha sido, por cierto, muy fácil; en eso tenía razón; hasta demasiado fáciclass="underline" una vez agregado el líquido (líquido por fin, no polvos) a la garrafa de su aguardiente, él mismo se administraría las sucesivas tomas al reclamarme con la mirada -según su costumbre- un vaso tras otro. Y él mismo declaró por último que la dosis había sido más que suficiente cuando -también según costumbre vieja- empezó a dar señales de pesadez en los párpados, en la lengua, en la mano, esas señales consabidas, a cuyo toque de retreta obedecían siempre los convidados, y algunos de ellos con diligencia tanta que hasta se marchaban sin despedirse del anfitrión, considerando ocioso, o incluso impertinente en su estado, cumplir el mundano requisito. No imaginarían anoche esos comedidos que desperdiciaban así su última oportunidad de estrechar la mano al Presidente Bocanegra. Yo, por mi parte, lo acompañé a su cuarto como quien…

»¡Ay! Si esa mujer leyera mis pensamientos, de seguro se reía de mí. Y ¿no los adivina acaso? Me parece oírla, oír su tono burlesco: ¡Mandria! Con ella no hay quien pueda. ¿Cómo será capaz esa fiera, me pregunto yo, de mantenerse ahí agazapada junto a su víctima, aguardando a ver si los efectos del líquido son tan infalibles como le han prometido?… Bueno; yo, por mí, ya hice mi parte, y ahora sólo me toca esperar. Hasta que ella no dé el grito de alarma convenido para poner en movimiento la tramoya y comenzar la farsa, tengo que estarme aquí. Pero ¡qué largo se hace el tiempo! ¡Qué lentos son los minutos, qué perezoso el reloj en las horas de la noche! A lo mejor, la han engañado, le han vendido acqua fontis en lugar de veneno [177], y mañana la carcajada va a ser homérica [178]. Aunque lo dudo: ¿engañarla a ella? No. Lo que puede haber ocurrido es que también ella le tenga miedo a lo mucho que falta por hacer, y se esté concediendo un respiro; y todavía no se anima a levantar el telón. En el fondo, nadie es tan fuerte como pretende; y acaso en estos momentos está ella sentada junto al cadáver, o parada en la puerta, sin atreverse a desencadenar la acción que con tanto cuidado ha previsto. Por otro lado, quién sabe si Bocanegra habrá pasado, o pasará, directamente del sueño de la borrachera al de la muerte, o si, a pesar de lo que aseguran, una agonía cruel…»

Aquí, a mitad de página, se corta en seco la divagación de Tadeo [179]. Los puntos suspensivos soy yo quien los ha añadido; en el manuscrito no figuran; esa hoja se quedó sin terminar. En cambio, otra hoja aparte acude a explicarnos después -¡bajo tales circunstancias y en aquellos momentos: singular manía!- todo lo que a continuación había ocurrido. Había ocurrido que, en lugar de los gritos convenidos y esperados, mediante los cuales debía ella alborotar el Palacio pidiendo socorro tan pronto se resolviera a descubrir la muerte, supuestamente repentina, de su marido, lo que Tadeo oyó, lo que sacó a Tadeo de sus morosas reflexiones, fue el timbre que Bocanegra tenía instalado en su mesilla de noche para, desde su cuarto, llamar al secretario cuando se le antojara. No hay que decir con qué inmenso sobresalto éste, que ya lo daba por muerto, sentiría la llamada de su jefe: una llamada de ultratumba. Aunque reflexionó de inmediato que era ella; que ella, Concha, y no Bocanegra mismo, tenía que ser quien desde allí oprimiera el botón; y en esta confianza acudió enseguida para ver qué pasaba…

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[174] le di un poco más de dinero: Tadeo se siente aquí inclinado a la caridad hacia este huérfano que la abadesa, por su parte, no quiso practicar. Luego, el secretario de Bocanegra muestra su capacidad para la redención personal (Bieder, 43).

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[175] consummatum est: otra parodia erótica de Juan, 19, 30: «Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e inclinando la cabeza, entregó el espíritu». Si la consumación de la parodia anterior (véase la nota 4 de la pág. 167) aludió al adulterio de Tadeo y Doña Concha, esta consumación se refiere al crimen de magnicidio.

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[176] los estertores de la muerte: un presentimiento de la «muerte de perro» del dictador; en los mismos términos describió Tadeo la muerte, producida por él, del perro sabio de Luis Rosales: «se balanceaba en los estertores».

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[177] acqua fontis… veneno: el mal latín de Tadeo para traducir «agua de la fuente (o grifo)»; acqua es la ortografía italiana, en la cual sobra la c para la versión latina.

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[178] carcajada… homérica: según María Moliner (I, 519), una «expresión literaria para referirse a una carcajada especialmente sonora, particularmente si hay en ella burla o ironía».

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[179] Aquí, a mitad de página, se corta en seco la divagación de Tadeo: Como si narrara una novela detectivesca Pinedo interrumpe la narrativa en un punto de alta tensión para aumentar el suspense. Con el mismo fin, el narrador del Quijote I, cap. 8, interrumpió su historia de la batalla entre el héroe y el vizcaíno, cada uno con las espadas levantadas, sólo porque allí terminó el manuscrito. En el cap. 9, se reanuda la narrativa tras el hallazgo fortuito de otro manuscrito.