No; ni era manía, ni tampoco una pueril preocupación literaria, que, en la ocasión, hubiera resultado demasiado inconcebible, sino que el joven Requena, sospechándose cogido en una trampa de la que tal vez su instinto le había prevenido aunque en vano, quiso, a todo evento, dejar esas líneas donde constan de su puño y letra los hechos decisivos, con lo cual, si su aprensión resultaba cierta, podrían servir de prueba acusadora contra su cómplice, y vengarlo.
La aparición oportuna de esos papeles explotaría como una bomba llegado el momento. Que fueran a caer, como cayeron, en poder de quien los detentaría medrosamente hasta pasármelos a mí, era algo imprevisible, y que en manera alguna invalida sus cálculos, correctos en principio. De todos modos, y aunque ya no haya lugar a darles curso procesal en los tribunales de justicia -pues ¡buenas están las cosas para lindezas tales!-, prestarán al menos testimonio ante el más alto tribunal de la Historia; y, por su parte, la Historia misma lo ha vengado ya sin necesidad de ellos.
«A toda prisa acudí al dormitorio del Presidente -concluye Tadeo su relato-; pero, en vez de encontrarme allí a Concha, como no dudaba que la encontraría, pues estaba seguro de que era ella quien por alguna razón me llamaba, con quien me enfrenté fue con el propio Bocanegra, visión mortal, medio incorporado en la cama. Sentí que mi expresión se ponía tan cadavérica como la suya: me quedé pasmado, en el marco de la puerta. Muy despacio, muy bajito, fatigosamente, pero sin quitarme de encima aquellos ojos, me dijo: -Ella misma, ¿sabes?; ella misma me lo ha contado todo. Me lo ha contado no más para que, antes de reventar, ¿sabes?, pueda llevárteme por delante. -Se detuvo a tomar aliento, y agregó, ronco: -Pero yo no voy a matarte, no. ¡Vive, desgraciado! -Rebuscó bajo la almohada arañando la sábana con sus uñas sucias, agarró ávidamente la pistola y me la tiró con asco. Yo la alcancé en el aire. La contemplé un momento, alcé otra vez los ojos, y enseguida (ni sé siquiera cómo me vino la idea; quizás para librarme de su mirada) le encajé un tiro. Su cabeza golpeó contra la pared. Y yo entonces me volví hacia el pasillo, esperando que Concha -¿dónde se habría metido ésa…?- apareciera por fin al ruido del pistoletazo.
»Pero no apareció. Ni tampoco voy a buscarla ahora; ¿para qué?; ya no tiene objeto. Me vuelvo a mi oficina, y dejo en este papel noticia de lo sucedido, cosa de que el cuento no quede descabalado. Mi disparo, después de todo, no ha hecho más que precipitar la muerte que ya Bocanegra tenía dentro del cuerpo; quizás, ahorrarle sufrimientos; despenarlo.»
Éstas son las últimas palabras que Tadeo Requena escribió. El resto del cuento, como él lo llama (los cuentos de la realidad quedan descabalados siempre), se conoce, y sólo a medias, por diversas fuentes complementarias. Algunos datos me ofreció, recuérdese, mi tía Loreto. Y ahí está todavía Pancho Cortina que, si le diera la gana, podría ilustrar hasta el menor detalle de los muchos que faltan. Se sabe, por ejemplo, que doña Concha lo llamó por teléfono, aunque se ignora lo que previamente tuvieran tramado ambos; se sabe que acudió él, dejando abajo a sus guardaespaldas; se ignora por qué. Se ignora lo que hizo arriba hasta encontrar a Tadeo; se ignoran las palabras que entre ellos se cruzaran, si las hubo; se sabe, sí, que el otro no pensó o quizás no tuvo tiempo de defenderse…
XXVII
Pero ya va siendo hora de revelar quién me proporcionó ese manuscrito de Tadeo Requena, pieza maestra de la presente historia. Fue Sobrarbe, el oficial administrativo que trabajaba a sus inmediatas órdenes en la Secretaría particular de la Presidencia. Sobrarbe, sencillamente; y en esto, como se verá enseguida, no hay misterio alguno.
Conviene aclarar por de pronto -aunque tales circunstancias de índole doméstica y privada carezcan en sí de importancia- que Sobrarbe se hospeda en la misma pensión donde yo vivo desde hace ya quién sabe cuánto tiempo: la Pensión Mariquita (y bien que este nombre le encaja al tal Sobrarbe, dicho sea entre paréntesis); una casa, por lo demás, acreditada, bastante aceptable, en realidad, para lo que suelen ser las pensiones, y que a mí me conviene por más de una razón: en primer lugar, porque ahí tengo una pieza en la planta baja, contigua al comedor, lo cual me resulta, no sólo cómodo, sino casi indispensable dadas mis condiciones físicas, con el sillón de ruedas y demás impedimenta; luego, porque está situada en lugar céntrico, a dos pasos del café de La Aurora; y en fin, porque me tienen consideración en el precio, habida cuenta de mi antigüedad, y no me ahogan si alguna vez he tenido que retrasarme en los pagos… También Sobrarbe, soltero et pour cause (si bien muy distinta de la mía) [180], es allí uno de los huéspedes inmemoriales. Y aunque, a pesar de ello, nuestra relación no había pasado jamás de los corrientes y obligados buenos días, buenas noches, más alguna que otra parrafada muy de cuando en cuando (sin perjuicio, como es inevitable, de estar recíprocamente al tanto de nuestra vida y milagros respectivos), ahora, en los tiempos azarosos que vivimos, se abandonan más los formalismos, se acortan las distancias y la gente se acerca, para bien o para mal; y así ocurrió con Sobrarbe, quien, al enterarse de que mantengo trato frecuente -los rumores, que yo nunca desmiento, pretenden calificarlo de íntimo- con el viejo Olóriz, cuya imprecisa importancia, o influencia, dentro de la política actual, no deja tampoco de susurrarse, vino, entonces y no antes, a confiárseme en la cuestión del manuscrito.
Yo, por supuesto, lo acogí encantado, sin transparentar mi sorpresa ni mi interés; pero eso sí, que se dejara de pamplinas: ¡bueno soy yo para que quiera nadie contarme cuentos de hadas! Al fin, Sobrarbe es un inocente, y no me costó gran trabajo hacerle largar cuanto traía en el buche. Se reduce a esto: que, habiendo encontrado, desparramadas sobre la mesa de su jefe, y leído -¡cómo no!-, las hojas escritas a última hora por Tadeo, decidió, en vista de su asombroso contenido y del contexto general de la situación, incautarse de esos papeles comprometedores; ítem más: arramblar de paso con el mamotreto que no tardaría mucho en descubrir dentro de la gaveta. Había llegado allí tan campante, orondo, feliz y contento como cada mañana; y, aunque algo inusitado notó ya al atravesar el patio, sólo arriba supo, y lo supo de labios de un ujier, todo lo que había ocurrido, con su enorme gravedad: que, en las altas horas de la madrugada, el señor Requena le había pegado un tiro a Su Excelencia estando éste en la cama -y Sobrarbe subrayaba con su mirada maliciosa las implicaciones atribuidas por él al lugar y hora [181]-; a raíz de lo cual, el coronel Cortina, quien, muy oportunamente, había caído también allí como llovido del cielo, despachó en dirección opuesta al asesino, acribillándolo a balazos. (Todavía podían verse ahí, en efecto, las manchas de sangre.) De manera que en aquel momento había en la casa dos cadáveres, por falta de uno; y a poco son tres: pues por su parte el coronel Cortina se había roto el coco al bajar las escaleras, y privado de conocimiento se lo llevaron en busca de primeros auxilios. -Imagínese, señor Pinedo, el desorden que había en Palacio… Pero no vaya a creerse: cuando digo desorden no quiero dar a entender barullo, ni gritos, ni prisas; nada de eso, sino más bien desorden moraclass="underline" una especie de estupefacción, un desconcierto y un pánico que se manifestaba en forma negativa: mucho silencio, mucha cautela, disimulo… La misma Presidenta (es natural, pobre señora, tras de tantísima desgracia), parece que no daba pie con bola… Entonces yo -prosiguió Sobrarbe- me prendí al teléfono como el tierno recental a la ubre materna para avisar a mis dos compañeras de oficina, imponerlas de lo ocurrido y recomendarles que si no querían, no vinieran, pues aquello iba a resultar un poquito fuerte para sus delicados nervios; vinieron, claro está; la curiosidad pudo más; pero entre tanto yo, que ya antes (y no por curiosidad sino por sentimiento del deber) había inspeccionado la mesa de mi recién extinto superior jerárquico [182], y casi me caigo de espaldas, señor Pinedo, se lo juro, cuando leo… Bueno, en vista de aquella barbaridad, escondí, raudo, esos papeles y me puse a rebuscar los cajones de su mesa (sin necesidad de forzar cerraduras, pues la llave estaba puesta), hasta dar por fin con este montón de pliegos en cuya escritura trabajaba él siempre cual hormiguita hacendosa, sin que yo hubiera conseguido jamás echarles un vistazo, y me creí en el caso de poner a salvo… -Con los demás recuerditos de Tadeo -completé yo, sonriendo.
[180] et pour cause (si bien muy distinta de la mía): la expresión francesa significa «y no sin causa», y se relaciona con el nombre de la pensión, en cuanto insinúa la inclinación sexual que Pinedo atribuye a Sobrarbe. En cambio, la soltería de Pinedo es atribuible a su invalidez.
[181] Sobrarbe subrayaba… al lugar y hora: la malicia insinúa que Tadeo y Bocanegra, juntos tan tarde y en lugar tan íntimo, bien podrían compartir la inclinación sexual de Sobrarbe.
[182] mi recién extinto superior jerárquico: es decir, Tadeo Requena; la afectación burlesca de Sobrarbe rezuma resentimiento; nótese el amaneramiento de todo su discurso, con sus diminutivos, su extravagante símil («como el tierno recental a la ubre materna»), su exageración de emociones extremas («y casi me caigo de espaldas»), etc.