No esperaba, la verdad, que mi lance tendría tan fulminante resultado. Sobrarbe enrojeció, el muy incauto, hasta las cejas, y me echó una mirada de espanto, como el ratero a quien sorprenden en plena operación; calló un momento, sin saber qué decirse, y luego retribuyó mi risita aviesa con otra, falsona y cómplice. Pero ¡que no esperara ya escaparse de entre mis garras! Quieras que no, medio titubeando, le saqué del cuerpo su pillería; tuvo que confesármelo: entre otras cosas de poca monta, Requena guardaba en su oficina, dentro de preciosa cajita metálica, cierta suma de dinero, una bonita cantidad, sus ahorros probablemente (qué no iba a ahorrar, con la vida de fraile que llevaba, recluido en Palacio, a mesa y manteclass="underline" sus sueldos casi completos), y el muy palurdo los juntaba ahí, en billetes, acumulados uno sobre otro, de cuyo depósito Sobrarbe se había declarado a sí mismo con celosa diligencia heredero universal y beneficiario único, si bien ahora se mostraba dispuesto -¡conmovedor desprendimiento!- a transferírmelo, en unión de los manuscritos, pues todo ello lo había retenido sólo por motivos de elemental seguridad y con el ánimo de evitar que pudiera extraviarse. Por lo tanto, a mi juicio se sometía; que yo decidiera. Después de todo, el señor Requena no tenía, al parecer, parientes, ni tampoco amigos; así es que…
Ante confesión tan general, le otorgué a Sobrarbe indulgencia plenaria. Para él era un compromiso poseer tales cosas -digo, los manuscritos-, y en cuanto al dinero, que por su naturaleza resulta difícil de identificar, sobre todo si se lo maneja con prudencia, podríamos siempre hallar una solución adecuada a las circunstancias del caso y a los tiempos que corren. Lo importante ahora eran los papeles. Se quedó muy contento de entregármelos a mí, y, supongo, espero que entendió cuánto le convenía ser discreto; aunque con personajes de esa calaña nunca se está demasiado seguro.
XXVIII
¿Hasta qué punto interviene el factor azar en la Historia? [183]. He aquí un lindo tema de disertación académica, el enunciado para la tesis doctoral de un graduado en Filosofía y Letras. Su cuestión podría conectarse enseguida con el papel atribuido a la nariz de Cleopatra [184], con el concepto de Fortuna en el Renacimiento, y con ese misterioso quid al que en la vida cotidiana de cada uno llamamos suerte, su buena o su mala suerte, y que, dígase lo que se quiera, en cuanto a existir, ¡vaya si existe!
Pero éste sería más bien asunto para filósofos de la Historia, no tanto para un modesto historiador. El historiador recoge los sucesos tal cual se los encuentra, y ¡adelante! Con tal que de alguna manera influyan en el curso general de los acontecimientos, no tiene por qué meterse a averiguar si son imputables a Dios o al diablo… Suerte, casualidad, o acaso que el Inconsciente, al que hoy todo se le achaca, quisiera jugarle esa mala pasada, lo cierto es que la caída de nuestro elegante coronelito, rodando escaleras abajo después de haber ultimado a Tadeo, jugó papel muy decisivo en la historia de nuestro país. En presencia de esa cabeza rota, estaría justificado el cronista que se permitiera una parrafada más o menos lírica, elegiaca, acerca de la suerte ciega o, si lo prefería así, pues esto va en gustos, acerca de los inescrutables designios de la Providencia Divina. De cualquier modo, el hecho -y yo a los hechos me remito- es que este accidente merece bien el calificativo de fatal, y el de funesto. Estuviera o no Pancho Cortina complicado en las intrigas de la Primera Dama, lo cierto es que, dada la posición a que ya había llegado, con todas las fuerzas del orden público en un puño, y para colmo prestigiado ahora como un ángel vengador del Presidente, ¿quién podía toserle? Él era a todas luces, y aunque detrás no hubiera maquinación alguna, el arbitro indisputado de la situación y, con toda seguridad, el sucesor de Bocanegra al frente del Estado.
Así, pues, tras de haber exterminado con su rayo de la muerte al traidor Requena, nuestro héroe se apresuraba escaleras abajo, corriendo alegremente en pos del que sin duda alguna consideraba su inequívoco y brillantísimo destino, cuando su precipitación misma le hizo precipitarse de cabeza [185]: resbaló, rodó… y al otro día volvió en sí de la conmoción cerebral sufrida para encontrarse en una cama del hospital, o, más exactamente, de la pequeña enfermería en Prisiones Militares, donde -con todos los honores y consideraciones de su grado, eso sí- estaba detenido e incomunicado por superior disposición.
¿Por superior disposición? ¿Qué significaba eso? Claro está que, al principio, no entendía nada; ¿cómo iba a entender? No podía imaginarse siquiera que, mientras él flotaba en el limbo, se había constituido una Junta de Defensa del Pueblo integrada por delegaciones de las clases de tropa, y que, por último, a toda prisa, acababa de asumir el mando supremo, en representación de las Fuerzas Armadas, un triunvirato de sargentos. Que uno de ellos fuera su propio subordinado, el sargento mayor Falo Alberto, del primer escuadrón de la Policía Montada, fue cosa que, sin duda, debió dejar a Pancho Cortina cavilando entre sus algodones y vendajes…
Aunque asombrosos, estos sucesos no resultan oscuros, sin embargo, ni en su génesis, ni en su manifestación, ni en su proceso: el historiador posee todos los datos para, llegada la oportunidad, organizados dentro de un relato congruente y claro, desde la tormentosa sesión del gabinete, espontáneamente reunido en Palacio al cundir la noticia del asesinato de Bocanegra, hasta el momento presente: la disputa surgida en aquella reunión ministerial de emergencia, con secuela de insultos, bofetadas y puñetazos entre los miembros del gobierno a consecuencia de la rivalidad siempre latente hasta entonces en su seno entre los subsecretarios de Infantería y de Aviación; el escándalo indescriptible; las amenazas más o menos públicas y el conflicto armado; los esfuerzos mediadores del Arzobispo, maniobrando para restituir las aguas a su cauce o, según versiones maliciosas, para llevarlas a su molino; los actos de violencia que, de modo esporádico, empezaron a surgir; la insubordinación de los cuarteles, con el increíble espectáculo de desconcierto e impotencia de la oficialidad; en fin, la proclamación del estado de guerra por decreto del directorio o triunvirato que las clases de tropa habían puesto al frente de su famosa Junta de Defensa del Pueblo…
Ése fue el despertar de Pancho Cortina: detenido e incomunicado por superior disposición del tal Falo Alberto, y de otros dos sargentos perfectamente desconocidos: Tacho Salpicón y La Bestia. De modo que, mi coronel, ¡a cicatrizar con paciencia! Y, sobre todo, joven, ¡a no moverse! Moverse es peligroso en su estado…
XXIX
Pancho Cortina no es hombre de mucha paciencia, ni puede creerse que se quedará quieto por demasiado tiempo. Tanto más que, en la situación a que hemos llegado, cuantos alientan en alguna medida esperanzas razonables -y mientras hay vida, hay esperanzas- tiene que cifrarlas, siquiera sea por exclusión, en esta figura, ya desde antes prometedora, o amenazadora y temible si se quiere; pero ¿hay acaso tanto donde elegir? Así, pues, en el curso de mi conversación con Loreto…
El relato de esa conversación se me quedó entonces por la mitad, y no voy a volver ahora sobre él, porque eso sería el cuento de nunca acabar. De otra parte, repasando mi escrito me percato de que, a fin de cuentas, no he conseguido reflejar con fidelidad sus términos. Ni quizás podría conseguirlo por más que me esfuerce: entre las infinitas cosas que la buena señora deja caer en su charla con esa manera tontona, insustancial y deslavazada que le es propia, yo, inevitablemente, selecciono siempre, según mi peculiar interés, tan sólo aquello que tiene alguna punta; con lo cual parecería -y no es cierto- que mi parienta política fuera persona de relativa agudeza, y que sus apreciaciones comportaran más intención de la que ella es capaz de darles. Mejor será, por esto, limitarme a extraer, si acaso, el resultado de mis sondeos, averiguaciones o investigaciones de historiador, prescindiendo de las palabras vagas en que vinieron envueltos [186].
[183] ¿Hasta qué punto interviene el factor azar en la Historia?: Vuelve el motivo diltheyano de la novela. Recuérdese que Ayala, al escribir esta novela, era profesor de graduandos en Filosofía y Letras y, por tanto, quizás los ayudaba a buscar temas de tesis doctorales.
[184] la nariz de Cleopatra: es un azar de la historia trivial que la nariz de Cleopatra no fuera corta; véase la nota 6 de la pág. 168.
[185] su precipitación… le hizo precipitarse de cabeza: este juego de palabras, al acumular oclusivas bilabiales, imita con onomatopeya la caída estrepitosa de Cortina, ridiculizado por su distracción.
[186] prescindiendo de las palabras vagas en que vinieron envueltos: Pinedo busca en vano la objetividad científica. Según el Tratado de sociología (II, 81), «la elección, previa a toda crítica, del hecho memorable, lleva ínsito ya el juicio histórico, la genuina operación de historiar se realiza en esa elección, burlando las pretensiones de […] y objetividad científica. Y esto se descubre bien al considerar la inepcia de esa erudición que aplica todo el aparato de la critica histórica a verdaderas trivialidades, cuyo esclarecimiento en nada modifica el saber histórico genuino».