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Después de todo, esto que hago aquí no es sino mera colecta de datos, sobre cuya base podrá levantarse luego el edificio histórico que planeo.

Retendré, pues, y consignaré, abreviado, lo que para tal finalidad importa, y en particular lo relacionado con dos personalidades que desempeñaron, desempeñan y quizás desempeñarán papeles de primer plano en la tragedia de nuestro país [187] -me refiero, concretamente, a este Pancho Cortina, y al viejo Olóriz.

Respecto del primero, la actitud de doña Loreto es casi por completo negativa: rezuma antipatía. ¿Por qué? Pues, si no estoy muy equivocado, por contagio de mi tío Antenor, quien no dejaría en vida de haber transparentado -él era transparente- algunos sentimientos de recelo y despecho -muy justificados, desde luego- ante la carrera demasiado rápida del joven parvenú [188]. Parecería que las cónyuges, aun aquellas que de otras cosas no entienden ni les importa, eso en cambio lo huelen de inmediato, pues se apresuran a tomar posición, muchas veces a ultranza y con indiscreto exceso; y asombra la cerrada solidaridad que en tal punto establecen con su marido mujeres que por lo demás les son desafectas y aun hostiles. No diría yo que fuera éste el caso de Loreto con mi tío Antenor, pero ¿por qué detesta así a Cortina? El despecho y el recelo del difunto estaban, como digo, harto justificados; pero tampoco tenía él demasiada viveza de carácter, ni desde luego la bastante imaginación, para anticipar los sinsabores que la muerte vino oportunamente a ahorrarle. En realidad, uno de ellos, y no minúsculo, fue lo que se la produjo; las memorias de Tadeo ilustran sobre el caso: por ellas sabemos el disgusto enorme que a mi pobre tío le ocasionó la incalificable desconsideración del Presidente decretando el ascenso de su paniaguado sin tan siquiera haberse tomado la molestia de advertir a quien, después de todo, era el ministro de la Guerra. Antenor reventó, como quien dice, del puro berrinche. Y mayores le esperaban, si no se despide a tiempo de esta perra vida. Ya se vio cómo, apenas fallecido el general Malagarriga, en lugar de sustituirlo en la cartera de Guerra, dividió Bocanegra el Ministerio en tres Subsecretarías independientes, confiadas a sendos coroneles de las respectivas armas, y todavía creó otra Subsecretaría -independiente también: la Subsecretaría de Orden Público- para Pancho Cortina… ¿Quién no iba a darse cuenta del camino que las cosas llevaban? No sugiero, ni por mientes, que Loreto se diera cuenta; pero las mujeres todas tienen un olfato muy fino para detectar la fase de pugna personal en cualquier proceso; de modo que, sin saber a punto fijo el motivo, bastaría la preocupación de Antenor para que ella decidiera abominar a Pancho.

– A Pancho, yo estoy casi seguro, tía Loreto, de que doña Concha se lo tenía también conchabado de alguna manera que a lo mejor ni usted misma conoce. Esa llamada telefónica con palabras medio envueltas ¿no es ya bastante sospechosa? Luego, está el hecho bien extraño de que el disparo de Tadeo sonara después de haber anunciado ella el asesinato… En fin, no me gustaría hacer juicios temerarios, pero tampoco pondría la mano al fuego… ¿Quién dice que esa desdichada señora, aterrorizada tal vez con los mensajes de ultratumba, no armó ella misma la trampa en que fueron cayendo todos, uno tras otro, e incluso… -sugerí para, al excitar su animadversión y su amor propio, hacerle que hablara.

No rechazó de plano mi insinuación, pero la ofendía, visiblemente, el supuesto de que ella pudiera ignorar algo; la ofendía, tanto más al tener que admitir… En fin, las arruguitas de su boca embadurnada trazaron una mueca de reproche retrospectivo hacia su íntima amiga.

– Era tremenda Concha -reconoció. Pero no pude sacarle otra cosa, quizás porque en efecto se le habían escapado las mejores.

Como recurso postrero, le planteé con toda sinceridad:

– Vea: mi teoría es que doña Concha, fuera de tino, repito, con el susto que los espíritus le habían metido en el cuerpo, resolvió, ya a la desesperada, acabar de una vez con el marido y con el amante, con Bocanegra y con Tadeo; y a tal fin negoció un contubernio con Pancho Cortina, que es un desalmado, para que éste se alzara con el santo y le dejara a ella siquiera parte de la limosna [189]. ¿Qué le parece, tía Loreto?

Loreto me miró con los ojos atónitos, y meneó la cabeza. Jamás le había pasado por ella cosa semejante. Bueno, ¿a qué insistir sobre el punto? Continué:

– De modo que si no es por la casualidad de que el diablo se enredó en su propio rabo; o sea de que Pancho rodó escaleras abajo y se partió el coco, ahora sería él, a lo mejor, el Primer Damo de la República [190].

Le eché una mirada, espiando su reacción; pero la reacción fue nula. De modo que, en vez de mencionar, como traía pensado, el rumor corriente ya -hasta Sobrarbe lo conocía- de que uno de los triunviros, el sargento Falo Alberto, le había lanzado un cable a su antiguo jefe, aún hospitalizado, y de que estaban ambos en recados y tratos secretos, pasé adelante, y proseguí:

– Tendríamos un dictador quizás, en lugar de la Junta que hoy nos gobierna -agregando-: Más vale así, ¿verdad, tía Loreto?, para nosotros. Siempre es una garantía que los miembros del Triunvirato sepan escuchar a personas de seso y de experiencia, como por ejemplo nuestro señor Olóriz.

Ella sonrió. Ya estábamos sobre el tema. Al comienzo de mi visita había tenido yo buen cuidado de recalcarle que era el viejo Olóriz quien me había proporcionado sus señas actuales o, mejor dicho, el número de su teléfono. Ahora, asumí un aire meditabundo, y reflexioné con morosidad: ¡Qué vueltas tiene la vida, a veces, tan extrañas! ¡Pensar que un hombre pueda alcanzar la edad provecta sin que las circunstancias le hayan brindado jamás su verdadera oportunidad; pasarse la existencia entera trampeando, sin poder desplegar sus magníficas facultades innatas, para que luego, muy a deshora, cuando ya apenas si puede disfrutar de ello ni casi moverse de su asiento, venga a caerle de pronto entre las manos un poder tan desmesurado como el que ahora detenta el señor Olóriz!

Mi reflexión no era improvisada, ni tampoco fingida, si se quita la modulación particular que uno imprime a sus pensamientos en atención a la persona con quien habla. Era sincero, pues la verdad es que nunca se sabe; nunca sabe uno nada, ni de los demás, ni siquiera de sí mismo. Puesto en tal o cual coyuntura, cualquiera es capaz de darle una sorpresa al lucero del alba. ¿Quién hubiera pensado que este inmundo carcamal, este venerable anciano, el señor Olóriz, desde su butaca de valetudinario iba a estar en condiciones un día de divertirse jugando así con la suerte ajena?… Aunque sea volver al tema de la suerte -la de él, la de los demás, y la de todos-: es evidente que si a Pancho Cortina no se le ocurre caerse escaleras abajo, a esta hora su sonrisa de dentífrico luciría en el marco de los retratos oficiales en lugar de la mirada bocanegresca que aún pende, interina, en el testero de muchas oficinas públicas, aunque haya desaparecido ya casi por completo de mercados, tiendas y bares. Y el viejo Olóriz continuaría entregado a su oscura profesión, ahí en los fondos de su casa, tal cual yo lo había conocido tiempo atrás, y como lo conocieron también cada uno de los tres orangutanes que integran hoy el Directorio o Triunvirato: frotándose las manos de gusto y de maña, muy complacido en mangonear esa turbia provincia subterránea de los Servicios especiales, que le proporcionaba dinero y otras satisfacciones menos conmensurables; pero insignificante después de todo; un sujeto anodino, despreciable para muchos; a lo sumo, pintoresco y un poco irritante, pero nada más. ¡Y éste es el hombre terrible de cuya boca desdentada, de cuyos labios flojos, de cuya lengua vacilante, de cuyo cerebro turbado cuelga hoy el destino de todos nosotros!

Esperaba yo que su sobrina, mi tía Loreto, cuya influencia lo había colocado al comienzo del régimen en un puesto que tan estratégico iba a resultarle, ofrecería ahora a mi voraz curiosidad de historiador algún dato, algún antecedente, un rasgo retrospectivo siquiera, que iluminara el hecho tan inesperado de su tardía vocación de poder. Pero ella no quiso; se mostró reticente.

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[187] dos personalidades… en la tragedia de nuestro país: según el Tratado de sociología (II, 81-2), «el historiador que, persuadido de que el centro de su tarea está en la averiguación de la realidad de los hechos, elige con inconsciente tino aquellos que poseen auténtica significación histórica, lo hace guiado por los criterios tradicionales y por el conjunto de las apreciaciones vigentes en su tiempo, en las que participa con su buen sentido vulgar».

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[188] parvenú: en francés, un advenedizo. El rápido encumbramiento del coronel Pancho Cortina amenaza la autoridad del general Malagarriga, que ha aparecido ya en la pág. 125, quejándose por teléfono a Tadeo de no haber sido notificado del ascenso.

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[189] para que éste se alzara con el santo… la limosna: para que Cortina se quedara con todo el botín.

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[190] el Primer Damo de la República: expresión equívoca cuya intención satírica se presta a varias interpretaciones: Cortina habría podido ser objeto de amor de la Presidenta, o del Presidente, o de ambos.