Porque, así como, según Erwin Rohde, las divinidades antiguas fascinaban y aterraban a los fieles, doña Concha ha inspirado fascinación y terror al inválido, adorador del poder. Al intentar dar razón de un asesinato que parece carecer de ella, Pinedo proyecta su propia insuficiencia al loco que la mató; se afirma imaginando el «espanto» de aquél que motivó a la occisión de la dama.
[b] El perspectivismo: la polifonía de la jauría
Acabamos de observar que, al titular su novela, Ayala ha deseado aprovechar la plurivalencia de la lengua corriente para producir una obra polisémica, en que la despotenciación de los poderosos sume a los demás en confusión, oscureciendo el sentido de la vida. Porque la muerte de un individuo supone, en cierto sentido, la resurrección existencial de otro. En la multiplicación de perspectivas, Ayala sigue el ejemplo de otro novelista de la dictadura hispanoamericana, Valle-Inclán. Sólo que, al llevar el esperpento a la novela, por tanto, al deshumanizar el arte de novelar, Valle, artista, ante todo, de la superficie, se sirve de la técnica cubista de analizar la experiencia inmediata en sus componentes y situarlos fuera de su secuencia normal y en el plano de un lienzo impasible. Ayala, por otro lado, también renuncia a la linealidad del argumento, pero al ofrecer la simultánea contemplación de múltiples aspectos de la misma vivencia, yuxtapone a los aspectos más superficiales y pintorescos, los más íntimos. Así, cada «muerte de perro» parece llevar consigo una «resurrección» ajena. La afirmación de un punto de vista suele, en esta novela, simultanear la de una perspectiva opuesta.
Una pléyade de críticos y, entre ellos, E. Irizarry (Teoría, 201), R. Hiriart (Recursos, 71), M. Baquero Goyanes (1), K. Ellis (200-201), M. Joly (37-51), M. Bieder, R. Senabre Sempere (392-393) y J. Domínguez Caparrós (144), ha examinado el perspectivismo cervantino y orteguiano de Ayala en su novela de 1958. Acaso cabe interpretar la frecuente aparición de esa multitud de cambiantes perspectivas como la de una jauría de perros que luchan entre sí. Una vez más, Ayala se sitúa en la tradición de Cervantes, en cuya novela ejemplar Coloquio de los perros Cipión sermonea a Berganza, «Murmura, pica y pasa, y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca» (165). Con una ejemplaridad a menudo negativa, el autor de Muertes de perro crea una abundancia de personajes de intención poco limpia. Pasemos revista a algunas de las siete voces que, según el censo de Rafael Lapesa (24), se hacen oír de modo directo a través de la novela: las del narrador principal Luis Pinedo, de su tía Loreto, del memorialista Tadeo Requena, de la huérfana de Luis Rosales, de su cuñada, de la abadesa Madre Práxedes y del embajador de España.
De los siete, son Pinedo y Requena quienes toman la palabra con mayor frecuencia, y suelen blandirla con crueldad hacia el prójimo. Del tono habitualmente empleado por Requena, escribe Pinedo, y no sin bastante fundamento, «de esa mordacidad que, como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz […] resulta el Tadeo Requena de las memorias!». Por otro lado, hay que matizar las opiniones de Pinedo, pues, según opina el dictador Bocanegra acerca de este sujeto, «Sólo un tipo como [él], amargado por su desgracia, podía destilar tanta hiel en unas cuantas líneas». Con perspicacia, el crítico José-Carlos Mainer caracteriza la perspectiva del inválido Luis Pinedo, presentándole como una paradoja viviente, una combinación de debilidad y fuerza, compuesta de «su inmovilidad y su capacidad de información» (XXXI). Intenta emplear su capacidad informativa para potenciar su inmovilidad, para darle sentido. Clavado a su sillón de ruedas, nadie le presta atención en una época de grandes disturbios políticos mientras recoge datos para establecer la historia de la época turbulenta que atraviesa. «Si mi invalidez sigue valiéndome», reflexiona Pinedo con un agudo juego de palabras, «es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente». Y este alguien aspira a sacar partido de su enfermedad, y a hacerse ilustre «por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos».
Mas este narrador, «hombre resentido» (Mainer, XXXII), para poder escribir su historia tiene que depender, muy a pesar suyo, de las memorias de Tadeo Requena. A éste le envidia la suerte de haber podido graduarse en Derecho con menos esfuerzo y mérito que él, de haber podido moverse en las esferas más altas del poder político. «Pinedo lo aborrece», explica Mainer (XXXIII), «porque encarna ante sus ojos de resentido el éxito fácil, la falta de educación, la insolencia autosatisfecha». Por mucho, pues, que rechace a Requena al comienzo, poco a poco el empuje de Requena acaba por imponérsele, hasta convertirle, en las últimas páginas de la novela, en su imitador, capaz -¡gracias a su invalidez!- de cometer un magnicidio. Temeroso de Olóriz, siniestro administrador de muertes, e inválido como Pinedo mismo, éste, debido a la inutilidad de sus piernas libre de toda sospecha, lo atrae hasta ponerle en sus manos, y así como Requena había disparado sobre Bocanegra para salvarse a sí mismo, Pinedo estrangula a Olóriz, que pareció amenazarle precisamente por temor a su acopio de documentos. El historiador fracasado, dispuesto siempre a sacar fuerzas de flaqueza, ya que no logra prestar sentido a su vida mediante las letras, en las últimas líneas de la novela espera quijotescamente la fama de libertador de su país por haber eliminado a tirano tan cruel.
El punto de vista de Pinedo ofrece un marco para el despliegue del drama de Tadeo Requena en su intento igualmente vano, igualmente despiadado, de potenciar su propia existencia. El caso de Tadeo resulta ejemplar, porque su destino puede identificarse, en cierto sentido, con el de su pueblo. No teniendo un quehacer propio, como no lo tenía la nación entera, entra al servicio de los gobernantes. En sus memorias escribe acerca de sí mismo: «Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba». Es precisamente el dictador Bocanegra quien, desde su trono-letrina, le propone «proyectos y designios» encaminados a dar a su vida un propósito: servicio al gobierno. Convertido, por el mero deseo del tirano, en «¡doctorcito en Leyes, y sin tardanza!», o, para decirlo con el articulista Camarasa, en «perro fiel» de Bocanegra, en «perro guardián del Presidente», con palabras de Pinedo, Tadeo se complace en ejecutar las órdenes de Bocanegra, utilizando los instrumentos del Estado con un desparpajo notable. Ahora bien: Ortega ha presentado el Estado contemporáneo como una «máquina formidable», que, «plantada en medio de la sociedad, basta tocar a un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social». Dado que «el Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización», el hombre-masa tiende a intervenir en él como cosa suya (IV, 224-5). En el pequeño país regido por Bocanegra, la burocracia del Estado se sintetiza en tipos mediocres considerados por Tadeo como «tres ratones amaestrados» que atienden a los detalles del papeleo. «Bocanegra me expresa su deseo», confiesa Tadeo, «y yo pongo a funcionar el mecanismo: a poco, las instrucciones del Jefe están cumplidas». Aprende a dar órdenes con la misma urgencia del jefe de Estado: «Mire, Adelita, con la celeridad del rayo, ¿me entiende?» Cruza la capital a alta velocidad en automóvil oficial, desde el centro hasta las afueras, con la sabrosa sensación de «cortar una fruta». Un buen día descubrirá, sin embargo, la falta de sentido de semejante existencia puesta al servicio del dictador.